Hace mucho tiempo que en mis recorridos en dirección al arroyo sigo el mismo sendero, y aunque siempre divisé un camino de tierra roja que lo cruza a la altura del final del yerbal y que se pierde tras una pronunciada curva, nunca me aventuré por éste. Me daba un poco de temor, porque no tenía idea a dónde me conduciría y claramente, por su orientación, no podía llevarme al curso de agua.
Pero llegó el día en que mi intriga pudo más, y aprovechando la visita de dos de mis hermanas, me arriesgué a descubrir esa nueva senda. Pasada la curva, se abrió ante nuestra vista un inmenso pinar, interrumpido de vez en cuando por uno que otro manchón de selva a su mano derecha.
Estos girones de densa vegetación, remanente de otros tiempos, albergaban aún algunos ejemplares de añosos lapachos, entre los cuales se levantaban también -buscando el sol- algunos endebles cedros y decididos alecrines.
Naturalmente me llamaban más la atención estas “interrupciones” que la perfecta alineación de los pinos, algunos ya pintados con una línea blanca, lo que indicaba su inminente apeo. Mis hermanas iban hablando por el camino de las últimas “novedades” urbanas, mientras avanzábamos en dirección al sur, sin saber hacia dónde nos conduciría el camino que parecía interminable.
A veces un rayo de luz se colaba entre el follaje y conforme a su intensidad suponíamos la hora. Muy pronto empezó a caer la tarde, y viendo que cada vez nos alejábamos más de casa, decidimos el retorno, un tanto acelerado. Mis hermanas ya se habían adelantado un tramo cuando de repente visualizo algo brillante emergiendo del suelo bajo la hojarasca.
Era un cementerio de botellas desparramadas alrededor de un enorme timbó. Allí yacían enterradas a medio cuerpo decenas de envases traslúcidos en distintos tonos de verde y marrón. Los había en variadas formas recordándonos sus marcas y usos originales.
Algunas estaban rotas en el cuello, otras todavía con la tapa de chapa perforada, como las de Aceite Comestible de 1,5 litros. Había alguna de licor, otra de ginebra “La Llave” de “Peters Hermanos” y otras cuyo empleo primigenio nos era desconocido. Luego más alejado del montón, el inconfundible envase de una Crush.
Llamé a mis hermanas de vuelta, y nos lanzamos sobre el hallazgo como si hubiéramos encontrado un gran tesoro. Y efectivamente lo era, pues varios de estos envases encerraban un importante trozo de nuestra infancia, cuando cargábamos en botellas la leche que trasportábamos en bote al “Otrolado” y la repartíamos casa por casa.
Las de litro y medio de aceite tenían además otro uso, cual era el de envasar el chucrut. En efecto, después de la primera etapa de fermentación del repollo cortado y salado -que transcurría en un barril apropiado- se lo colocaba en estas tinajas de vidrio, donde debía quedar bien apretado.
Para esto nos servíamos de un segmento de palo de escoba con el que pacientemente aplastábamos la preparación. Aproximadamente a mitad del envase se colocaba una ramita de eneldo o en su defecto, una hoja de vid.
Una vez bien llenada la botella se la cerraba con un corcho. Finalmente se depositaban todos los envases en una especie de sótano que estaba en una de las habitaciones de la casa, más exactamente bajo una de las camas de los varones…
Una vez confesado el histórico hallazgo al dueño del campo, este nos autorizó a llevarnos todos los envases que quisiéramos, y si los reciclábamos, mejor aún, puesto que en ese lugar eran tan solo basura. Así lo hicimos, manteniendo un envase con su tierra y hojitas acumuladas por el tiempo, en recuerdo de nuestra niñez “de barro”, y limpiando los demás que “reciclamos” con la emoción de nuestra singular infancia.