Eugenia Gloria Markiewicz (93) nació en Capital Federal pero cuando tenía apenas cinco años, desembarcó en Misiones junto a sus padres Esteban Markiewicz y María Zubreski, y hermanos, Roberto y Néstor. Aquí adquirieron un campo y se dedicaron a la plantación de yerba mate. No recuerda si fueron a la casa de sus abuelos, en San José o fueron directamente a Apóstoles, donde hizo la primaria en la Escuela N° 22, de Niñas. Para hacer el sexto grado -no había séptimo-, la pequeña Gloria ingresó como pupila en el Colegio Cristo Rey, y cuando llegó el momento de cursar el secundario, fue nuevamente pupila en el colegio Santa María, de Posadas. En ese tiempo, cuando ella tenía alrededor de quince años, su familia se mudó a Colonia Liebig, Corrientes, distante a unos diez kilómetros de la Ciudad de las Flores.
Volvió a su casa como docente y fue en se momento en que “me propusieron crear una escuela en Liebig. Les dije que sí, y me consiguieron una casita con una entrada y dos salones. Con mucha amabilidad, el director de la escuela de Estación Apóstoles, Ernesto Desimone, me cedió algunos alumnos de primer grado para poder iniciar el ciclo lectivo. Era el 28 de agosto de 1950 el día que empecé a trabajar como maestra, tenía 22 o 23 años”.
Es que Gloria era la única de la zona que se había recibido de maestra. “Fundé la escuela y comencé a trabajar con naturalidad porque en el Santa María rendíamos prácticas, nos tomaban examen, y nos iban enseñando como había que hacer el registro, abrir, cerrar, contar las inasistencias. Como era soltera y vivía con mis padres, me quedaban sólo unas pocas cuadras para caminar. Después cuando me casé, viajaba todos los días desde Apóstoles”, contó.
De su mano, el establecimiento fue creciendo. “Una colega que trabajaba en Misiones pidió el traslado, después, como había dos salones completamos el turno mañana y tarde porque ya tenía tres maestros a mi cargo. En 1961 pasamos a una escuela nueva, grande, hermosa, la teníamos bien conservada. Trabajábamos con niños humildes, muchos venían de las colonias, por lo que debían recorrer varios kilómetros para llegar a destino. Cuando me jubilé, con el personal de limpieza, tenía 22 personas a mi cargo. Comencé mi carrera allí y terminé con 38 años de trabajo en esa misma escuela”, celebró.
A su esposo, Eraclio, que era oriundo de San Javier, lo conoció viajando a la escuela, porque él tenía un colectivo. “Él era el chofer. Y de tanto ir y venir, nos terminamos casando”, dijo entre risas. El hombre vivía en Apóstoles porque la línea de su propiedad cumplía el servicio entre esta ciudad y Liebig. “A partir de ahí viajaba todos los días, con sol, con lluvia, no había asfalto, sólo barro, zanjones, pero nosotros íbamos. Tenía un grupo de docentes muy bueno, muy trabajador, con los que formamos una familia. Si me voy a quejar del personal que tenía a cargo, me voy a quejar de llena. Por eso digo que no me parece que haya sido una vida sacrificada, que, si tendría que volver, volvería a hacer el mismo trabajo. Incluso, a veces, imagino que podría seguir trabajando, pero por la edad y por problemas de salud, se complicaría. La docencia fue algo muy hermoso para mí. Si tengo que volver a hacerlo, lo haría, pero con ciertos cambios”, señaló.
Contó que su equipo de trabajo tenía siempre iniciativas. “Venía una maestra y me decía: podemos hacer el domingo un concurso de barriletes con los chicos. Le contestaba si ustedes organizan, no tengo problemas, vengo y estoy con ustedes. Para el Día del Niño hacíamos muchos juegos, y el cruce de brasas de San Juan lo iniciamos en Liebig y después lo siguieron haciendo acá. Siempre decían ¿qué le parece? y nunca les dije que no. Siempre las incentivaba. También hicimos el primer almuerzo de los colonos. Durante la primera jornada vino una tormenta, pero el evento tuvo éxito y se continuó realizando”, agregó.
