Tras arduos años de militancia política en su España natal y largas temporadas trabajando en turismo en la paradisíaca localidad de Pipa, al Noreste de Brasil, Concepción “Concha” Alarcos Rodríguez (64), encontró en este reducto misionero un lugar donde volver a soñar, a reconectar con su infancia y montar un restaurante de comida típica española. Pero sueña con que sea una cocina con otros matices: que potencie los sentidos, donde prime el aroma, el sabor, la creatividad, y logre trasladar al comensal a otros sitios. Aunque nacida en Madrid, se considera gallega por la cultura que mamó de su madre y su abuela, de quienes, además, heredó su nombre.
Establecida en su nuevo “mundo”, una chacra situada a poco más de tres kilómetros del casco urbano, desde antes del inicio de la pandemia, consideró que esta provincia “es una tierra tan generosa de frutas, verduras, donde vas por la calle y puedes llevarte a casa dos limones, una palta, y alguien te regala un zapallo. Es volver al mundo del que vengo de niña. Esto para mi es el paraíso”. Lejos de las grandes urbes, en la quietud de la colonia, “Concha” busca reacomodar las ideas, las vivencias, de tanta vida recorrida.
Su hijo David nació en el hospital militar el 27 de noviembre de 1975, una semana después de la muerte de Franco, cuando ella tenía apenas 18 años, repasó, y aseguró que esa situación, de alguna manera, “marcó mi vida”. A la distancia, analiza, que todo el proceso posterior “está ligado a ese momento puntual del inicio de la democracia.
Empezamos a ver que hay un futuro, un mundo, en el que las mujeres podemos salir, trabajar, casarnos, divorciarnos”. Se marchó a las Islas Baleares y después regresó al barrio Vicálvaro, de Madrid, donde trabajó en la reinserción de población marginal, tras 45 años de dictadura. “Mi primer arranque fue una escuela infantil. Surge todo ese movimiento de la mujer que se empieza a incorporar al mundo laboral, empiezo a tomar conciencia de lo que es el desarrollo, de lo que es el trabajo, de lo que es empezar a vivir en libertad. A los tres años nació mi hija Luna, pero en otras condiciones”, narró. Se separó de su esposo, pero “sigo con mis dos hijos, sola, trabajando, estudiando, creciendo, aprendiendo, siguiendo, andando para adelante”. Se radicó en Sigueruelo, Segovia, cuando España asoma a la
Comunidad Económica Europea (CEE) y se produce “ese movimiento económico, ese transformarse de mi país, de trabajar y de desarrollar zonas, adecuarnos, por las partes que nos toca. En ese juego europeo, a España le toca, por su clima, su cultura, su día a día, enfocar todo ese trabajo al turismo”.
En Villa y Tierra de Sepúlveda, una zona con un patrimonio de edificios, de historia, pero de cultura ganadera, vive durante 18 años y fue pionera en ese modelo de desarrollo. “Me puse a trabajar con esas comunidades que se habían quedado, que no habían salido a ese mundo de progreso, y tienen un potencial terrible de cultura, tradición, comidas antiguas, licores, mermeladas, cerámica, cestería. Hicimos un proyecto entre cinco mujeres, me integro mucho más a la política, y desarrollamos una zona que se llama Nordestur en la que, con fondos de la CEE, se restauraron casas antiguas, molinos, permitiendo el surgimiento de turismo rural”, comentó.
Empieza a viajar a África. Pasa temporadas en Camerún, vuelve a Segovia y con un proyecto de una ONG trae a su comunidad -donde fue alcalde pedáneo- a niños a los que practicaban cirugías cardíacas e incorpora a su vida a Bris, un hijo africano, con una lesión importante, que fallece poco después. Representando al Movimiento Ecologista, viajó a la Unión Soviética tras el accidente del reactor nuclear de Chernobyl. “Era la primera vez que llegaba a Moscú. Era como que me quedé en ese momento del mundo, como estar ahí, en eso que mi abuelo me contó de lo que era ese comunismo.
