El último silbido de un barco a vapor resonó en algún muelle de la península Ibérica anunciando que la proa ya estaba puesta mirando al Atlántico. Tres meses después el mismo barco tocaba las costas de Brasil, trayendo a Eulalio Ortega y a Dolores Díaz. Malagueña ella, de Ciudad Real él. Se habían conocido en la travesía, que como fue tan larga, les dio tiempo para trabar una relación. Ya instalados en el sur de Brasil, no se sentían a gusto, y decidieron escuchar las recomendaciones que su amigo Pancho Queiróz les hacía para que se vinieran a estas tierras. Primero desembarcaron en San Antonio, donde don Pancho estaba instalado, y después se dirigieron a la Ciudad de las Cataratas. Angelina llegó con ellos. Tenía unos 6 años.
Aquí no había caminos y la única ruta era el río. Ella cree que fue el año 1943 que vino al incipiente pueblo. Su padre construyó una casa de madera muy grande en la que cobijó a sus doce hijos, a su esposa y a sus suegros. Unas 16 personas se instalaron en la vivienda que estaba ubicada en el camino al puerto, un poco más abajo de donde actualmente está la Escuela Parroquial.
Los ojos de Angelina, que nunca habían visto un barco, se asombraron al percibir que lo que ella pensaba que era una casa que podía flotar en el agua. Fue así como dejó la orilla de Foz de Iguazú para cruzar el río y llegar a un pueblito que tenía el edificio de la intendencia de Parques Nacionales, la policía (por entonces Gendarmería) y tres o cuatro casas más.
Don Eulalio puso un almacén de ramos generales que, como no podía ser de otra forma, todo el mundo conocía como “lo de Ortega”. La casa era grande, así se instaló la familia y el negocio todo junto. Ya los veía a sus hermanos, todos muchachos jóvenes, cargando desde el puerto bolsas de hasta 70 kilos con comestibles, quesos, fiambres, ropa, carnes y otros enseres. El negocio comenzó a andar bien hasta que subió Perón, que para Angelina fue como un pájaro de mal agüero que le vaticinó esa y otras atrocidades.
Angelina cursaba en la Escuela “Mariano Moreno”, pero cuando todavía no había terminado el quinto grado, con trece años, su papá la sacó del establecimiento para ponerla a trabajar en el almacén. Todavía recuerda a la señorita Aurelia Penón y a Sergio Nelio Ortíz, sus maestros.
Sin saberlo trabajó en lo que probablemente haya sido la primera casa de cambios de Puerto Iguazú, ya que algunos clientes que venían de Paraguay o Brasil le pagaban con monedas de esos países.
La máquina registradora no paraba de hacer tiki-tiki y así fueron cimentando su prosperidad. Don Eulalio tenía como contador a un paraguayo, que parece que “no se portó muy bien”, por lo que comenzó la búsqueda de un nuevo profesional.
Un día tomó el barco, fue a Posadas y allí conoció a un jovencito de 16 años que lo acompañaría toda la vida. Se llamaba Domingo Rubén Balatorre y a pesar de su corta edad, ya trabajaba como tenedor de libros. Balatorre se hospedó en la casa de los Ortega. Con el tiempo llegaron Basilio Ramos y los Rolón, y de a poco se fue instalando más gente en la zona. Puerto Iguazú era como una familia grande. Los cumpleaños los festejaban entre todos y casi todos los domingos llenaban las cajas de las chatas y se iban a comer asado a cataratas, a veces hasta con alguna orquesta que amenizaba la jornada.
Económicamente les iba muy bien y por eso todos los recuerdos que tiene Angelina de aquella época son buenos. La selva era el paisaje que más abundaba. El pueblo fue creciendo, Balatorre se fue transformando en un integrante más de la familia y de a poco le fue “echando el ojo” a Angelina que todavía era una niña, cuando se iba para la escuela le decía “chau gordita linda”. Ella se enojaba porque era una criatura. Se ofendía y no le contestaba. Pero al volver al negocio y retomar sus ocupaciones de cajera, al finalizar la jornada le tenía que rendir la caja a él, así que era casi inevitable que se vieran todo el tiempo.
Cuando su madre notó cómo la miraba, le dijo que tuviera cuidado, allí fue cuando ella abrió también sus ojos y con el tiempo su corazón. Comenzaron a ir al baile y al cine, siempre en compañía de su madre, claro. Angelina recuerda las noches en el Faro Bar, una pista de baile que era un patio de baldosas, sin techo, con frío, neblina, nada les impedía pasarla bien, mientras se sucedían las orquestas de músicos locales. Balatorre era un hombre delgado, apuesto y -según recuerda mientras mira un fotografía ajada por el tiempo- educadísimo.
En 1973 se presentó como candidato a intendente por la UCR y ganó. En 1976 vino la dictadura y se tuvo que ir para Posadas. Según Angelina, su esposo “fue muy perseguido por los peronistas, por ser él muy radical. Era de terror… le obligaron a mi papá que lo echara, amenazándolo con que le iba a cerrar el negocio y entonces mi papá lo mandó a una chacra que tenía en Colonia Delicia.
Hasta hoy no encontré una persona tan honesta como él”, dice y suspira con la mirada perdida en el túnel de sus recuerdos.
Cuando la dictadura “lo bajó” Balatorre se deprimió, le dio como una especie de “bajón”. Fue ahí cuando el depuesto intendente decidió irse un tiempo a Posadas. Pero Angelina no podía bajar los brazos, así que le dio su tiempo a su marido y, para apechugar la situación, empezó a alquilar las habitaciones de su propia casa para solventar a la familia. “Ese dinero era poco, pero yo conseguí mandar a mis hijos a estudiar a Posadas. Mi hija, Rosaura, es bioquímica, y Domingo Antonio, al que todos conocían como “Mingo”, se recibió de contador. Rubén Alberto, el mayor, no terminó los estudios porque tuvo que ir al Ejército, pero es muy bueno y muy trabajador”, señala.
Angelina recuerda que su hermano, Laurindo Ortega, está con 83 años y vive en Foz. Y también dice que su otro hermano, Antonio Ortega, fue uno de los más importantes pioneros en el tema del turismo y casa de cambios. “Medio Puerto Iguazú era de él”, añade con una sonrisa sin jactancia. Y a pesar de no haber terminado la primaria, esta mujer que habla y se expresa de manera desenvuelta, dice que eso es porque leyó mucho, por los viajes a Europa y, sobre todo, porque su marido también le enseñó.