La liturgia de este domingo nos introduce en el tema del perdón, que procede del amor y se convierte en su mejor expresión. La primera lectura (Ecl. 27, 30) nos habla del deber del perdón: “Perdona las ofensas a tu prójimo y se te perdonarán tus pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede guardar rencor, un hombre a otro y pedir la salvación al Señor? Este hombre no tiene compasión de su semejante ¿y pide perdón de sus pecados?” (Ib 28, 2-4). Si el Antiguo Testamento -que es simple reflejo del Nuevo- pide tanto, ¿cuánto más pedirá el Señor en el Nuevo Testamento a quien lo sigue? Jesús que en la cruz, muriendo, imploró perdón para sus verdugos, extiende la ley del perdón a todos los hombres y frente a cualquier ofensa, pues Jesús con su sangre hermanó a todos los hombres, salvándolos de sus pecados. Pedro habiendo escuchado al Señor sobre el mandamiento del amor, le consulta sobre el perdón. Le pregunta si debe perdonar al hermano que peca contra él hasta siete veces y el Señor le responde: “no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt. 18,21). Esta expresión oriental significa “siempre”. Recordemos en el Gén. 4,24 a Lamek que se jacta de vengarse de las ofensas “setenta veces siete”. Si la maldad puede ser inmensamente grande, cuanto más grande puede ser el amor instaurado por el Señor. Jesús nos enseña que el mal debe ser vencido por el bien infinito que se manifiesta en el perdón de las ofensas. Jesús mismo en el Evangelio pone en contraste, en la parábola del “siervo despiadado”, el perdón de la inmensa deuda -diez mil talentos- perdonada por la bondad del amo que está dispuesto a perdonar y por otro lado la tremenda dureza del corazón del siervo que no perdona a su deudor por una suma pequeña de cien denarios echándolo a la cárcel. Más allá de si la suma es pequeña o grande, intuimos que Jesús quiere dar a conocer la infinita misericordia de Dios, que ante el arrepentimiento y la súplica del pecador, cancela y perdona la más grave deuda del pecador. Y nos muestra cómo este servidor ya perdonado es incapaz de perdonar una pequeña ofensa, a la vez que nos hace caer en la cuenta que para ser perdonado es necesario perdonar al prójimo. Jesús se mostrará siempre como el Señor del perdón y la misericordia y a su semejanza debemos obrar, porque a quien no perdona y condena “lo mismo hará con vosotros mi Padre del Cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano” (Mt.18, 35), concluye la parábola. El perdón es propio de la gran misericordia de Dios y que nosotros con la ayuda de su gracia debemos imitar, pero también es verdad que para ver en Dios su gran misericordia debemos reconocernos pecadores, sentir la necesidad de ser perdonados, mirar en nuestro interior y ver que nuestras culpas son mayores a las de nuestro prójimo, sentir la necesidad de Dios y abandonarnos a su infinita misericordia, tener un abandono filial a Dios que es misericordia infinita. Tengamos presente y hagamos nuestra la oración que San Agustín formula en el libro de las Confesiones: “¡Señor ten misericordia de mí, mira que no oculto mis llagas. Tú eres el médico, yo soy el enfermo. Tú eres misericordioso, yo estoy lleno de miseria (…). Toda mi esperanza está puesta únicamente en tu gran misericordia” (Conf. X). El perdón es una verdad que nunca meditamos ni vivimos lo suficiente. Cuántas veces vemos y condenamos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el propio y no abrimos el propio corazón a Dios, para que Él no deje anidar el resentimiento contra el hermano. Rezamos cada día el Padre Nuestro y decimos las palabras que el mismo Jesús nos enseñó: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Dejemos entrar en nuestros corazones la gracia de Dios y ella nos conducirá a practicar el misterio del perdón y a experimentar el descanso en la misericordia de Dios frente a nuestros pecados y ofensas. Que la Virgen Madre nos ayude a abrir nuestros corazones a Jesús Misericordioso.
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