Esas fechas, que podrían significar algo de alivio para la crisis sanitaria, traen consigo también algo de angustia para buena parte de la población. Y es que con la llegada del nuevo año se terminan muchas de las medidas de alivio nacidas a la luz de la pandemia y del drástico desplome de la economía.
Concluye, por ejemplo, el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP). Se viene el último Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) que incluso ya no todos los beneficiarios anteriores podrán recibir.
Se acaba el congelamiento de las cuotas de los créditos UVA (está previsto para el 31 de enero) con lo que se abre un esquema de “convergencia” (transición) para que ese descongelamiento no sea abrupto.
Con el primer día de enero los bancos volverán a cobrar multas y comisiones por el rechazo de cheques sin fondos, mientras que el BCRA volverá a tener la potestad de cursar inhabilitaciones de las cuentas en infracción.
A partir de enero también los bancos volverán a cobrar los costos por utilizar cajeros automáticos de otras entidades distintas a la propia. Se acaba la posibilidad de que monotributistas y autónomos accedan a una línea con costo cero, a doce meses de plazo con tres de gracia.
Esa y otras medidas que fueron tomadas a la luz de lo coyuntural, de la visceralidad y de la falta total de una agenda estatal a largo plazo desaparecerán como si antes no hubiese existido nada y el impacto es aún inconmensurable.
A diferencia de otros países, Argentina no preparó su estructura económica para el día después de la pandemia. En todo este tiempo se la pasó desarrollando una ficción que quedará desenmascarada en el primes mes de 2021.