Diez años atrás, en octubre de 2015, la Legislatura de Misiones aprobó por unanimidad la ley que instituyó el Boleto Estudiantil Misionero (Ley VI-189). Aquella sesión coronó una década de reclamos, asambleas y marchas impulsadas por centros de estudiantes y organizaciones juveniles que pusieron el tema en agenda pública: si la educación es un derecho, el transporte para acceder a ella no podía ser un privilegio. La norma garantizó el traslado gratuito para alumnos de todos los niveles —desde el inicial hasta el universitario— en todo el territorio provincial.
La crónica legislativa de ese día fue contundente: 37 diputados presentes, todos a favor. La decisión, destacaron entonces, “reivindicó al estudiantado misionero” que había sostenido movilizaciones, cortes de calle y asambleas a lo largo de 2015, y buscó combatir la deserción escolar por motivos económicos.
En la previa, el debate recogía el espíritu del Parlamento Estudiantil y del movimiento juvenil: “El boleto admite la reivindicación de los estudiantes: es un beneficio para promover la educación y asegurar el acceso”, señalaba por entonces el presidente de la Cámara de Representantes, Carlos Rovira.
La ley fue reglamentada en febrero de 2016 por el Decreto 105/16, que fijó criterios operativos: condición de alumno regular, vigencia durante el ciclo lectivo, y un esquema de uso diferenciado por niveles educativos. Desde entonces, el Estado provincial administra el beneficio a través del Boleto Estatal Estudiantil Misionero (BEEGM).
Con el correr de los años, el alcance creció de manera sostenida: a siete años de la sanción, se contabilizaban cerca de 284 mil inscriptos; para el ciclo 2025, la Provincia ratificó la continuidad del programa con fondos propios para más de 320 mil estudiantes.
Detrás de los números hay historias familiares. El Boleto alivió el presupuesto mensual de hogares que hasta 2015 afrontaban varios pasajes diarios por estudiante. En tiempos de inflación y recesión, el sostenimiento del beneficio se volvió un dique de contención social y educativa, clave para que miles de chicos y chicas lleguen a la escuela, al instituto terciario o a la universidad. No es un dato menor: cada receso escolar recuerda que la gratuidad rige durante el ciclo con actividad áulica y no en vacaciones, según la reglamentación vigente.
La génesis del Boleto en Misiones se explica también por la persistencia del movimiento estudiantil. En 2013 y 2014, consignas como “si la educación es un derecho, el boleto también” unificaron campañas y asambleas; el Parlamento Estudiantil —hoy convertido en usina de iniciativas— suele mencionarse como semillero de esa transformación en política pública. “El BEEGM, promulgado en octubre de 2015, es el ejemplo más trascendente”, recuerdan crónicas recientes sobre la participación juvenil.
A diez años, el balance combina logros y deudas operativas. Hubo reclamos puntuales por demoras o malas prácticas de algunas empresas —que derivaron en intervenciones de control—, prueba de que toda política amplia requiere monitoreo constante para que el derecho sea efectivo en cada localidad.
Pero el piso conquistado se mantuvo incluso en contextos de severa restricción fiscal, algo que autoridades provinciales remarcaron al confirmar cada inicio de ciclo la continuidad del programa.
Mirando hacia adelante, el desafío es consolidar estándares de calidad y accesibilidad: frecuencias suficientes, cobertura interurbana robusta y tramitaciones ágiles que contemplen realidades diversas (rurales, periurbanas, estudiantes que trabajan). La experiencia misionera demostró que un diseño legal claro —beneficiarios, controles, calendario—, sostenido por financiamiento provincial, puede traducirse en un impacto tangible sobre el derecho a la educación. La antología de estos diez años no se mide solo en boletos validados: se mide en clases a las que se llegó a tiempo, en finales rendidos, en trayectorias que no se cortaron por falta de plata para el colectivo. Y en un consenso social que, desde 2015, no volvió a romperse.





