“Si los políticos no cometieran actos reñidos con el código penal, no habría ningún problema con Comodoro Py”. Estas fueron una de las últimas palabras públicas del exjuez Rodolfo Canicoba Corral, luego que presentara la renuncia a su cargo en julio del año pasado. Estuvo al frente del Juzgado Federal en lo Criminal y Correccional Número 6 desde 1993, en los días de la primera presidencia de Carlos Menem. En aquellos años había sido acusado de ser uno de los “jueces de la servilleta”, frase que quedó inmortalizada en la historia política argentina, cuando supuestamente el entonces ministro del Interior Carlos Corach, anotó su nombre y se lo mostró a su comensal con el que compartía una reunión en una confitería. Lo señalaron como uno de los nueve que respondían a la Casa Rosada cuando algún funcionario se veía envuelto en alguna denuncia penal.
Las palabras del exmagistrado sospechado por supuestamente beneficiar a políticos cuyos expedientes pasaron por su despacho, pusieron blanco sobre negro para mostrar lo que en realidad sucede en los “sótanos de la democracia”, frase acuñada por un reconocido periodista político nacional. Es que desde hace algunos años, el kirchnerismo introdujo el neologismo de raíz anglosajona “lawfare” (guerra judicial), para defenderse de las acusaciones de corrupción. Desde Cristina Kirchner a Amado Boudou y hasta el olvidado Luis D’Elía, utilizaron y utilizan ese argumento para sostener que todas las denuncias que llegaron a convertirse en una causa judicial, algunas de ellas ratificadas en varias instancias, son parte de la persecución de sectores del Poder Judicial en complot con sectores conservadores, para atacar a los referentes de los gobiernos populares.
Ciertos delitos como el de la toma de una comisaría protagonizada por el exdirigente de MILES, es algo evidente que no se puede ocultar por más discursos de “reclamo por un crimen” con el que se lo quiera adornar. Por ejemplo, si un grupo de vecinos “copa” una seccional, se la tendrán que ver con una causa judicial y seguramente con una condena.
Argentina desde que se convirtió en Estado-Nación se desenvuelve bajo el marco de las leyes, no se puede hacer justicia por mano propia como en el lejano oeste. Por ende, cuando los dirigentes contemporáneos del sector progresista caen en el automatismo de decir que son víctimas de persecución política, creen que el votante común es ignorante y estúpido, que da fe a todo lo que dice un jefe político y que no razona ante lo evidente.
También es difícil esconder bienes cuando los que trabajaron durante 35 años ocupando cargos públicos no pueden explicar cómo con esos sueldos alcanzaron tamaño crecimiento patrimonial. El exjuez Norberto Oyarbide, dijo en su declaración ante la Justicia que en el año 2009 fue visitado por el exespía “Jaime” Stiuso y Javier Fernández, un operador judicial, para que “acelerara” el trámite de la causa por enriquecimiento ilícito del matrimonio presidencial. Esto fue confirmado en agosto de 2018 por Edgardo Cantore, abogado de Oyarbide, ante los medios que lo aguardaban a la salida de la audiencia con el fiscal. No fueron a decirle que cerrara la causa a favor de los Kirchner, solamente que se “apurara”. Qué significó esa visita y ese pedido al juez, quedará a criterio del lector de estas líneas.
Pero cuando una denuncia por enriquecimiento ilícito avanza en los tribunales de Comodoro Py, es el “lawfare”, no es el mecanismo de una democracia que busca saber de dónde salieron los fondos para que literalmente, se convirtieran en multimillonarios. No en vano se dice que la política es para hacer negocios. Es además, la empresa más rentable para los que construyeron su patrimonio con fondos que no le pertenecen. Con cero inversiones (mejor dicho con la inversión a través del dinero ajeno), las ganancias a las que se puede aspirar son astronómicas.
El único riesgo que corren es que otro partido los saque del medio en una elección. Del otro lado queda la ciudadanía que de alguna forma se iba a ver beneficiada con esos fondos que fueron desviados. Pero es tan complejo y muchas veces opaco el manejo del dinero público, que ese flujo que queda retenido para uso propio de quien lo administra, jamás se ve de forma inmediata cuando se desvía. Sí se muestra la otra parte de los recursos con los que sí se hizo algo. Infraestructura vial, escuelas, etcétera, etcétera. Siempre debe estar activo el engranaje que oculte lo que se escurre. Pero también siempre aparece el opositor que denuncia, ese al que no lo pudieron cooptar. Entonces todo es parte del “lawfare” y bla bla bla. Volvemos a la frase inicial, “si los políticos no cometieran actos…”.
Argentina está inmersa en un profundo dilema moral a la hora de elegir a sus gobernantes. En las elecciones del 2015 se pudo ver claramente este problema. Por un lado estaban los doce años de kirchnerismo y sus causas de corrupción. Por el otro Mauricio Macri, las empresas de su padre y el estigma de haber sido parte de la “patria contratista”, cuya deuda fue absorbida por el Estado y cuyas causas más emblemáticas como la del contrabando de autopartes, había sido desarticulada por la “Corte menemista”. Desde ambos bandos se tiraron con todo.