Ahí empiezo a replantearme cosas, a ver que todo ese trabajo del movimiento feminista, de todo ese mundo, de alguna manera era un poco mentira. Llego a un país al que tenía idealizado y veo esas diferencias sociales, a mujeres que tenían que salir al mundo laboral como fuerza bruta”. Al regresar, “empiezo a pensar, a darme cuenta, a observar a mi comunidad pequeña con otros ojos, empiezo a ver que la mujer, al salir a trabajar, instaba a abandonar la estructura familiar. Sola, con dos hijos, tenía que delegar ese cuidado para trabajar. Era esa contradicción que creo que en algún momento de la vida como mujeres nos lo planteamos todas”. Entiende que “estamos en un momento de la historia en el que hay que replantearse ese movimiento feminista. Esas mujeres que pueden trabajar en la mina, que pueden ser albañil, pero que no están en los cuadros de poder”.
“Una mujer no tiene porqué ser un hombre. Yo no quiero ser un hombre. Nos engañaron en eso. Para ser mujer, no está mal que me guste tejer, que cuide a mi marido, que cuide a mi nieta, que cocine lo mejor, no estoy perdiendo nada. Realmente debería haber un movimiento de hombres para que fueran más femeninos. Pero nos engañaron. Ahí descubrí que mi trabajo, de alguna manera, estaba equivocado. Queríamos que fuéramos feministas, que fuéramos libres, para seguir cargando como burros”, reflexionó.
Regresó al año siguiente, cuando Ronald Reagan y Mijail Gorbachov firmaron el acuerdo de desmantelamiento de misiles. Y volvió a tener un quiebre. “En ese camino que para mi era como de esa militancia, empiezo a darme cuenta que no era verdad. Con el dolor de mi familia, con mi abuelo preso de guerra, republicano, con sentencia de muerte, me estaba equivocando”, confió.
Un poco decepcionada, viene a Mina Gerais, Brasil, con el Instituto Gemológico, donde “veo también ese otro mundo de mujeres que quieren trabajar pero que son esclavas, sacando piedras. Vuelvo y empiezo a ver a mi país como algo que no me gusta. Ya no podía estar en ese mundo de opulencia. Había otras realidades que las estaba viendo con mis ojos, que las tocaba, que las sentía”. Hace otro viaje a Brasil, al estado de Maranhão, con unos fotógrafos que reportaban a Ronaldhino que tenía una fundación y una escuela. Regresa a Camerún con un proyecto de Samuel Eto’o, un exfutbolista camerunés nacionalizado español, al que conoció por esa relación de tribu con Bris. “Él hace una donación de camas, colchonetas, a una de las cárceles de Yaundé. Vamos y descubro otra realidad. Veo las atrocidades que vivían los internos y decido que de alguna manera no iba a ser cómplice. No era mi camino. Vuelvo a España y decido venir a Brasil. Voy a Pipa, donde viví quince años, con la idea de buscar otros espacios”, comentó.
Buscando el lugar en el mundo
Elige ese lugar porque estando en Maranhão recibe un llamado de su hijo David, que hace capoeira, con la recomendación. Apenas arribó, se sintió a gusto porque era un pueblo pequeño con playas maravillosas y unas casitas, que empezaba crecer. Vendió lo que tenía en España y se radicó en el país vecino. También allí se afincó su hermano Clemente, proveniente de Lisboa, y su mamá, que había quedado viuda. “Pensaba poner una tiendita, comprar, viajar, hacer cestos, collares. En lo que parecía que sería el descanso del guerrero, monto una estructura de restaurante y tienda. Compro una fazenda y cultivamos. Después se viene mi hijo, y necesitaba una estructura familiar y económica más grande”, rememoró. Pero Pipa empieza a desarrollarse y “siento que estoy otra vez en toda esa vorágine de trabajo, reproduciendo eso de donde venía, eso que ya no quería. Pipa pasa a ser una cosa de turistas, empiezo a sentir esa falta de ese entorno de vida de verdad, eso que vas, que vienes, que tomas un café con amigos.
Pipa comienza a ser un sitio en el que solamente eres turista”, explicó. En ese momento de su vida aparece Luis Norberto Katzen, su esposo, argentino, de Bahía Blanca, al que conoce, por casualidad, una Navidad.
Dos años antes, “Concha” estuvo en Buenos Aires y la ciudad le pareció fascinante. “Se parecía a Madrid. Pensé, qué bien, es como ir a esa Europa, que cuando volvía ya no era mía, ya no la sentía”. Perdió el interés de viajar a España y se puso a recorrer Argentina. Mantenía la estructura en Pipa y cuando terminaba la temporada, atravesaban Brasil en coche e ingresaban a Misiones para seguir viaje al sur, donde residen las amistades de Luis. Ese era su contacto con la tierra colorada. Así, durante siete años. Un día entraron a Corpus Christi, donde su esposo había estado de joven. “Nos quedamos dos días y me pareció maravilloso.
