Aída Inés González (78) confesó que de joven pensaba que “no tenía las condiciones necesarias para ejercer como maestra porque siempre fui tímida e introvertida”.
Sin embargo, y mirando hacia atrás, reflexionó que la docencia “fue una de las razones de mi vida”. La profesión que ejerció por 25 años -luego continuó trabajando por otros 14-, la llevó a enseñar en lugares recónditos, en medio de comunidades muy humildes, lejos de la Posadas de la que nunca antes se había distanciado. Ya jubilada, aseguró que no puede desligarse de lo que ocurre en el ámbito educativo y de sus ex colegas. Muchas veces, mirando los noticieros, siente impotencia por las “injusticias” que, como en su tiempo, siguen sucediendo. Pero un golpe de realidad la hace volver a los libros, a las películas, a su familia y a sus amigas, que es de lo que disfruta en esta nueva etapa, alejada de las aulas.
González nació en Posadas, y es la mayor de cinco hermanos (Emilce “Negri”, Jaqueline, Oscar y Ricardo “Kelo”). Como en un sueño, evocó que fueron a vivir a Santa Ana, pero no en el pueblo, sino en un lugar cercano a la ruta 12. Luego, sus padres, Santo Tito González y Florentina Leiva, compraron un terreno en la Chacra 5, entre los barrios El Palomar y Villa Urquiza, y cuando ella tenía apenas cinco años se mudaron a ese predio, que tenía una casa de madera.
Recordó que su familia era muy humilde, pero que su mamá los tenía siempre de punta en blanco en lo que respecta a la limpieza. Los guardapolvos que confeccionaba, estaban siempre impecables “y yo, siempre bien arregladita. Me inscribió en la Escuela N° 110, que era modesta, con patio de tierra. Yo era muy tímida, muy introvertida, entonces en segundo me cambió a la Escuela Superior de Niñas N° 2 -por la mañana funcionaba como de varones-. Ahí sufrí mucho porque la enseñanza era más elevada. Repetí segundo grado, pero ahí terminé sexto”.
Agregó que “me costó mucho hasta tercero, donde me tocó una maestra que tenía comportamiento similar a la de un militar. En ese tiempo había muerto Eva Perón y cada grado hacía un altar frente al aula, nos hacían poner un brazalete negro y todos, formados a la entrada, debíamos rezar, durante los días que se extendió el velatorio. El libro de lectura que nos pidieron fue ‘La razón de mi vida’ (autobiográfico). Me costaba la lectura y la docente nos tomaba todos los días. Con matemáticas, en cambio, no tenía problemas porque siempre me gustó esa materia”.
“Cuando pasaba al frente y ante cualquier equivocación, la maestra hacía un palito en el pizarrón. Yo siempre sacaba menos veinte, porque me equivocaba. Tenía una letra horrible, y mucho miedo a la maestra. Saqué insuficiente hasta octubre, y pensaba que iba a repetir otra vez. Pero parece que mejoré porque pasé de grado. Eso me hizo muy bien. En quinto me tocó una maestra amorosa, muy protectora, de la que recuerdo la imagen, pero no el nombre. Reiteraba, Aída no te comas las uñas, pero un día me alertó que si lo seguía haciendo iba a traer ‘caca’ de gallina y me iba a colocar en los dedos. Desde ahí, nunca más metí los dedos en la boca”, comentó.
Cuando pasó a sexto, mejoró la letra y fue mejor alumna, al punto que “había una chica que era amiga de escuela y de barrio, que se enojó conmigo porque ella era excelente pero la maestra me eligió a mí”.
Agregó que al terminar la primaria, sus padres “no tenían fe que siguiera el secundario porque la primaria me había costado mucho. Pero les dije que quería estudiar. Me inscribí en la Escuela Normal y me llevé tres materias en primer año. En esa época era ciclo básico (primero, segundo y tercero) y magisterio (cuarto y quinto). En cuarto se observaba, se daba una clase y en quinto nos hacíamos cargo de un grado. Me inscribí ahí porque me gustaba esa escuela. Pero pensé que no iba a servir para maestra porque seguía siendo introvertida”.
Y fue en ese tiempo en el que tuvo una apertura a raíz su etapa como deportista. “Siempre estaba en la selección de básquetbol, disciplina con la que participaba del campeonato intercolegial, y también gimnasia rítmica. Como no era buena alumna, los docentes no querían que abandonara horas de clases para ir a practicar, pero la profesora insistía porque a mí me gustaba mucho”, expresó.
Repitió tercer año porque de tercero a cuarto no se podían llevar materias (del básico se pasaba al magisterio). En cuarto tampoco pasó porque “se separaron mis padres y hubo muchas complicaciones familiares, quedamos sin el sustento de papá, que era embarcadizo, y mamá tuvo que empezar a trabajar afuera”.
Después de este episodio, ya no quería volver a la institución pero “mamá me anotó y me obligó. En quinto, me llevé literatura y la profesora puso como fecha de examen el día posterior a nuestra recepción. Le pedimos que cambiara, pero como no lo hizo no tuvimos opción que ir a la fiesta y luego, a rendir, medio dormidos. Salí bien, y apenas me recibí, fui al Consejo de Educación, que en ese entonces era nacional. A la funcionaria que me atendió le dije que quería trabajar, pero en Posadas. La encargada de designaciones me miró, se río, y me dijo: ‘pero qué venís con pretensiones, mocosa. Te vamos a mandar lo más lejos posible’, a lo que respondí, justificándome, que nunca había salido de esta ciudad”.
