Por: Aída Ofelia Giménez
El cuerpo de María Elena se arqueó levemente, un dedo índice recorría lentamente su espalda desde la nuca hacia la cintura, acariciando vértebra por vértebra. Sin darse vuelta para mirarlo, detuvo la mano.
– Hueles a cuero de víboras, me impresiona que me toques.
– ¿Me rechazas por eso? – preguntó Horacio.
– No, a tí, no, rechazo la forma, es como si mi columna, por la manera en que me tocas, representara para ti, un ejemplar de esos a los que les quitas el cuero.
– En realidad lo que quiero es quitarte la ropa – respondió girándola hacia él.
La cara aniñada, de profunda mirada sonrió levemente.
– Eres imposible- comentó.
– Imposible, es no amarte, no desearte. Cuando entré sin que me oyeras. Cuando vi tu figura recortada en la ventana apenas iluminada, mirando hacia el río, revelando la fragilidad de tu cuerpo, no pude evitar las sensaciones, las mismas que sentí cuando reías con Eglé, aquella tarde. Eres tan, tan…
No pudo completar la frase. La boca de María Elena, se pegó a la suya. Susurrando, apretada a él, lo condujo a la oscuridad de la sala.
Horacio tiembla. Esa mujer lo enloquece, esa mujer es todo lo que necesita. Sus manos callosas, rústicas, manos capaces de arrancar insondables secretos a la esquiva selva.
Esas manos salvajes, se suavizan para ir uno a uno, desprendiendo los botones de su blusa. Descubriendo sus senos, acariciándolos con la misma religiosidad con que toca sus orquídeas.
Se urgen. Se saborean en un paroxismo brutal.
Cae la noche, callan los pájaros. Surgen desde las sombras antiguos fantasmas. Un ulular trágico repica en el viento. El río corre tranquilo, llevando los miedos aguas abajo.
La negrura de la selva guardará el secreto.
Ahí, en la casa de piedra, Horacio ama y es amado. Escribe con sus labios en la piel de su mujer, el amor y la locura… La muerte puede esperar.