A Juan Alberto “Tito” Molina (72) le sucede que cuando comienza a contar sobre su vasta trayectoria musical, muchos dudan de sus narraciones. Es que, que un vecino posadeño se refiera a sus actuaciones con “Sandro y los de fuego”, Rubén Juárez, “Las 5 Guitarras Argentinas del Cholo Aguirre”, Ernesto Montiel, y tantas otras incursiones con bandoneón y guitarra, y se mueva por el barrio como si nada, es difícil de asimilar. Pero es así. Así fue toda su vida.
Agustín, su papá, tocaba el bandoneón y él, de curioso, aprendió a tocar la guitarra, allá en su Apóstoles natal. Como un amigo de su padre, el guitarrista paraguayo Cipriano Navarro, era luthier y había fabricado una guitarra “Tito” le preguntó si podía enseñarle a ejecutar el instrumento.
El hombre le respondió que no, porque era muy pequeño. Entonces, mirando cómo apretaba las cuerdas y cómo ponía las manos, con siete años logró su objetivo sin que nadie se diera cuenta. Don Molina, que era empleado del Banco Nación y tenía una orquesta de tango con tres bandoneones, supo la verdad y preguntó al niño si se animaba a tocar con ellos una o dos veces a la semana, siempre y cuando no fuera muy tarde en la noche.
Y así empezó a despuntar el vicio. “Él no quería que fuera músico porque creía que yo iba a ser musiquero. Quería que terminara la secundaria y vaya a Corrientes a estudiar, lo que fuera: Medicina, Abogacía o Escribanía, que por ese entonces funcionaba por separado. Pero cuando terminé el colegio, le dije que no iba a Corrientes. Si me voy, te voy a fallar. Me gusta la música, me voy a juntar con los muchachos y no voy a estudiar. No quiero ser un músico vago”, fue la explicación del joven, dejando en claro su pasión por la música. Fue cuando lo llevó a Buenos Aires a la casa de su tío, Aníbal Sánchez, y empezó a cursar el profesorado en el Instituto Superior de Música Gagliardi.
Corría el año 1965 cuando un amigo de la facultad que sabía que “Tito” tocaba bien la guitarra, le confió que había un hombre “que necesita músicos porque estaba formando una banda. Me dijo que se llamaba Roberto Sánchez y fuimos a verlo a su casa de La Boca. Al llegar nos encontramos con un muchacho petiso, que manifestó estar formando y probando músicos. Era Sandro”. Empezó a tocar con “Los de Fuego” por unos cuatro años, “hasta que aprendí a tocar bien el bandoneón y me fui abriendo del rock nacional”. En una oportunidad su tío lo llevó a la casa de una “gran” locutora nacional, Dorita Norbis, donde compartieron la cena con Leo Dan, Palito Ortega, Johnny Tedesco, Violeta Rivas, Néstor Fabián, Luis Aguilé, que habían formado el Club del Clan.
En la sobremesa, “Tito”, comenzó a tocar la guitarra y “creo que fui uno de los primeros que utilizó un elemento fuera de la mano para tocar pájaro campana. Pedí que me pasaran un vaso. Y vino Leo Dan, el santiagueñísimo, que celebró mi iniciativa y me propuso integrar el Club”. Estuvo un tiempo con ellos, hasta que una noche fue a tocar “de onda” al Círculo Santiagueño con Carlitos Pro y José Céspedes, dos muchachos de apóstoles, “guitarristas que vivían allá, andaban muy bien pero no eran profesionales -uno era técnico en heladeras y el otro cocinero-. Toqué el bandoneón, después la guitarra, y al terminar, nos sentamos a la mesa. Vino el Cholo Aguirre para saber quién era, con quién tocaba y sugirió que integrara su conjunto”.
A Aguirre le salió un contrato para ir a España e invitó a sus integrantes a acompañarlo. Si bien Molina tenía 20 años, le sugirió que regresara a Misiones y trajera una autorización escrita de su padre. “Vine y le dije a papá ¿sabes que nos vamos a España con el Cholo Aguirre? ¿Adónde?, me dice. A España, le contesto. No, me dice. ¿Vos le querés hacer sufrir a tu mamá (Celestina)? Es un viaje tan largo -en barco-”. Pero Molina padre sabía que si decía que no, su hijo se iría igual.
Entonces no tuvo mejor idea que hablar con Ramón Lezcano, un hijo del corazón, que era sargento primero de Gendarmería Nacional. “Mi hermanastro llegó a casa un domingo y dijo ‘Tito’ mañana vamos a Concepción de la Sierra y te incorporás a la fuerza. No, le dije, yo me voy a Buenos Aires. ¡No!, papá dijo que vos te vas conmigo”, se adelantó, a quien es jurado de la Fiesta Nacional del Chamamé, en Corrientes, y lo fue en el Festival Nacional de la Música del Litoral. Finalmente “me incorporé aunque sentí que me cortaron las manos. Adentro, me encuentro con un subalférez Luis Barrionuevo y el primer alférez Pradier, quienes cantaban y les gustaba la música. Con ellos formamos el conjunto “Los de la frontera” y anduvimos tocando por todo el país. Hasta que me accidenté, y me retiré de Gendarmería”, agregó el padre de Fernando, Mariela, Lorena y Claudio.
