Son las nueve de la mañana y algunos de los presos más violentos y sanguinarios de El Salvador cantan, alaban e invocan estruendosamente a Cristo mientras leen la Biblia en el patio de la cárcel.
El calor de la uralita convierte el lugar en un segundo infierno. Cientos de hombres, tatuados hasta las cejas, éstas incluidas, llevan así dos horas. Sin parar.
Están entregados a Cristo y lo demuestran con saltos, llantos, golpes de pecho, invocaciones al cielo y música, mucha música. Al menos cinco trompetas, dos guitarras, tres panderetas y una batería para celebrar a Jehová. Unas veces al amanecer; otras, durante toda la noche.
Es lunes, 28 de enero, y en el patio del centro penitenciario San Francisco Gotera, en el departamento salvadoreño de Morazán, emerge un poderoso rugido masculino que entona versículos de los Corintios. “Me gozaré, me gozaré, me gozaré, Jehová se ha llevado todo mi dolor porque me ha hecho libre…”.
El pastor evangélico que toma la palabra tiene un enorme 18 tatuado en la cara. Es un símbolo de la pandilla a la que, en otro tiempo, juró lealtad eterna. Tiene otro más en la nuca. Estos son los que se aprecian a simple vista en un lienzo que incluye una decena de números, calaveras, frases y demonios que recuerdan su pasado. Frente a él hay más de 1.600 pandilleros, en una cárcel diseñada para 200, condenados por crímenes que incluyen asesinatos, extorsión o violación.
El ejército de jóvenes entregados a Cristo escucha y muestra sin pudor los tatuajes y las heridas de una guerra que los capturó desde la infancia entre la Mara Salvatrucha (MS-13), 18-Sureños y 18-Revolucionarios.
A un lado del altar hay un joven con un balazo en la cara, dos filas más atrás otro sin oreja y a la derecha otro con la mano cercenada, que eleva el muñón al cielo con los ojos cerrados. En una de las primeras filas, Óscar Vladimir Martínez, palabrero de la 18 y con seis balazos en el abdomen, canta entusiasmado. La última bala la recibió cuando la policía ya lo había detenido y estaba esposado en el suelo.
En un país de menos de siete millones de habitantes, las pandillas forman un ejército de 64.000 hombres que siembran el terror en los barrios y colonias donde ejercen un implacable control del territorio. Con más de 50 homicidios por cada 100.000 habitantes, el país centroamericano es el segundo más violento de América Latina después de Venezuela, según InSight Crime, una organización que estudia la violencia en la región más peligrosa del mundo. En las prisiones de El Salvador hay 42.000 presos en cárceles como la de Gotera donde el hacinamiento supera el 800%, según cifras oficiales.
La tranquilidad llegó a esta prisión gracias a la Biblia y a los pastores, que han conseguido varios milagros: no hay violencia, todo está perfectamente limpio y ordenado a pesar de la masificación, los presos se tratan con respeto. Y se ha logrado algo que parecía impensable antes de caer del caballo de la conversión: conviven, en el mismo lugar, pandillas diferentes. Algo que dentro se ve con cierta normalidad, pero no fuera.
“Me di cuenta de que estaba matando y defendiendo calles que no eran mías, sino de Cristo”, dice Jorge Stanley, de 27 años, condenado a 97 años de cárcel por “homicidios, extorsión, robo con violencia…”, enumera con una Biblia en la mano este antiguo miembro de la 18.
“Aunque estamos presos nos sentimos libres porque una vez que Dios abre tu corazón ya no hay marcha atrás”, añade junto a él Daniel Méndez, de la Salvatrucha.
La llegada de Cristo a la prisión comenzó en abril de 2015 cuando la cárcel fue destinada exclusivamente a miembros de la facción Revolucionarios, del Barrio 18. Un grupo comenzó a rezar y a pasar cada vez más horas frente a la Biblia. Primero fueron unos pocos, quienes guiados por un pastor tan tatuado como ellos eligieron entregarse al Evangelio. Esos pocos convencieron a otros y estos a otros más y, tres años después, el penal entero es de “ovejas”, como les gusta llamarse.
Al sector 5 de la prisión de San Francisco Gotera se llega serpenteando entre los pasillos. El sector es una grandilocuente palabra para describir un pequeño patio y una habitación de seis pasos de largo y cuatro de ancho donde duermen cada día 107 personas. Unos lo hacen en literas, pero otros tantos en hamacas que cuelgan de pared a pared entrecruzándose a tres metros de altura.
A pesar del reducido espacio, los muros desconchados y la presencia de los guardias que pasean encapuchados entre ellos, los reos lucen aseados y la ropa está perfectamente doblada junto a los catres. Aquí se cumple un riguroso código de conducta impuesto por los propios pandilleros que incluye castigos como el ayuno o jornadas enteras leyendo la Biblia junto a una pared.
El experimento religioso termina en estas cuatro paredes. Al cumplir su condena solo Nelson Moz, un pastor de 52 años de aspecto bonachón de la iglesia Ben-Ezer, les esperará para acogerlos. En su iglesia de la colonia Dina de San Salvador levanta, sin un centavo, una panadería con la que puedan ganarse la vida.
El sótano de esta iglesia esconde, como apestados, a quienes ya han cumplido con la ley pero cuyo rostro tatuado es incompatible con la sociedad. Quizá por ello, el encuentro de Jesús con un grupo de leprosos despreciados por todos es el salmo más leído.