En los pasillos de nuestras escuelas y universidades, en las mesas familiares y hasta en los silencios de la vida cotidiana, las pantallas se han vuelto una presencia omnipresente. Como eterna aprendiz, no puedo dejar de preguntarme: ¿estamos usando las pantallas como medio para crecer o nos hemos rendido ante ellas como un fin en sí mismo?
Las pantallas nos atraen porque capturan algo muy profundo y primitivo de nuestro cerebro: la capacidad de percibir el cambio. Un destello, una vibración, un sonido, y nuestra atención -ese recurso cada vez más escaso- se desvía, se escapa. El sistema atencional humano, ese delicado equilibrio entre lo que decidimos mirar y lo que inevitablemente nos seduce, vive hoy en jaque constante. Y en este escenario se juega mucho más que un simple clic: se juega el modo en que aprendemos, nos vinculamos y construimos sentido.
He escuchado en más de una situación áulica la queja reiterada de educadores frustrados: “No puedo competir con el celular”. Y tienen razón. La ciencia es clara. Por más apasionado que sea un docente o más estimulante que sea la materia, las notificaciones interrumpen, distraen, desgastan. Pero -y aquí reside la clave- no es la pantalla el enemigo. Lo que importa es la intencionalidad que le demos.
No olvidemos que el cerebro adolescente, tan plástico como vulnerable, se encuentra inmerso en un torbellino de cambios neurológicos que aumentan su susceptibilidad a las recompensas instantáneas: likes, notificaciones, desafíos virales. No es casual que las apuestas en línea, por ejemplo, hayan proliferado entre los jóvenes. Las redes sociales, diseñadas para maximizar nuestra permanencia y atención, no solo compiten con los contenidos escolares, sino que modelan emociones, vínculos y hábitos de vida.
En el aula, la aparición de herramientas como ChatGPT o la inteligencia artificial nos coloca frente a un nuevo umbral. Estos algoritmos son como espejos: nos devuelven respuestas veloces, pero no necesariamente verdad ni pensamiento crítico. La tentación de tercerizar el esfuerzo cognitivo es alta, pero si sabemos guiar su uso, estas tecnologías pueden ser aliadas. No para responder por nosotros, sino para enseñarnos a preguntar mejor.
No todo está perdido, la evidencia empieza a mostrarnos caminos. Disminuir tan solo 15 minutos diarios de uso de redes sociales puede mejorar el sueño, el ánimo y la calidad de vida.
Prohibir las pantallas, entonces, no es necesariamente la solución. La pregunta más honesta que podemos hacernos como comunidad es: ¿para qué las usamos? Porque educar no es solo transmitir información; es formar criterios, cultivar la duda, enseñar a discernir. Y eso requiere pausa, conversación, silencio.
Desde una mirada espiritual -esa que no se mide en likes pero que sostiene toda pedagogía con sentido- este es un tiempo para recuperar la presencia. Estar presentes con el otro, con uno mismo, con lo que importa. Las pantallas pueden ser puente o muro, brújula o distracción. Depende de cómo, para qué y con quién las usemos.
Quizás el gran desafío no sea tecnológico sino profundamente humano: aprender a mirar de nuevo lo que no parpadea ni vibra, pero nutre el alma.
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
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