El viento gélido del Oeste le lastimaba la cara. Estaba sumergido en una fosa totalmente mojado. Gustavo Zayas no sentía sus pies, envueltos con trapos y cubiertos por un borceguí dos números mayor del que utilizaba regularmente. Los tenía entumecidos.
Otros soldados le habían dado una manta que robaron del galpón de una casa deshabitada. En el pozo de zorro su misión era la de vigía. En frente, las planicies rocosas y sierras bajas características de las islas, del otro lado el mar, en la pequeña bahía donde le habían encomendado la guardia.
Todas las noticias que le brindaban los que hacían los relevos o traían comida eran desalentadoras y provocaban honda angustia y mucho temor. Había dejado su FAL y trataba de brindarse calor a sus manos, frotándolas con vigor.
Su unidad después de haber estado en el Monte Kent fue enviada a Darwin, donde fue protagonista de la Batalla de Pradera del Ganso y por último en este sitio, donde en aquel pozo, sabía que el final estaba próximo y solamente quería terminar con vida.
Y en esos momentos pensaba siempre en su Mercedes natal, en la provincia de Corrientes, en su madre y sus hermanas, y en su padre fallecido en una doma de caballos al ser despedido del animal, cuando destrozó su cráneo contra un poste.
Se le enternecía el corazón al evocar a Mónica, su guainita querida, que le entregó un rosario cuando subía al camión el día de la partida hacia un destino desconocido pero convocado por la Patria.
El espectáculo era realmente fantasmagórico, con estruendos ensordecedores producidos por la ofensiva británica, en todos los frentes, la presencia terrestre de sus soldados profesionales metía mucho miedo y el fuego naval y los ataques aéreos constituían una muestra evidente del poderío y la superioridad manifiesta en armas, naves y aviones.
Zayas, metido en el pozo, temblaba de frío y temor. Extenuado por los nervios, desvelos y tensiones, hecho trizas por tantas horas de guardia, con hambre y frío, sin quererlo se adormiló un segundo.
La figura familiar de su padre estaba ahí, mirándolo con ternura: -“¿Cómo está gurí?-, como acostumbraba hacerlo, le gritó – “vení, vamos hasta esas piedras donde está ese poste, te quiero mostrar algo”, -agregó su progenitor.
“Padre no puedo moverme de aquí, le dijo, estoy como centinela”. Cuando se despertó atinó a mirar al frente, por los resplandores del fuego enemigo pudo vislumbrar ese lugar, lo que en sueños le había comentado su difunto padre, que vestido con ropas gauchas se había hecho presente ante él. Apenas pudo levantarse y salir de la fosa.
Caminó unos cincuenta pasos, tambaleando, con sus piernas adormiladas por la posición incómoda y por el frío. Llegó al lugar recomendado por su progenitor. Entonces vio cómo una descarga de bombas aéreas caía sobre el lugar que había abandonado minutos antes. El estruendo era aterrador, todo había desaparecido en un segundo.
Se desplomó sobre las piedras y nunca supo cuánto tiempo estuvo así. Cuando despertó estaba en un galpón, sentado junto a otros camaradas, todos eran prisioneros. La guerra había terminado.
Cuando volvió a su pueblo, lo esperaban su mamá, Mónica, y Mabel y Rosa, sus hermanitas menores. Los bajaron cerca de la Escuela Nº 83, decidieron caminar hasta la Iglesia Nuestra Señora de Las Mercedes para rezar un poco.
Las luces de su ciudad natal marcaban cuatro sombras en la calle. Gustavo iba de la mano de su novia y abrazando a su madre. A ambos lados caminaban sus hermanas. En este pedazo de la Patria un acordeón sollozaba en un chamamé el dolor y la alegría de un regreso.