El Gobierno celebra el orden interno, la Bolsa acompaña y el Congreso reconfigura su mapa de poder. Pero debajo de esa superficie prolija y disciplinada se mantiene intacta una tensión más profunda: la que existe entre la estabilidad macroeconómica, la arquitectura institucional y la vida cotidiana de millones de argentinos que siguen corriendo detrás de los precios.
Argentina es, sobre todo, una suma de realidades territoriales que muchas veces discurren por carriles muy distintos al de los discursos oficiales. Y en provincias como Misiones, esa distancia entre la macroeconomía y la microeconomía cotidiana se siente con una fuerza creciente.
El nuevo mapa legislativo es una fotografía precisa de ese momento. La Libertad Avanza logró convertirse en la primera minoría en Diputados con 95 bancas, apenas dos más que Unión por la Patria, que retuvo 93. La diferencia es mínima en términos prácticos, pero gigantesca en términos políticos. En el sistema de distribución de comisiones, prácticamente empatan. En el sistema de poder, uno gana y el otro pierde. Y en política, ese detalle no es menor.
El resto del Congreso quedó disperso en un archipiélago de interbloques que buscan ganar peso específico: Provincias Unidas, el PRO, la UCR reducida, una Coalición Cívica en retirada. Todos suman, pero ninguno define. Todos negocian, pero ninguno impone. Y ese cuarto de la Cámara -ese 25% que no pertenece ni a LLA ni a UP- es ahora el territorio donde se jugará la verdadera rosca del poder. Cada ley, cada dictamen, cada proyecto clave dependerá de ese enjambre de voluntades cruzadas.
Desde el punto de vista del Gobierno, el escenario es claro: hoy tiene fortaleza simbólica, orden interno y un adversario principal debilitado. Pero también enfrenta un límite estructural: para gobernar a través de leyes, necesita sumar más de treinta votos que no le pertenecen.
Ese desafío explica, en buena medida, la segunda decisión del presidente Javier Milei: ordenar -de una vez y sin matices- la estrategia legislativa. El desorden interno fue uno de los costos políticos más caros del primer tramo de la gestión. Voces que se superponían, negociadores que se pisaban, gobernadores que jugaban sus propias cartas, diputados que desconfiaban de los enviados del Ejecutivo.
Hoy, el esquema es casi militar: Manuel Adorni y Diego Santilli concentran el vínculo con las provincias; Martín Menem y Patricia Bullrich articulan con el Congreso. Pocos nombres, pocas mesas… pocas filtraciones. En Balcarce 50 repiten una consigna que suena a autocrítica y advertencia al mismo tiempo: “Si hay desorden arriba, el Congreso se convierte en un infierno”.
El oficialismo decidió, entonces, disciplinarse hacia adentro para poder negociar hacia afuera. Porque lo que viene no es menor: reformas de segunda generación, transformaciones estructurales, discusión de subsidios, flexibilización laboral, simplificación tributaria, cierre del ciclo del Estado como gran administrador. Todo eso exige votos. Y los votos, en Argentina, no se consiguen solo con convicciones: se consiguen con poder, recursos y acuerdos.
Mientras tanto, lejos de los pasillos alfombrados del Congreso y las oficinas climatizadas de la Casa Rosada, la economía real dibuja otra película. Menos épica, más áspera.
Según el último informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, el 47% de la población vive bajo estrés económico, es decir, no puede cubrir con comodidad ni siquiera sus necesidades básicas. Dicho de otro modo, casi la mitad de los argentinos vive con la sensación permanente de que cualquier imprevisto puede empujarlo al abismo.
En los sectores más bajos, la cifra es demoledora: siete de cada diez hogares sienten esa presión constante. Pero la novedad es que el fenómeno ya atravesó la frontera de la pobreza clásica y se metió de lleno en la clase media: tres de cada diez hogares medios también viven con estrés económico. No son pobres en términos estadísticos, pero viven como si lo fueran en términos de certidumbre.
