La liturgia de este domingo nos sitúa espiritualmente en el contexto de la última cena y del discurso de despedida del Señor y en el vínculo de amor que debe distinguir a sus seguidores y que debe manifestarse desde la Ascensión a los cielos hasta el momento en que la Iglesia misma sea elevada al cielo, a la gloria con Él.Al anunciar su partida de este mundo, Jesús les promete otro modo de presencia: una presencia espiritual, una presencia interior que estará en el corazón de cuantos le amen. “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada” (Jn. 14,23). Jesús ya no habitará entre los hombres, sino que pondrá su morada en lo íntimo del corazón. Pero no solamente Él, sino también su Padre y el Espíritu Santo, a los cuales está inseparablemente unido. Esta es la inhabitación de la Trinidad, este es el don supremo que Cristo nos mereció con el misterio de su Pascua y que Él ofrece a quien corresponde a su amor, escuchando y cumpliendo fielmente su palabra. Es la presencia maravillosa en el alma del hombre, que lo ilumina en su camino y lo impulsa a vivir según el amor de Jesucristo con todas sus consecuencias.Jesús promete esta presencia a los Apóstoles de un modo explícito: “el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y les traerá a la memoria todo lo que yo les he dicho” (Jn. 14,26). Él es quien nos conduce interiormente y nos lleva a la comprensión viva, íntima y experiencial de las verdades anunciadas por Jesús, especialmente las del misterio de la inhabitación de la Trinidad en el corazón de los creyentes.El Espíritu Santo ilumina la mente y el corazón del hombre en la interpretación genuina de la Escritura y en la inteligencia del plan divino para la salvación universal. Asimismo Él guiará siempre a la Iglesia en el cumplimiento fiel de su misión, aun con sus limitaciones e imperfecciones.Los Apóstoles tenían perfecta conciencia de esta acción del Espíritu Santo en la iglesia primitiva cuando decían: “nos ha parecido a nosotros y al Espíritu Santo” (Hech. 15,28). Es con esta convicción que resolvieron las controversias acerca de las obligaciones que debían imponer a los cristianos venidos del paganismo. Las controversias y las discusiones son cosa común en la Iglesia, pero cuando la solución se busca y se toma en docilidad y dependencia del Espíritu Santo, por quien tiene el oficio de interpretar la voluntad divina, todo se resuelve para el bien común de los miembros de la Iglesia y en la paz de Cristo. La paz es precisamente el don que Jesús ha dejado a sus discípulos después de haberles asegurado la presencia de la Trinidad en sus corazones y la asistencia del Espíritu Santo.“La paz os dejo, la paz os doy, pero no como la da el mundo” (Jn. 14,27). Es la paz que se funda cuando hay buenas relaciones con Dios, cuando se observa fielmente su palabra, cuando se está en comunión íntima con Él. Es la paz de quien se deja guiar por el Espíritu Santo y obra a la luz de su inspiración.Sin embargo esta paz de Dios no libra de los sufrimientos de este mundo, pero infunde el ánimo necesario para afrontar la lucha cuando es necesaria para mantenerse fieles a Dios. Es la paz que será completa y sin turbación en la Jerusalén Celestial, donde Cristo, “el Cordero”, será la lámpara que iluminará todo (Ap. 21,23) y la alegría que regocijará para siempre los corazones de los elegidos.En la Sagrada Escritura y en el proyecto de los cristianos la paz no es la simple ausencia de armas, sino que involucra a todas las dimensiones de la vida humana y se convierte en un compromiso permanente para los seguidores de Jesús, hasta que Él vuelva.Que María, Reina de la Paz, nos haga fieles a la Palabra del señor y nos lleve a saborear la paz de Cristo.
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