Para los comicios presidenciales del 2023 no importará cuán “sucios” estén los candidatos. Seguramente en octubre de ese año volveremos a contemplar el “día de la marmota”. Una historia que se repite.
De parte de la ciudadanía, estará la masa de “idiotas útiles” que sólo repetirá slogans, que hará la V de la victoria como reaseguro de la impunidad que le van a conceder con el voto a sus dirigentes. También los “gorilas”, los que desprecian al kirchnerismo, los que acusan a los K de ser los que le dieron a un sector de la izquierda un poder que nunca consiguieron a través de las urnas; los “desclasados” que están con “el campo”, con los sectores concentrados de la economía, con la “oligarquía” y con los “cómplices” de la última dictadura.
Después un sector hoy minoritario, “liberal”, que acusa al macrismo populista y al kirchnerismo de ser los responsables de la decadencia argentina (como mínimo) de la última década. Y los menos, los que después de 38 años de democracia se cansaron de la clase política, de sus peleas, de su falta de vergüenza, de autocrítica, los únicos responsables que hoy, nuevamente después de la explosión del 2001, otra vez estemos con un nivel de pobreza del 42% y sin que se vea a futuro salida alguna para recuperar el país.
Salvo honrosas excepciones como Arturo Illia o Raúl Alfonsín por citar las figuras más reconocidas, esos dirigentes dejaron el poder con el mismo o aún menos patrimonio que tenían cuando ingresaron. Al parecer en el ámbito político esto ya no es un valor, aunque para la ciudadanía sí. Ecuación simple, si la persona común y corriente no roba, por convicción o porque sabe que se las verá con la ley, ¿por qué lo hace el funcionario que administra fondos públicos? Porque el apropiarse de lo ajeno no está en su escala de valores, o porque sabe que si lo “pescan” tiene detrás todo un aparato que lo va a defender. Como última opción, gritar “lawfare”.
El líder radical lo dijo en la década del 80, el problema de Argentina es moral. Es posible un país mejor, pero lo único que los políticos de los últimos 20 años nos han demostrado es su capacidad para “salvarse” económicamente, provocar estragos económicos maquillados de justicia social, porque si creció la pobreza es porque gobernaron mal, porque no supieron sostener la bonanza que tuvo el país tras la debacle del 2001 y que duró hasta el 2011, el final del primer mandato de Cristina Kirchner. Si hace 20 años que existen los planes sociales y no bajaron en cantidad ni siquiera cuando subía el empleo privado y Argentina crecía a tasas chinas, o es un negocio de inmorales, o son unos administradores ineptos bajo el amparo popular de hordas de fanáticos acríticos aplaudidores.
Todo es relato, progresista o conservador, porque Macri vino a bajar la pobreza e insertar a Argentina en el mundo. Y nos dejó aún peor, con una deuda insertada y lo que fue el comienzo de la destrucción de la clase media. Corridos hacia la pobreza, la gran mayoría no pudo subirse al supuesto tren del progreso. Una promesa que es un cuento.
Los discursos grandilocuentes se esfuman cuando la realidad muestra que cada vez se vive peor, que no se crea trabajo genuino, que sólo crece la asistencia social a la par del poder de los “gerentes de la pobreza”. Si la idea explicitada es la distribución de la riqueza, pero la idea en la práctica es que una mayor cantidad de gente dependa del Estado, que haya más voto cautivo por una asignación social, lo han logrado. Felicitaciones.
Oficialismo y oposición contribuyeron a la cristalización de la miseria. Pero la culpa siempre es de los otros.
Los planes sociales van a continuar por los millones de argentinos que están caídos del sistema que la misma política creó. Vaya a saber si fue a propósito en busca de una base electoral cautiva, con la frase del “Estado presente”, que te cuida, te quiere y te usa.
Con la mejor de las ilusiones, podrá existir en un futuro lejano una transición de los planes al trabajo en blanco en el sector privado. Para ello tendremos que estar en una Argentina distinta a la que conocemos, pero sobre todo, comunicar a los “gerentes” que a la gente a la que “representan” ya no les va a llegar el dinero.
Y la pandemia, que desnudó otra vez la miseria de la casta política. Les explotó en la cara con sus vacunados Vip, haciendo la V con orgullo sin vergüenza, porque saben que lo consiguieron gracias a su militancia y porque no les va a pasar nada porque hay un aparato político que los cuida. Dicen “pero hay que valorar que llegan vacunas”. Sea quien fuera el que hubiera estado en el Gobierno, ¿y que se supone que tenían que hacer?
Mientras llegan las vacunas, hay que seguir con los malabares para “parar la olla”. El Ministerio de Economía señaló que en 2020, la suba de salarios quedó casi nueve puntos por debajo de la inflación (38,5%). Este año extraoficialmente está proyectada en más del 50%. Inflación, pobreza y corrupción. La trampa de la que la clase dirigente no sabe o no quiere sacarnos. Pero tranquilidad, porque somos “un país con buena gente”.
Por Hernán Centurión