Fuimos al sur y, de regreso, permanecimos cuatro días más porque me empezó a gustar. Al año siguiente volvimos y estuvimos más días. Empiezo a ver a esto como algo que yo ya lo había visto antes, de alguna manera es mi infancia.
Empezamos a abrir ese círculo de relaciones. Ya no era tanto el entorno, el paisaje, el decorado, que es apabullante, sino que empiezo a tratar la forma de vida del misionero”, manifestó. Se conocen con Gladis Ferragut y Néstor Markiewicz, y se frecuentan con la pareja. “Empiezo a sentir algo que se me había olvidado. Todos los domingos hacen esa comida de familia, que yo la hacía hasta los 18, que es cuando salí de casa, junto a sus hijos, nietos, amigos. Empiezo a sentir que era algo que lo tenía en la memoria, era esa cultura de mi madre, de mi abuela, que cuando volvían los hijos, nietos, mi madre le hacía a mi hijo esas croquetas porque le encantaban. Pero le hacía a mi sobrina, eso otro”, explicó.
En el segundo año, “cuando salí hacia ese mundo de oropel, de fiestas, de turismo, de Pipa, me detuve en la frontera de Bernardo de Irigoyen y le dije a Luis, yo no me quiero ir. No sé lo que me pasa. Era volver como si me dejara algo. Al año siguiente, nos quedamos más días”.
Un día le preguntó a Néstor si podían vivir en su chacra. Y la respuesta afirmativa, desinteresada, dio rienda suelta a esta nueva aventura. “Un día me levanto y le digo a Luis, escribe a Néstor y preguntale si es verdad o es una forma de decir. Porque era una oferta muy generosa para mi. Quería venir a quedarme unos días antes que empiece la temporada en Pipa para estar segura que realmente quería hacer esto.
El contestó, por supuesto, que se venga. En ese momento me di cuenta qué era lo que me estaba atrayendo, era donde yo fui feliz, donde no tenía miedo, en ese entorno familiar”, celebró la mujer. Ya establecidos, nació la idea de un pequeño restaurante en el que “no sólo vienes a comer, sino que sea ese sitio tranquilo en el que comes, que hablas, en el que la gente recuerda. Podrá ser para tres o cuatro personas, dos mesas, si viene alguien será maravilloso y si no viene nadie, comemos nosotros. Es que para mi cocinar es una pasión, algo básico, que me despertó un mundo nuevo”.
El propósito es que, de alguna manera, sea un referente en “ese desarrollar de Corpus que está dando pasos para el turismo, que la gente sea capaz de entender que esa persona que vendrá de Europa o de Nueva York, no quiere comerse una hamburguesa. Es que lo importante está en eso que sientes, en lo que te ponen en el plato, en la persona que te dio lo mejor que tenía”.
Para “Concha”, Misiones condensa todo el mundo que recorrió. “Desde la madurez digo que tiene un potencial del que su gente no es consciente. Conserva la naturaleza y comunidades que supieron guardar quienes son. Cada día que pasa me reafirma más esa idea”.
“Vine aquí porque de alguna manera esto es vivir. Corpus y Misiones no me dieron sólo este entorno maravilloso, que como bosques, los hay en todo el mundo. Aveces incorporamos tantas cosas en ese día a día y aquí es donde empiezo a tener tiempo para recordar: esos olores que remontan a mi abuela, que eso que soy es por mi madre o eso que aprendí inconscientemente en ese tiempo que había para educar en la casa”, admitió.
A cada paso, valora eso que lo da el tiempo, la calma del misionero. “Es lo que me hizo conciliarme, sentir algo que es donde yo fui feliz. Felicidad es lo que siento en Misiones. No es el decorado. Detrás hay un soporte emocional grande.
Es como que aquí la vida me dio la oportunidad de poder transmitir a mis nietos (Lily, Irene, Mateo y Candela) que por encima de todo, está lo humano. Es lo que vale en definitiva. Y lo digo como una persona que pasó por muchas cosas”, aseveró.