Los salarios reales siguen estancados en niveles que evocan otra Argentina. La capacidad de ahorro es una rareza: apenas entre el 8% y el 16% de la población puede guardar algo de dinero. El 83% vive al día, sin colchón, sin red… sin resto.
Esa radiografía social tiene su traducción concreta en las provincias. En Misiones, por ejemplo, el ajuste nacional se percibe en cada surtidor. Los combustibles aumentan semana tras semana bajo el sistema de “microprecios dinámicos” de YPF, sin aviso, sin previsibilidad, sin explicación clara. En algunos casos, los incrementos rozaron los cien pesos por litro de una semana a la otra.
“El sector está totalmente desorientado”, admiten desde las estaciones de servicio. Y los usuarios también. El resultado es palpable: el consumo cayó más del 10% interanual en octubre, por encima del promedio nacional. El gasoil común se desplomó más del 15%, afectando de lleno al transporte, la producción y el comercio. No es solo un dato económico: es un síntoma de un freno generalizado de la actividad.
A ese escenario se suma ahora otro frente sensible: la energía. Desde enero de 2026 desaparecerán las categorías N1, N2 y N3 para dar paso a un sistema binario de hogares subsidiados y no subsidiados. La medida, presentada como un gesto de “sinceramiento”, impactará especialmente en Misiones, donde el consumo eléctrico crece por razones climáticas.
El recorte es doble: se reduce el porcentaje de subsidio y también el bloque de consumo bonificado. Y hay un dato clave: marzo fue considerado “mes templado” por la Nación, lo que achica más el consumo subsidiado en una provincia donde el calor extremo dura más. En los hechos, miles de hogares misioneros quedarán pagando tarifas plenas en uno de los momentos de mayor demanda.
En paralelo, la discusión sobre la pobreza incorporó un dato incómodo: buena parte de la mejora en los indicadores oficiales obedece a cambios metodológicos en la forma de medir los ingresos. Traducido: hay alivio, pero las cifras lo exageran. Si se actualizara la canasta básica al patrón de consumo actual, la pobreza sería más alta. Y si se quitaran las transferencias sociales, treparía al 42%.
El propio Observatorio de la Deuda Social advierte que el piso estructural de pobreza -en torno al 30%– no se romperá en el corto plazo. La transición económica es profunda y deja heridos en el camino: industrias que no sobreviven, empleos que se transforman, sectores que quedan desfasados.
Mientras tanto, el Gobierno nacional sostiene su cruzada por el superávit fiscal. Una “guerra santa” contra el déficit que, en el territorio, se traduce en facturas más altas, combustibles más caros y un consumo cada vez más selectivo. Frente a ese cuadro, Misiones intenta amortiguar con herramientas propias.
En estas semanas, la Provincia decidió sostener el boleto estudiantil gratuito hasta el cierre del ciclo lectivo, y anunció una nueva edición del Ahora Fiestas, con reintegros de hasta el 25% y cuotas sin interés.
También la economía regional atraviesa su propia crisis. El decreto nacional que vació de funciones al Instituto Nacional de la Yerba Mate profundizó la sensación de desprotección de los pequeños productores. Como respuesta, la Provincia avanzó con el pago del programa Intercosecha para más de 6.400 tareferos.
Y como si todo eso fuera poco, el precio de los alimentos vuelve a presionar. La carne aumentó casi 30% desde septiembre en la hacienda y ese reacomodamiento ya se trasladó al mostrador.
Así conviven hoy dos relatos. El de arriba, donde se celebra el orden político, la “estacionalidad” inflacionaria y la “normalización” macroeconómica. Y el de abajo, donde el combustible sube sin aviso, la luz consume más ingreso, la yerba pierde protección, la carne se encarece y el salario sigue sin recuperar terreno.
El mayor desafío del Gobierno no es disciplinar a su tropa ni ordenar el Congreso. Sigue siendo lograr que esa estabilidad macroeconómica se transforme en una mejora palpable en la vida cotidiana. Porque la paciencia social no se mide en puntos del riesgo país. Se mide en el changuito, en la boleta de luz y en el tanque del auto. Y ahí, por ahora, el alivio todavía no llega.





