Erase un pueblo pequeño al norte de una provincia mesopotámica de Argentina, de calles de tierra y edificios bajos, cruzado por una ruta asfaltada que lo unía con el mundo dejando circular por ella a un par de colectivos urbanos.
La plaza, el banco, la comisaría, el correo, la Municipalidad, un par de escuelas y un colegio de monjas constituían el “centro” de la población. Ah… y la confitería, un pequeño local con mesas, sillas, en el que descansaban los pasajeros del ómnibus que llegaba y hacía allí una parada y también los que esperaban ese transporte. Pero además se recibían equipajes y encomiendas, para enviar como para recibir o esperar a sus propietarios.
Esa forma de “equipaje” podría ser una bicicleta, una máquina de coser, o …¡una oveja viva! A la vuelta de allí en uno de los más importantes edificios del lugar se alzaba el Hotel, restaurant, bar y lugar de alojamiento y reuniones de promotores, viajantes, adivinas, astrólogos, músicos en gira y buscavidas.
Era no sólo el mejor sino además el único y, como tal tenía uno de los pocos teléfonos y uno de los diez televisores del pueblo a cuyo Oeste, se hallaba el cementerio, un silencioso sembradío de blancas tumbas pero poseedor de una leyenda que conformaba el arcano de tradiciones de la población. Al este, a un km, sobre el mismo lado de la ruta el hospital y a dos cuadras enfrente la funeraria.
A ese sencillo pero interesante entorno, un par de promotores de planes familiares de seguros llegó a ofrecer los productos de una empresa de otra provincia; primero invitando a la gente a acercarse al hotel y luego utilizando el método directo de visitar casa por casa.
Y fue así que un viernes, mientras en Buenos Aires se preparaba la transmisión en vivo y directo de la presentación de Armando Manzanero en el Luna Park o el cine Opera de Buenos Aires, uno de esos aseguradores llegó a una casa.
Un niño lo invitó a pasar al living comedor donde una muchacha estudiaba unos textos que pasaba a su carpeta de Geografía. La abuela de ambos, el niño y la estudiante, atendió al visitador, lo escuchó y aceptó los planes que le ofrecían, tras lo cual llenaron una planilla con los datos del grupo familiar. Firmó la anciana, el niño y por último la chica.
El protagonista de esta historia contaba que, “cuando la vi sentí que una extraña sensación me invadía el cuerpo. Me quedé mirando a la chica que me miraba sorprendida. Firmó con un raro garabato… Y la abuela me saludó, me despidió y me dio cita para el pago de la cuota inicial del plan para el lunes“.
“Nunca – prosiguió -, había visto una muchacha tan hermosa. Antes de irme le di la mano y la sentí temblar o tal vez era yo el del temblor… Soltándose la chica se sentó a seguir sus deberes, el chico me acompañó a la puerta.
¿Cómo se llama? Le pregunté. No hizo falta decirle quien, Lucía Elena Alvarez, respondió. En tanto me fijé que en esa casa no había TV, pero sí teléfono. El negro aparato estaba en la mesa del living comedor. Y yo me llamo Luis Enrique Aranda. Rápido el pibe declaró haberse dado cuenta que su hermana y yo teníamos las mismas iniciales”.
“El almuerzo en el hotel con mi compañero y amigo, la ida en bicicleta hasta una laguna cercana, el regreso y el atardecer tuvieron un exclusivo tema de conversación… la impresión que me causó la chica… Y una sola respuesta suya “te enamoraste pibe”, me dijo y me apuró para ir al hotel. A ver la televisión”.
“A la hora de la cena cuando se encendió el televisor ya Manzanero se encontraba explicando que iba a regalarle a su público una nueva canción, un estreno, y arrancó con “Puedo morir mañana… … ya nada quiero… Puedo morir mañana/ Después de amarte,/ De haberte conocido/ Y de abrazarte. Por mirar tu figura / Por sentir tu ternura /Por vivir tu dulzura/ Puedo morir mañana. ya nada quiero….
Y sin saber que escribir copié en la carta esa elocuencia poética, romántica que apuntalaba retóricamente la invitación y la posibilidad de un encuentro para tomar algo mañana –domingo-, tras la salida de la misa vespertina y de dar un paseo por la plaza”.
Y además rogaba “Recuerde que Puedo morir mañana, Ya nada quiero, /A la hora que tú quieras, Por ti yo muero /Ya me has dicho mil veces, Que tú eres mía /No hay nada que supere/ Esta alegría, que había deseado/ He ganado la gloria/De estar en tu historia/ Puedo morir mañana….
Rápidamente en la mañana del sábado mi amigo y compañero de excursiones de ventas tomó la guía de teléfono y le resultó muy fácil hallar el número, llamó. Lo atendió el hermanito…” No, no está ella, decime y le cuento”. Entonces le pidió al pibe que venga al hotel donde le entregaría una carta de LEA para LEA.
Epílogo
Prosigue el relato de mi camarada “El chico cumplió y la hermanita también. Fue un domingo inolvidable. Sentado en un banco de la plaza la vi llegar sola. Se acercó y me dejó abrazarla sin decir ni escuchar nada.
De la mano fuimos a la confitería donde tras beber una gaseosa, ella me invitó a dar una vuelta por la plaza… allí de la mano, me dijo… “yo también puedo morir mañana, porque al verte en mi casa me imaginé este paseo, estas palabras, pero quiero decirte que al amanecer parto para (y nombró una ciudad al otro lado del mapa), donde voy a casarme por promesa de mis padres con alguien que me espera desde hace años”.
“Así diciendo y en punta de pies, me besó y me dijo adiós. Fue el beso más hermoso de mi vida. Inolvidable. Volví a verla un par de años después. Caminaba del brazo de su esposo mirando las vidrieras. Manzanero murió ayer, yo… ya lo sé… también puedo morir un día, ya nada importa”.
Nota del autor: Las frases que mi amigo utilizó en su carta no constituyeron plagio. Fue una urgencia ante la necesidad de poetizar sin ser poeta y que mejor que algo de quien recientemente ha partido. El lo decía…”puedo morir un día… en paz descanse maestro”.