Mañana se cumplirán nada menos que 41 años de democracia plena e ininterrumpida en nuestro país. Suena fácil decirlo y para algunos -mayormente los jóvenes- no parece gran cosa, visto como funciona el mundo contemporáneo. Pero si a alguien se le hubiese ocurrido vaticinar hace un siglo que Argentina llegaría a disfrutar de cuatro décadas completas de institucionalidad continuada, lo habrían tomado por loco o iluso.
Pero así terminó ocurriendo: un 10 de diciembre, el de 1983, el presidente Raúl Alfonsín inauguraba la sucesión de mandatos constitucionales por elección del voto popular, luego de los más terribles años de facto que se pudieron haber vivido en el país. Hoy constituye el período más prolongado de normalidad institucional desde que Argentina es Argentina.
Pocas cosas hay merecedoras de mayor festejo que la democracia, aunque con el tiempo nos vayamos acostumbrando a ella; aunque varias generaciones de argentinos no la dimensionen o lo vivan con plena naturalidad, ya que no llegaron a conocer otro sistema político.
Pero el 10 de diciembre, que coincide además con el Día Internacional de los Derechos Humanos, sigue siendo una fecha clave para no olvidar el sufrimiento y la sangre que costó en este país -y en otros muchos- llegar a tener un gobierno democrático. Y para recordar que millones de ciudadanos en distintos lugares del planeta aún no disfrutan de un privilegio que nosotros, a estas alturas, ya damos por hecho.
Por eso, más allá de grietas, castas, desatinos en el ejercicio del poder y otras piedras que por lo general los propios argentinos ponemos en nuestro sendero, tal vez debamos ser más reflexivos como ciudadanos y no perder de vista lo afortunados que somos de poder, como sociedad y de forma ordenada, a través de las urnas, refrendar a quienes creemos que lo hacen bien y sacar a quienes consideramos que no.
La mejora en la calidad de nuestra democracia se hace entre todos.