¿Quisiste arreglar un problema con alguien y al plantearlo terminó en pelea? ¿Alguien salió lastimado de una charla, aunque esa no fuera tu intención? ¿Te guardaste las cosas por miedo a un conflicto? ¿Te dijeron que tu forma de decir las cosas es muy dura o hiriente? ¿Te pasaban tantas cosas adentro que terminaste en un “no pasa nada, todo bien, ya se me va a pasar”? ¿Pusiste cara de póker mientras tu pecho era un volcán en erupción?
Si estas cosas te pasaron o te pasan, te invito a revisar tu comunicación para poder desarrollarla de manera más empática.
Cuidar lo que decimos y cómo lo decimos es clave para que las palabras sean nuestras aliadas y nos permitan acercarnos a otros y a nosotros mismos.
De esa manera seremos funcionales a nuestros objetivos y podremos resolver conflictos transformando nuestras relaciones en espacios seguros, claros y disfrutables.
Cómo nos vinculamos con otros, sobre todo en esos momentos en que sentimos mucho enojo o dolor, hace a nuestra calidad de vida.
Lo primero es identificar nuestras propias formas de actuar, esas que pueden llegar a aumentar el conflicto y la desconexión, estar presentes para potenciar la armonía.
A menudo nos cuesta reconocer nuestra propia violencia, me refiero a esa violencia pasiva tanto más difícil de detectar que la física que advertimos a simple vista. Me refiero a manipulaciones, controles, silencios, ninguneos, falta de confianza. Esta violencia pasiva es el combustible que alimenta el fuego de la violencia física.
Sólo cuando cada uno de nosotros pueda revisarse y conectar con uno mismo llenándose de amor, respeto, comprensión, agradecimiento, compasión e interés por los demás, y dejar de lado actitudes egoístas motivadas por el miedo, podremos cambiar el mundo.
Revisa cómo hablas a los demás y cómo te hablas a vos mismo, es el primer paso para crear un mundo compasivo.