Cuando a mi papá le diagnosticaron una grave enfermedad venían incluidas miles de indicaciones médicas, entre ellas dejar de fumar y hacer ejercicio como indispensables. Recuerdo mi desesperación inicial y la insistencia para que así lo hiciera.
Mis intentos fallidos por tener una conversación para convencerlo me llevaban del enojo a la frustración y posteriormente a la tristeza.
Cansada de intentar conversaciones que no podía terminar porque escalaban el tono de voz o aparecían malas caras, quizás por no saber qué hacer, quizás porque me quedaban pocos días y debía regresar a mi casa (mi papá vivía en otra provincia) apelé a mi curiosidad, en serio estaba intrigada sobre lo que sucedía. En lugar de intentar convencerlo comencé a escucharlo, desde lo más profundo de mi corazón.
Pude escuchar su angustia, su desánimo, su incertidumbre y acompañarlo amorosamente desde allí, limitándome a hacer preguntas y reconocer sus sentimientos.
Frente a situaciones límite, uno suele elaborar supuestos y actuar en consecuencia.
Nuestras emociones obturan la escucha y en lugar de indagar, arremetemos -aún desde el amor- creyendo que sabemos lo que está pasando. Cuánto más sano es observar e indagar primero. Cuando así sucede se encuentra información muy valiosa que nos permite nada más y nada menos que, entender y ser compasivos.
Se trata justamente de esas variables que, si no las advertimos a tiempo, nos pueden llevar a conclusiones erróneas y conflictos.
Desde ese momento, ante situaciones así, me pregunto: ¿sobre que más estamos hablando? En las conversaciones en casa de mi padre, por ejemplo, no hablábamos sólo de un diagnóstico o una enfermedad, eran muchas conversaciones que no se decían y danzaban en el contexto: la tristeza por saber que alguien querido ya no estará en este plano, la propia frustración por no poder hacer nada, la necesidad de sostener emocionalmente al resto de la familia, la ansiedad que genera la incertidumbre, las revisiones sobre la propia vida.
A veces parece que hablamos de determinado tema y a grandes rasgos así es, pero, ¿cuántas más conversaciones se llevan simultáneamente, teñidas de emociones no dichas?
Para comunicarnos bien, el secreto está en encontrar la letra chica, lo no verbalizado, eso que -aparentemente- nadie dice.
¿Qué más hay que escuchar?, ¿cuántas cosas están sucediendo en esa persona al mismo tiempo?, ¿qué más le preocupa?, ¿cómo se imagina el futuro? Todo impacta en un malestar.
Estas preguntas son válidas para hacérnoslas a nosotros mismos cuando no estamos al 100% ¿Qué me preocupa y no estoy diciendo?, ¿cuándo lo digo?, ¿qué información me falta?
Cuando estemos angustiados: indaguemos. No saquemos conclusiones apresuradas, no sabemos qué cosas le pueden estar sucediendo al otro.
Una de las quejas que más escucho cuando diseñamos conversaciones difíciles es que la otra persona no escucha. Cuando me dicen esto siempre aconsejo que pasen más tiempo escuchándolas a ellas. Pruébenlo.