Teresa Subenchiski nació un 10 de diciembre de 1935 en la colonia de Apóstoles, hija de Juan y Julia, muy humildes agricultores. Tanto es así, que al igual que sus hermanos Anita y José apenas cursaron algunos años de la escuela primaria.
Fue anotada en San José, porque sus padres, como muchas familias de entonces, iban a plantar arroz a la zona de San Carlos (Corrientes) y allí se quedaban en un precario campamento hasta completar la cosecha.
Apenas adolescente, como era costumbre en esos tiempos, un tío se la llevó al entonces pueblo de Apóstoles, donde permaneció algunos años y fue en esa casa donde conoció a Miguel, el hombre que, según ella, iba a ser para toda la vida. Miguel Balanda fue su esposo por casi treinta años, hasta que un accidente de tránsito la privó de su compañía.
Ya casada, se radica en Posadas y la historia de Teresa empieza a cambiar. Alentada por su compañero de la vida y por un sacerdote de la iglesia ucraniana, el padre Jorge Melnechen, comenzó a estudiar, algo que no dejó hasta su misma jubilación.
Primero, corte y confección, luego enfermera de la Cruz Roja, técnica en patología, cursos en centros de alta complejidad de Buenos Aires, Córdoba, Corrientes y Chaco. Todo esto en la década del 60 y con tres hijos creciendo. Los libros, las prácticas, el trabajo no evitaban el balde, la escoba y sus manos para un buen borch o los mejores heschké o varenekes.
Amparada en su preparación ingresó al hospital Madariaga de la mano de la Liga Argentina de Lucha Contra el Cáncer (LALCEC) para luego ser nombrada en el servicio de patología, bajo la dirección del doctor Lucio Acosta, un verdadero maestro para ella.
Allí estuvo muchos años, hasta la década del 90, cuando pasó al Ministerio de Bienestar Social y luego a alcanzar su jubilación en el de Salud Pública.Pero, mientras, sus conocimientos sobre los procesos de patología la llevaron a la UNaM. Las carreras de genética y bioquímica la tuvieron como responsable de los trabajos prácticos, junto al doctor Arnaldo Valdovinos y otros profesionales.
La primera generación de genetistas recuerda muchas clases prácticas en el laboratorio que ella misma montó en su propia casa. Sentía mucho orgullo, no tenía siquiera el secundario y estaba colaborando en la formación de profesionales. Hospital, UNaM, y un servicio privado de patología eran su responsabilidad de lunes a viernes.
“Teresita de patología”, no podía conformarse con ser la técnica responsable y atenta que requería el trabajo. Su conocimiento del idioma ucraniano hacía que muchos de sus paisanos, parientes o no, recurrieran para que les pueda solucionar algún problema.
Eso hacía también que su casa se transformara en “mini hotel” donde familiares, amigos o simplemente conocidos pasaran la noche, semanas y hasta meses. Su solidaridad la llevó a ser activa en los inicios del Colegio San Basilio Magno, cocinando en las kermeses de entonces, vendiendo rifas o recorriendo negocios con las religiosas con una alcancía.
La misma actitud y por ser una mujer de fe, la parroquia San Vladimiro la tuvo como permanente colaboradora por más de 50 años. Llegada la democracia, no pudo con su genio, se anotó voluntariamente en el Programa Alimentario Nacional. Hoy, en Loma Poí y barrios aledaños la recuerdan como una mujer que no solamente repartía las cajas, promovió huertas, daba charlas a las mujeres y hasta forjó pequeños emprendimientos colectivos.
En ese marco, a través de las gestiones del entonces diputado nacional Mariano Balanda, consiguió que una veintena de abuelas de su comunidad pudieran acceder a una pensión no contributiva. Siempre recordaba el día de la entrega de los beneficios porque, según decía, era un justo reconocimiento a quienes, tanto trabajaron, la mayoría en las chacras, muy lejos de las comodidades.
Los vecinos también brindan testimonio de la “enfermera”, la que nunca le importó levantarse a la madrugada porque una persona del barrio requería una inyección. Doña Teresa y la vecina Alcira Gómez eran las enfermeras del barrio Palomar.
Finalmente, después de tantos años de trabajo llegó la jubilación, casi en simultaneo, obtuvo su título de Bachiller, diploma que orgullosamente le entregaron sus nietos mayores, Nadia y Cristian. También alegran sus días, Sebastián, Natalia, Ivana, Iván, Nicolás y Gabriel.
No quiso “jubilarse”, seguía en la actividad privada, vendiendo cuanta novedad le llegaba, hasta incursionó en el turismo llevando contingentes a diferentes atractivos turísticos de argentina, Brasil y dos veces a Ucrania.
El trabajo ocupó mucho de su tiempo, pero también lo tuvo para su familia, para sus cuatro hijos, Juan Miguel, que reside en Buenos Aires, José Rafael, María Cristina -fallecida a los ocho meses-, y Jorge, y ser una gran compañera de Miguel, su esposo, que a pesar de los años de diferencia, mantuvieron una excelente relación.
Precisamente, su exposición en el hospital, sumado al trabajo de Miguel en la Comisión Reguladora de la Yerba Mate (CRYM), hacía que casi no hubiera fin de semana que no terminara bailando en algún casamiento de colonia, donde seguramente al otro día cocinaba el borch, no tenía problemas en disfrazarse de novia y ser animadora de la fiesta.
Hoy, a pesar de tanta actividad, de tanto trajín, de tarea solidaria, no lo recuerda. El cruel Alzheimer borró todo ese tiempo. Pero el “alemán” no pudo hacerlo con quienes la conocen, en el barrio Palomar, en el hospital Madariaga, en la colectividad ucraniana, las hermanas basilianas, antiguos beneficiarios del PAN, en la UNaM y en tantos familiares o paisanos que supieron de su solidaridad, la solidaridad de “Teresita de Patología”.