Fue ahí cuando volvió a Buenos Aires a terminar sus estudios. Se recibió de profesor de Música y de Licenciatura en Músico Terapia. También cursó técnicas y estudios especializados de bandoneón con el profesor Ángel Guardia, que era el primer bandoneón de Aníbal Troilo. Una vez cumplida la meta, viajó a Corrientes. Allí, en una chamameceada, se encontró con el comandante Cáceres Moniec que fue su jefe en Gendarmería, que iba a hacerse cargo de la Policía de la provincia vecina. Le ofreció formar parte del equipo y Molina aceptó. Mientras tanto, se relacionó con todos los musiqueros de la época como los hermanos Barrios, Miqueri, Almeida, hasta que fue trasladado a Santo Tomé, donde prestó servicios hasta 1977.
Formó el conjunto “Cuarteto juvenil del Litoral”, con cuyos integrantes trabajó “muy bien” hasta que dejó de pertenecer a la Policía y vino a Posadas. En la capital misionera residía un médico al que Molina le hizo un favor mientras se desempeñaba en Corrientes. “Le había hecho un pase porque viajaba a un congreso a Entre Ríos y se había olvidado los papeles del auto. Agradecido, me dijo, cuando vayas a Posadas, lo que necesites. Cuando vine lo fui a ver y como también soy técnico en hormigón armado, me puso de encargado de una planta. Sin ir mas lejos, las lozas de los barrios de Villa Cabello fueron supervisadas por mí”. Después lo ayudó a ingresar a la Municipalidad de Posadas, cuando estaba de intendente (Ernesto Federico) Marosek. Al ver que tenía antecedentes militares, el jefe comunal lo convocó para formar la Policía Municipal de Tránsito. Con ese fin, “traje a gente de la Garita porque allá ganaban siete millones de pesos y él nos ofreció 16 millones, y empezamos a trabajar como agentes de tránsito”. Después de sufrir un accidente de tránsito y permanecer internado por varios meses, regresó al trabajo pero a cumplir funciones en la Dirección de Cultura.
Ya en ese entonces, “nos reunimos con el intendente (Carlos) Rovira e Isaac Sevi. A este último le sugerí juntar a todos los músicos y conformar una orquesta. Después de redactar el proyecto, nos reunió a Roberto Réttori y a Mario Quintana. Fui el primer director de la orquesta folclórica municipal”, recordó. Más adelante se hizo cargo de los talleres de música que se dictaban en el Paseo La Terminal, donde se dictaba teoría y solfeo, guitarra, acordeón, violín, bajo eléctrico, teclado, instrumentos de viento y bandoneón.
En 1980 el dúo Morel-González necesitaba músicos y tocó con ellos por el lapso de cinco años. Luego y a pedido de Heriberto “Beto” Alegre, se sumó al “Cuarteto Corrientes”, donde tocaba Salvador Sena, uno de los grandes acordeonistas correntinos. Regresó a Posadas y conformó el “Trío Reminiscencias”, con Carlos Lotero y Juan Rivero. Más tarde, llegó el turno del grupo “Cruz del Sur”, con Rafael Villalba y Luisito Godoy.
El grupo con el que sube a los escenarios actualmente se conforma con “Monchi” Lima; su hermano Ramón “Cacho”, en el bajo -integró por muchos años Los 4 Ases-; su hermano Agustín “Pilo”, en percusión -iniciador de Batería, Batería Legal y Batería Nota 10- y Ezequiel Garrido o “Nene” Ciccioli.
Anécdota para olvidar
Para graficar la ajetreada vida del músico, contó que una tarde tomaba mate con su entonces esposa cuando comenzaron a hablar de la cena. Surgió la idea de cocinar churrascos, por lo que Molina se puso una campera y fue a la carnicería que quedaba a dos cuadras. Cuando salía del comercio, se tropieza con Carlos González, del Dúo Morel-González que le dice que iba a hacia su casa porque “tenemos que ir a tocar a Iguazú. Le pedí para ir hasta mi domicilio y me contestó que no, que no había tiempo, que después su señora se encargaría de contar a la mía que habíamos viajado”. Puso la carne en el bolsillo de la campera y salieron. En Iguazú tocaron el viernes, sábado, domingo y lunes y volvieron el martes. En el viaje de regreso, todos referían al olor feo que había en el móvil. Incluso “pensamos que había pisado algún animal. Paramos, miramos y nada. Subimos y seguimos viaje. Seguía el olor y abrimos la ventanilla a pesar del frío. Nunca me acordé de la carne.
Al trasponer el umbral de casa, llegaron los reproches. Y cuando la patrona me iba a dar un beso, se retiró por el olor y me alejó. Meto la mano y saco la bolsita. Tuve que tirar la campera de gamuza con corderito que había comprado hacía quince días”.
(Nota publicada originalmente el 1 de septiembre de 2019)