Por: Verónica Stockmayer
Cuando el gran pueblo Tupí-Guaraní, que habitaba con alegría y concordia la mata amazónica, decidió extender dominios y para ello bifurcarse, unos hacia el norte, buscando las nacientes de los ríos de grandes venas que se desparramaban generosos sobre la selva prieta, otros hacia el sur, hacia el misterio oculto tras las frondosas copas, tras los torrentes estruendosos de las cataratas, Tupá, el Buen Padre, bendijo a unos y otros proveyendo oscuras semillas que pidió fueran sembrando en los sitios de acogida y asentamiento.
Hacia el norte marchó la estirpe Tupí. La guaraní puso rumbo al sur, atraída por la promesa de un gran Tupambaé. Caminó muchas lunas, y en su preocupación olvidó el cambuchí del legado de Tupá.
Pero con ellos iba Jajay, pequeñita, fibrosa, mirada inquieta, piecitos ágiles, alerta siempre a las señales, a los cambios en el aire, en el paisaje. Nadie reparaba demasiado en ella, curiosa como era, con su eterna matula a la espalda, a veces encabezando y otra retardando un poco a la caravana.
Era hija de nadie y de todos, desde que quedara huérfana cuando el gran yaguareté abatió a sus jóvenes padres. Había heredado la simpleza de la madre, su belleza tranquila, y la intrepidez conquistadora de guerrero de su padre. Ella rescató el cambuchí y lo guardó entre sus cosas.
Como tenía miedo de perderse, de que todo su pueblo se extraviara, apenas notaba un cambio de rumbo, se demoraba un poco y dejaba una semilla como marca, por si hubiera que retornar hacia el origen.
La travesía fue larga y trabajosa. Era la primavera de lluvias cantarinas, de danzas de monos y de aves. Acá y allá se aventuraban tatetos, venaditos y tatúes. Los yurumíes cavaban hondo. Más al sur, decidían cada noche, y Jajay recontaba sus semillas, un poco preocupada. Cuando todos retomaban el camino, ella retrasaba su partida con cualquier pretexto.
Cuando el Consejo finalmente se reunió en un pequeño claro, a deliberar, a demandar la asistencia de los dioses y pudo por fin decirle al pueblo que ahí practicarían jopo-í, y levantarían sus Tekohá, Jajay se atrevió a ocupar un lugar privilegiado entre los ancianos, puso su jicarita en el centro, y sus manitos fueron alas repartiendo entre las mujeres las simientes que reservara para el destino elegido.
Cuando tuvieron su túmulo fresco en la tierra abonada, los embriones de Tupá iniciaron el lento trabajo de la gratitud, ignorando que en el vasto territorio testigo del éxodo, se hermanaba silencioso un proceso de crecimiento gozoso, sin tiempo.
Jajay se asimiló al territorio escogido. Amó cada criatura, acarició cada corteza, se refugió en raíces y ramas, celebró las nidadas y el nacimiento de cada orquídea del monte, mientras miraba las pepitas transformarse en cogollos, en pequeñas matas, en débiles troncos leñosos, en fustes jubilosos.
Acompañó las labores de las mujeres y vio partir a los hombres de cacería y exploración. Se le fueron llenando los pechos y las caderas, grácil como ninguna para recorrer los senderos y buscar la vertiente rumorosa, para hallar las colmenas del melar más dulce.
Tupá vio con agrado la disposición de la muchacha y la preservó en lo que pudo de pesadumbres y congojas.
El día que los ojos de la jovencita dieron el sí al más gallardo de los guerreros mbya, y que toda ella se puso a danzar de gozo en el centro ceremonial del Tekohá, aquellas semillas que pacientemente fueron convirtiéndose en majestuosos vigilantes, silenciosos testigos de la perseverancia de la gran nación guaraní se manifestaron en gloriosa epifanía de flores…encendidos racimos del color de tantas auroras y tantos ocasos, como los que alguna vez acompañaron el tránsito desde la Amazonía al elegido monte de las preciosas caídas, del tono de tantos mediodías de esforzada marcha, del delicado matiz que tomaban las nubes tocadas por los últimos rayos de las jornadas, cuando llamaban al descanso.
Florecieron juntos, en sinfonía de tonalidades, en todo el Yvymarae’y , porque Tupá había visto con buenos ojos el desempeño de su cunumí desde la guainita morena que corría empeñosa, ora delante, ora retardada, de la jovencita obsequiosa que practicaba jopo-í ,con los suyos. Al unísono, en el extenso territorio donde alumbran las estrellas para las que la nación guaraní no tiene número para contarlas, tantas y tan hermosas.
Florecieron así, cada doce lunas, con sus troncos esbeltos y cimbreantes. Se ofrecieron en danza, como Jajay, la de breve porte, y cuando el tiempo de floresta y crecimiento se detenía, se brindaron en madera y fibra para los puentes, las casas, las cunas, los enseres.
Por Jajay, la brillante, y por su estirpe, los lapachos, vigías del monte, para siempre.
Glosario
Tupá: Dios supremo de los guaraníes
Tupambaé: territorio que es propiedad de los dioses
Tekohá: “el lugar donde somos”. El sitio para fundar y poblar
Yvymaraé-y: Tierra sin mal
Guainita: niñita
Cambuchí: vasija de barro
Cunumí: jovencita