La mañana estiraba su manga de luz hacia los pantanos correntinos. Marcos Acuña corría hacia la escuela, con la mochila con el escudo de River Plate colgada sobre la espalda. Marcos tenía 9 años e iba a tercer grado. Su padre, Rosauro Ernesto Acuña, tenía tres hijos, dos guainas y un gurí, este último era su preferido y malcriado.
Rosauro trabajaba desde chico en la Estancia Luna Llena, de don Braulio Balbuena, acostumbraba vestir una boina vasca grande tejida a mano de color rojo, alpargatas negras, y polainas de lona.
Mientras que los días de fiesta o los domingos vestía bombacha amplia, camisa blanca, pañuelo corbatín, sombrero de paño de ala soplada, poncho al hombro y bota.
Rosauro se crió en los Esteros, era de pocas palabras y risa fácil, honrado y trabajador, buen tomador de vino y como buen mencho, excelente jinete integrante una agrupación tradicionalista que desfilaba en la fiestas patrias en el poblado.
El pueblo, quedaba a más de 30 kilómetros de su rancho y la escuela, a una legua de distancia. Sus hijas mayores estaban trabajando en la casa de don Braulio Balbuena, cuya mujer enferma necesitaba de compañía y cuidados.
Corría chiflando Marcos a la escuela cada mañana y se detenía a observar los nidos de los teros. Sabía como ellos actuaban, cantaban en un lado y ponían los huevos en otro espacio.
Pero Marcos había identificado bien el sitio, se acercó sigilosamente mientras las aves gritaban, dando círculos en vuelo entorno a él. El chico metió la mano entre las pajas del espartillo, sintió el dolor y pegó el grito para volver llorando a su casa. ¡Me picó una víbora! Me picó una víbora, repetía llorando.
La yarará descargó su veneno en dos pequeñas marquitas que rápidamente se tornaron azules con un hilillo de sangre en su mano izquierda. Cuando el niño llegó a su casa su mano se había hinchado considerablemente, manchas violáceas y ampollas con sangre aparecieron en seguida, al igual que la fiebre. La madre lo tomó en sus brazos, para recostarlo en un catre.
Llamaba poderosamente la atención cómo el veneno hacía sentir sus estragos en el pequeño, que ardía en fiebre y comenzaba a delirar. Rosauro montó su caballo que estaba ensillado desde el amanecer y se dirigió en raudo galope hacia la casa de su patrón para pedirle que llevara en su camioneta al chico hasta el médico, sabía que no podían perder tiempo y aplicarle al chico el suero antiofídico.
Un dolor tremendo le invadió el pecho cuando desde lejos divisó que la camioneta no estaba y tal cual dedujo enseguida ese día Braulio Balbuena, como todos los viernes iba al banco de la capital correntina a realizar sus depósitos y además a concretar algunos negocios en la ciudad de Corrientes. Tenía conocimiento que su patrón recién regresaría al anochecer.
Después de dejar un recado a la esposa del patrón sobre lo acontecido, el hombre volvió a pleno galope hasta su casa. El pequeño Marcos estaba cada vez peor.
El compadre Valdez ya le había lavado la herida con agua y le había aplicado un torniquete en la parte del brazo, previamente cortó en cruz la lesión, la quemó con la daga de su cuchillo que lo calentó en el fogón y chupó allí varias veces, escupiendo la sangre. Hacía todo esto, persignándose cada tanto y musitando oraciones en guaraní.
Mucha gente, vecinos todos ellos, se habían dado cita y estaban reunidos en torno al enfermo y otros bajo la enramada.
Anochecía en el paraje, la luna brotaba entre los altos eucaliptus con toda su plenitud. En el silencio sepulcral Rosauro Ernesto Acuña agudizó su oído. La emoción lo embargo y entró gritando al rancho. -¡”Vieja, viene el patrón- para agregar –envuelva al gurí en la frazada le llevamos al médico!.
Cargó al pequeño en sus brazos y salió corriendo hacia el espacio donde ya había estacionado la camioneta. Habían pasado más de diez horas desde el momento del trágico suceso.
El padre con la mano temblorosa acarició la mejilla de su hijo y notó la rigidez cadavérica. Acuña abrió el pecho y cayó de rodillas lanzando un sapucay, era un grito lastimero y prolongado, un sapucay que erizó la piel de sus vecinos, mientras que su eco se extendía por la noche, para perderse en el gigantismo de los campos.
El hombre de rodillas con el hijo en brazos y envuelto en una frazada comenzó a llorar a los gritos, para acostarse después en el patio de tierra, junto al niño muerto, revestidos los dos a medias por la frazada a cuadros.