Aclaró que no se reunía con las colegas porque en los días feriados “mi esposo estaba en casa y esa era la única fecha en que podía estar con él, que siempre se dedicó al transporte. Primero en colectivo, después se compró un camión y se recorrió prácticamente toda la república. Me decía en este viaje vamos, y yo no quería faltar. Finalmente, falté cuando alguna vez estuve enferma y después me dio un surmenage (síndrome de fatiga crónica) de tanto trabajar. Sufría mucho por los dolores de cabeza, fui a varios especialistas y cuando me jubilé, terminó mi problema”, recordó.
Por el puntaje que tenía, Gloria fue nombrada supervisora en Paso de los Libres y Goya, ambos en Corrientes. “Me hice cargo por un tiempo, pero tenía que viajar desde la capital correntina hasta Posadas y luego tomar otro colectivo hacia Apóstoles, y al llegar, veía a los chicos que estaban tristes y a mi esposo que estaba enfermo, entonces renuncié para cuidar a la familia”, aseguró.
“No me hizo mal trabajar, al contrario, sigo viviendo”, celebró. Y rememoró que, por la noche, cuando los niños se dormían, se ponía a hacer los papeles de la escuela, “que eran un rompecabezas, y me ocupaba de pagar los sueldos”. Por aquel entonces, el Consejo de Educación trabajaba con el Banco Nación de Apóstoles porque en Colonia Liebig no había sucursal. Gloria retiraba la plata y en un portafolio llevaba el dinero de todos los sueldos y “para contar, me encerraba en casa”.
Un supervisor la observó: “Señora, no puede ser que usted esté sacando plata, haciendo paquetitos, sacando cambio. Era la época en la que había un centavo, dos centavos, que yo agregaba. Los maestros me decían por qué los pone, y le contestaba: porque no sea cosa que mañana algún maestro me diga que me quedaba con el cambio. Era justo, justo. Había un señor de apellido Kurbaski me juntaba las moneditas. Después me instaba en la dirección a pagar, pero nunca tuve problemas”.
Para romper con la rutina, los sábados se dedicaba a la repostería. “Me gustaba hacer dulces de mamón, naranja, zapallo, tortas y galletitas para los chicos, bollos y pantalón al revés. También me gustaba plantar, días atrás, cuando salí al patio, pude ver florecida a la Santa Rita que, creo, fue el último aporte” que hizo a su extenso y florido jardín.
Para “distraerme” también asistía a la iglesia Santísima Trinidad, que queda a unas pocas cuadras, donde una religiosa ucraniana tenía una escuela de bordado en punto cruz. “Iba para cambiar de aire y, de paso, hacia relaciones sociales”. A pesar de la cercanía, no participaba de las actividades de la colectividad porque “no me daban los tiempos, y siempre fui partidaria que debía hacer las cosas como corresponden, de lo contrario no las hago”.
A tejer y a bordar, aprendió de grande. “Me gustaba mucho hacerlo y lo regalaba, pero los problemas en la vista se me complicaron así que ahora me dedico a mirar el diario y la televisión”.
Granito de arena
Después que se jubiló, Gloria colaboró con la Asociación de Jubilados y Pensionados Apóstoles Misiones (AJyPAM) por el lapso de diez años. Allí se ocupaba de entregar los bolsones y, junto a otros vecinos, “con mucho sacrificio, levantamos el edificio con el que cuentan actualmente. No había nada, empezamos de cero. Una señora que trabajaba como enfermera nos convocó para una reunión. Fuimos unos cinco vecinos del barrio, y ya nos pidieron que conformáramos la comisión y nos empezamos a hacer cargo de todo”, contó. Entre otras cosas, gestionaron para que el terreno de calle Suipacha pasara al AJyPAM “porque no teníamos título. Hasta la gobernación tuvimos que ir. Quienes recibían los bolsones, pagaban una cuota, y empezamos a juntar el dinero. Cuando teníamos diez pesos, el albañil venía y ponía una hilera de ladrillos para levantar la pared. Así, todos los meses un poquito”, agregó.