El camino allanado
Aída tenía la tranquilidad que su prima, Carmen González, oriunda de Candelaria, daba clases en la colonia Santa María, en Santo Pipó. “Antes que me recibiera me sugirió que fuera a trabajar con ella. También la familia de un tío que cumplía tareas en la ITA de Campo Viera, dijo que me abría las puertas de su casa. Pero Santo Pipó me quedaba más cerca”. Llegar a destino no fue tarea sencilla porque tuvo que llevar cama, colchón, frazadas, absolutamente todo en el portaequipaje del colectivo que la llevó al interior de la provincia.
“Me explicó que, cuando bajaba, sobre la ruta 12, iba a ver a un señor que tenía un Ford A. Ese era el taxi. ‘Decile que la escuela está a siete kilómetros, y que sabés que el trayecto sale tanto, porque, de lo contrario, te va a querer cobrar de más’. Me pareció tan largo el camino, tan lejos. Yo tenía 19 años y nunca había salido de casa. Me imaginaba una escuela linda, de material, pero cuando la vi se me cayó el alma a los pies porque era un rancho”, describió.
“Fui como interina, y me dieron dos primeros grados. Ese fue mi bautismo de fuego. Nos pagaron el sueldo a los tres meses de trabajo. Mi prima anotaba lo que consumíamos y al cobrar, le pagué la deuda, y al viajar a mi casa compré zapatos y ropa para los hermanos, y un tapado para mí”, rememoró.
Describió a la gente del lugar como “muy buena, humilde”, y los chicos “muy educados”. Aseguró que recién durante esa permanencia entendió “que no éramos pobres porque ahí vi mucha más pobreza. El primer invierno que pasamos, íbamos a la escuela recién a las 9 porque los chicos no tenían abrigos ni calzado. Se hacía un fogón grande en el patio para que pudieran calentarse. Un día fui con mi tapado y me sentí tan mal al ver a los chicos en esas condiciones. Inmediatamente me lo saqué y lo dejé en la dirección”.
De regreso en Posadas, trabajó en la escuela de Parada Leis; en la Nº 69, que estaba a la altura de la ex Garita; en la Nº 76, de Villa Urquiza, y en la Nº 356, a la altura de la Residencia del Gobernador, apenas dio a luz a Nancy, su única hija. Al separarse de su esposo, dejó a su beba con Florentina, y se fue a la Escuela Nº 274, de El Alcázar, donde la habían nombrado titular.
Después fue el turno de la Escuela Nº 85, de El Rincón del Guerrero, en una picada de San Javier. Después de un tiempo pidió el traslado porque su hija enfermaba con frecuencia. Recién cuando Nancy cumplió seis años, le extendieron un permiso transitivo para dar clases en la Escuela Nº 125 “Martín de Güemes” en el barrio Santa Rosa, en proximidades del arroyo El Zaimán, y como preceptora del Colegio Santa María. Luego la pasaron a la Escuela Nº 42, de Villa Cabello. Fue el destino que le dieron a todos los docentes que fueron adjudicados con un departamento en ese populoso barrio posadeño. Se desempeñó en ese establecimiento hasta su jubilación, además de prestar servicios en el Santa María.
“Fue un chiste cómo me jubilé”
A pesar que algunas situaciones que se daban en la escuela le cambiaban el humor, Aída no pensaba seriamente en jubilarse. La que sí tramitaba alejarse del aula era su hermana Jaqueline -a la que llamaban Yoli-, que se había recibido de periodista y trabajaba en PRIMERA EDICIÓN. “Ella había hecho la solicitud formal, aunque yo también había presentado las documentaciones un día en el que me enojé. Pero ‘Yoli’ andaba detrás de sus papeles, tenía una conocida y por medio de ella agilizó los trámites. La joven mandó a su secretario que se ocupara del expediente de Jaqueline González, residente en la Chacra 148, la misma en la que yo vivía. Pero el chico trajo el de Aída González”.
Y ahí comenzó el mal entendido que derivó en la jubilación precipitada de la protagonista de esta historia. “Mi hermana vino a casa, me miraba y se reía. Pedí que me contara de qué se reía, así lo hacíamos juntas. Ella no podía hablar de la risa. Después me dijo: vos estás jubilada. No, yo no quiero, le dije. Dejate de hacer bromas. Ella me respondió, ‘sí, pero estás jubilada’. Y se fue. No le di bolilla, pero me quedé pensando”. A la semana siguiente, pidió autorización a la religiosa del Colegio Santa María, donde trabajaba, para ir hasta el IPS a realizar unas averiguaciones.
“Pedí a la mujer si me podía decir el estado de mi expediente. Al regresar, afirmó: usted ya está jubilada, señora. Y es la primera persona que se jubila sin venir a molestar. Yo me quería morir. Tenía 48 años y no sabía qué iba a hacer, porque estaba acostumbrada a trabajar. Una supervisora sugirió que no renunciara a la jubilación y que esperara hasta fin de año para completar los trámites”, dijo.
Al año siguiente, comenzaron las clases y Aída no sabía qué hacer.
“Todo el mundo iba a la escuela, menos yo. Volví al colegio y hablé con la religiosa, que en un primer momento me ofreció cuidar las plantas, o que fuera a la parte de portería. Después de un tiempo, me puso en la administración de la secundaria y después me pasaron a la parte de cobranza de cuotas. Eso me sirvió para que esa etapa de transición no fuera tan dramática. Después de jubilarme, me quedé en ese lugar por alrededor de 18 años”, reseñó.