Los impuestos deberían aplicarse observando la capacidad contributiva que tienen las personas. Existen tres maneras de medirla, considerando el patrimonio que se posee, a una fecha determinada; los ingresos que se obtienen y por último de acuerdo con los consumos que se realizan.
Analizando este último punto, en Argentina a pesar de la exención de trece productos de la canasta básica de alimentos, que luego del resultado de las elecciones PASO, implementó el Gobierno anterior y que luego fue derogada por el actual, los 24 artículos que según las definiciones que se usan en estadísticas debe consumir cada persona para no caer en la línea de indigencia, que dicho sea de paso actualmente supera el 10% de la población, se encuentran gravados por el Impuesto al Valor Agregado, a la tasa general del 21% y del 10,50%.
Sólo la leche fluida o en polvo entera, sin aditivos, se mantiene exenta a pesar del intento que se hizo el año pasado de incluirla en el gravamen al 10,50%, de la misma manera que se hizo años atrás con el pan.
Este impuesto, al alcanzar servicios y otros bienes imprescindibles para la vida humana, que de no poseerse hacen caer en la línea de pobreza, que en argentina supera el 40%, hace que una persona considerada pobre deba tener que pagarlo de la misma manera que lo hace otra persona de mayor capacidad económica.
La mejor manera de implementarlo sería a través de la devolución del impuesto en las tarjetas de débito que utiliza el consumidor de bajos recursos; de esta forma, no se produce la acumulación de créditos fiscales que luego no pueden ser descargados en la última etapa de la cadena de venta.
Lo que pagamos al consumir
En el momento en que compramos un paquete de yerba pagamos impuestos, al abonar la cuota de la medicina prepaga lo hacemos, cuando pagamos alguna tarifa de servicios públicos también y si tomamos un curso de idioma tampoco dejamos de tributar. De esta forma, los impuestos están “escondidos” en todos los bienes que consumimos día tras día.
La presión tributaria supera el 30% del PBI, o sea, un tercio de lo que produce el país se lo queda el Estado recaudando impuestos y además se los cobra a todos por igual, independientemente de la capacidad contributiva que tengan. Las altas tasas nominales que están vigentes ayudan a recuperar lo que no se recauda de la economía informal; dicho en otros términos: los que pagan tributan alícuotas altas por los que no pagan.
De esta manera, en Argentina, hay que pagar anualmente el Impuesto sobre los Bienes Personales, sin considerar los pasivos a pesar que integren el patrimonio; los trabajadores y los jubilados pagan mensualmente el Impuesto a las Ganancias; los autónomos también pagan Ganancias, mediante anticipos y el saldo con una declaración jurada anual. Pero, los impuestos que gravan el consumo los pagamos casi imperceptiblemente todos los días, con cada compra que efectuamos.
Desde el marco teórico, los tributos que gravan el consumo se definen como indirectos, ya que no recaen directamente sobre las personas sino que gravan a las transacciones que éstas realizan. Además, se les cobra a todos por igual, aplicándose la misma alícuota, sin tener en cuenta la capacidad contributiva de cada persona. La tasa del 21% que tiene un paquete de fideos, o la del 10,5% que incluye el pan las pagan todos de la misma forma.
Una cuestión “inequitativa”
El Impuesto al Valor Agregado se paga en el momento de adquirir un bien o cuando se contrata un servicio, se encuentra dentro del precio final que soporta el consumidor, sin posibilidad de traslado.
Es un impuesto que se vuelve inequitativo, porque se aplica la misma alícuota a las personas que están bajo la línea de pobreza, a los indigentes, como a los que tienen medio o alto poder adquisitivo.
Por ejemplo, dentro de la canasta básica de alimentos, integrada por 24 productos, se encuentran alcanzados a la tasa del 10,50%, los siguientes: pan, harina de trigo, papa, batata, legumbres secas, hortalizas, frutas y carnes; los bienes que están gravados a la tasa del 21% son: galletitas, arroz, harina de maíz, fideos, azúcar, dulces, huevos, aceite, bebidas edulcoradas y gaseosas sin edulcorar, sal, vinagre, café, té y yerba. Sólo la leche, por ahora ya que se la intentó incluir el año pasado, se encuentra exenta en el impuesto.
Estos artículos no se toman por casualidad, se consideran porque son los que debe consumir una persona para no caer debajo de la línea de indigencia. Los locales comerciales que alquilan deben tributar el Impuesto al Valor Agregado, en la medida que el importe mensual del alquiler supere $1.500. Este monto no se actualizó en toda la década pasada y tampoco ahora. La falta de reconocimiento de la inflación ayuda a que el Estado recaude más impuestos.
Los servicios públicos pagan por el IVA la alícuota del 21%, sin tener en cuenta la capacidad contributiva de las personas. Esta tasa se incrementa al 27% cuando el prestatario es inscripto en el impuesto o inscripto en el Monotributo. La tasa no diferencia la capacidad económica del que consume el servicio, pagando la misma alícuota la persona que consume gas natural como el que compra, cada tanto, una garrafa.
Por otra parte, para algunas prestaciones básicas de salud hay “contemplaciones”; por ejemplo: la atención médica cubierta mediante la afiliación obligatoria se encuentra exenta, las derivadas de las afiliaciones voluntarias (prepagas) están alcanzadas a la alícuota del 10,5%.
Las prestaciones particulares, sin cobertura de obra social, sufren la carga del 21% de impuesto. La venta de medicamentos, en la medida que hayan tributado el impuesto en su primera etapa de comercialización se encuentra exenta del IVA.
Por otro lado, la educación vinculada a los planes oficiales aprobados por el Ministerio de Educación también están exentos; sin embargo, todos los demás cursos tienen que pagar una tasa general del impuesto.
Fuente: Medios Digitales