Por Saxa Stefani (Psicolólogo, investigador y docente).
La creciente inestabilidad no deja nada ni a nadie por capturar, inunda el panorama social y, por extensión, se refleja en lo mediático y lo político, oscilando entre el catastrofismo y la esperanza. Ambas posturas -aunque válidas- nada explican por sí mismas sobre los efectos o sobre las posibles soluciones al alcance.
En la anterior columna «La potencia transformadora de los acuerdos», indagamos por qué y cómo los acuerdos constituyen la base para la resolución eficaz de los conflictos. En los últimos días, el tema es de rabiosa actualidad.
El debate sobre los acuerdos en situaciones de crisis se hacen urgentes: omitir o demorar abordarlos provoca que el daño sea más intenso, más profundo y abarque a más personas, produciendo deterioro y «quiebres» cada vez más costosos de asumir y revertir.
Si el lector tiene curiosidad por saber cuál es la razón psicológica y psicosocial por la que los acuerdos son difíciles de alcanzar, mantener o modificar, le invitamos a seguir leyendo, porque además intentaremos aplicar nuestra respuesta al particular caso argentino.
El «contrato social»
Casi todo en el país, entre la pandemia y la crisis, adquiere un ritmo vertiginoso, empapado de angustia. Esto no es gratis; se paga, y a un elevadísimo precio. Se paga con la pérdida de la salud mental, con la ansiedad y la depresión que acarrean menor productividad y bienestar, con el menoscabo de nuestra relación con las instituciones, que son las que resguardan los acuerdos implícitos -contratos sociales- que tenemos en la sociedad, con la pérdida de proyectos personales y familiares, con temor, incerteza y hasta rabia.
Los conflictos -ya sean familiares, políticos o económicos- son siempre el resultado de la distancia entre realidad y expectativa. Cuando una se aleja demasiado de la otra, tenemos episodios de crisis. La crisis tenderá indefectiblemente, y de un modo desordenado, a volver a recolocarlas en un punto de cercanía, a veces tironeando más de la realidad, otras, más de las expectativas, o bien, encontrando un punto intermedio entre ellas.
Pensemos por un momento en la crisis social del vecino país chileno. Los conflictos originados por una serie de inequidades sociales (realidad) en pugna con los anhelos de los ciudadanos (expectativa disfuncional) sólo se resolvieron cuando se sentaron las bases para un nuevo «acuerdo social» que permitía un marco de acciones para corregirlas (expectativa). Si la expectativa o la realidad vuelven a distanciarse demasiado, el estallido del conflicto y la crisis subsiguiente estarán nuevamente garantizados.
La distorsión de la realidad ¿lo bueno o lo malo?
Si bien nosotros decimos que «quien manipula las expectativas tiene el poder de crear nuevos espacios de realidad» -y esto es bien conocido por la psicología del consumidor y los expertos en marketing, no se puede considerar que todas las personas sean manipulables, o al menos de la misma forma. Pero sí ocurren procesos de distorsión de la realidad que muchas veces son mecanismos de defensa que las personas utilizamos para gestionar nuestra insatisfacción.
Una de las defensas «estrella» es separar la realidad entre «lo bueno» y «lo malo». Esto lo aprendemos de niños/as para canalizar nuestros sentimientos negativos por la insatisfacción vital y para poder soportar el dolor físico o mental, mientras que intentamos garantizarnos lo placentero y satisfactorio. Lo malo está fuera de mí, lo bueno, dentro. De la misma manera que nos percibimos siendo «lo bueno» y «lo amable», colocamos «lo malo», «lo odiable» en los otros.
Aunque en cierta medida esto es útil bajo ciertas circunstancias, cuando abusamos de este mecanismo perdemos contacto con las cosas o personas «reales»: o las idealizamos o bien, las demonizamos. Este mecanismo está muy presente en nuestra vida personal y colectiva; está también en la base de la corrupción, en los conflictos bélicos, en la violencia doméstica y machista, en la burla o el cinismo, por dar tan solo algunos ejemplos. La negación del otro, que sostiene la tan mentada «grieta» y que caracteriza a la Argentina desde hace unos cuantos años, no tiene que ver solamente con la ideología como se busca argumentar. Esta es la apariencia externa de la brecha; dentro de ella encontramos una apasionada necesidad de diferenciarse, desmerecer y etiquetar al otro. Así justificamos que es el «otro» la causa del malestar.
El «efecto chicle» de la Argentina
Del trabajo psicológico con adictos sabemos que éstos -en última instancia- están intentando controlar la ansiedad a través de su adicción, y sin embargo, el acto adictivo no solo no logra satisfacer esta ansiedad, sino que la aumenta o la difiere en el tiempo, deteriorando sus vínculos afectivos y su salud mental.De la misma forma que un adicto no logra controlar su ansiedad sino que la incrementa, enojarse, alterarse, o invalidar al otro, agrava nuestro malestar y por supuesto, no aporta diálogo o solución alguna.Una gran parte de los argentinos, al colocarse a uno y otro lado de la «grieta» se han vuelto «adictos», alienándose, perdiendo capacidad empática y colocando obstáculos para la comunicación y el aprendizaje y, lo que es más preocupante, imposibilitando generar acuerdos y construir soluciones duraderas.
Como vemos, los conflictos o crisis se agravan cuando se ponen en juego mecanismos que maquillan y distorsionan la realidad
La costumbre popular argentina de «endiosar» o «demonizar», presente en el fútbol, en las reuniones sociales y, cómo no, en la política, son aceptadas y hasta alentadas. Nos volvemos «esclavos de nuestras propias pasiones», y cegados por ellas, la realidad más objetiva se vuelve invisible a nuestros ojos.
Nuestra cultura pasional hace que seamos expertos en lo que en psicología llamamos «disonancia cognitiva», es decir, la racionalización de los aspectos negativos. No queremos asumir la insatisfacción o el dolor que lo negativo nos provoca, haciendo que la distancia entre realidad y expectativa -a fuerza de distorsionar la primera- pueda estirarse elásticamente y sostenerse por mucho más tiempo que en otras sociedades.
Comprender esto e ir aplicándolo en la vida personal, familiar, en las escuelas, en los grupos a los que pertenecemos, nos permitiría ganar grados de libertad en cuanto a capacidades de acuerdo y mediación, productividad y creatividad, desarrollo de canales de comunicación, capacidad empática y disfrute de los vínculos, y sobre todo en el aprendizaje y la construcción de nuevos «contratos sociales» que permitan un mayor bienestar colectivo.