En este hemisferio, tributo del legado de la conquista y la mixtura cultural, de la introducción de población negra y las diferentes etapas migratorias que arrimaron lo suyo al sustrato aborigen, agosto es mes de debilidades, de carencias. Invierno -poca luz, poco sol, mucha niebla física y espiritual-… la tierra en letargo. Agosto “agosta” lo que está enfermo, aplasta, quita energía, “angosta” proyectos, los diluye.
Hay que rescatar lo que despertó en carnavales, cuando desde el vientre de la Pachamama se desenterró el Diablito Pujillay, cuando colores, máscaras y disfraces en danzas que convocan a la fraternidad, la belleza, el trabajo en equipo, animaron el desprenderse, el desenfreno que prepara cuerpo y espíritu para el proceso de guarda, cuaresma, muerte y jubilosa resurrección. El Diablito es el sol, quien fecunda a la Pachamama y habilita las fiestas tras las que habrá que iniciar el tiempo de recogimiento marcado por el miércoles posterior al “carne-levare”, con la imposición de las cenizas que se preservaron de la quema de palmas de Domingo de Ramos del ciclo anterior. Ceniza, señal de humildad, de sumisión, recordación de la levedad de la vida, de la impermanencia. Con ese espíritu de obediencia, se retorna al solar del que provino Pujillay, y se lo entierra con ofrendas -frutos, granos, espigas- para la Madre Tierra, para que ella garantice la bondad del nuevo año.
Tras de la reserva, el ayuno y la alegría de la resurrección, llega el solsticio del 21 de junio, la noche más larga y la más corta para cada hemisferio, portal de la celebración del aniversario del nacimiento de San Juan Bautista, el escogido. Inicio de invierno para unos, de verano para otros. En el norte se encienden hogueras junto al mar. Para convocar a la suerte, para purificarse, se salta por sobre ellas siete veces. En sus llamas, anotados en papel, se quema lo viejo, lo que se quiere desechar. Hay quienes después saltan siete olas, quienes anotan tres deseos y queman el portante que los lleva en la pequeña flama de una vela de incienso.
En nuestra región se apilan troncos para grandes llamaradas en las que se hace arder la Pelota Tatá, que justifica el esfuerzo de quien la tira, la toma o la evita. El fuego anima también los colgajos de estopa prendidos a los cuernos del Toro Candil, armado con varas y una piel o una lona sobre los voluntarios. El toro dibuja su danza ritual y purificadora, mezclado en la algarabía del público, para garantizar un ciclo pleno de salud. Cuando las flamas a las que se habrán confiado deseos nuevos y en las que se incineró lo viejo se atenúan, se arma el sendero de brasas que atravesarán los creyentes, con los pies descalzos.
Los rituales del fuego de la noche de San Juan habrán terminado de quitar pesos, pesares y culpas que se desprendieron antes con danzas, frenesí, máscaras y atuendos coloridos, y dado bríos para enfrentar la estación más fría e inhóspita y la más tórrida, según donde hayan brillado.
Al sur llega el hálito helado del invierno que toca con dedos entumecidos. En los alambiques empieza a fermentar la materia que destilará gota a gota, con el ímpetu del alcohol, la fuerza que se necesita para arribar al rebrote vital de la primavera. Caña con ruda, planta mágica, protectora, que aroma fuerte y fresca a quien simplemente ose rozarla.
Los cultores del ritual ajustan proporciones. Saben cuándo cortar las ramas de ruda macho para que filtren su poder en el alcohol; dónde y cómo conservar la poción hasta el 1º de agosto, cuando los pueblos originarios van en procesión a los lugares escogidos por la Madre Tierra para recibir tributos.
– Un trago, contundente –dicen unos.
– Tres – afirman otros
– Siete – aseguran- … en ayunas y repetir el primer lunes del mes, para que los trabajos prosperen, se multipliquen y podamos poner en marcha el engranaje de acciones que nos lleve a la rueda perpetua de los renaceres.
En Montecarlo, cuando el verano empieza a despedirse, con el regreso de los niños a la escuela y la brisas desprendiendo las primeras hojas de los follajes, en el domicilio de don Ernesto Bratz, como desde hace décadas, empiezan los preparativos. Don Ernesto, el proverbial peluquero del caballito para los niños, manejaba proporciones y conocía la calidad de la planta mágica para macerar en la típica caña misionera –un destilado de caña de azúcar-. La familia continúa la tradición que llevó al opa no solo a preparar entre dieciocho y veinte botellas al año, sino a disponer de un pingómetro que administraba en persona para ofrecer a los vecinos los traguitos rituales para “pasar el agosto”. Un elixir especial con seis meses de estacionamiento que prodigaba con orgullo y alegría.
La peluquería de Ernesto se conserva intacta –butacas, espejo, tijeras, herramientas, testimonio, reconocimientos, fotos-. Se abre puntualmente el 1º de agosto de cada año para que el reconocido optimismo de su dueño siga latiendo en uno de los rituales que todavía nos unen. Es que hay que conservar energía, encomio y vituallas para espantar la furia de Kara-í Octubre con los que se dejan estar, los cómodos, los desaprensivos. Los osados, los un poco jactanciosos aseguran que el traguito sanador debe sostenerse cada día de los 31 que tiene el mes.
Si el ímpetu de ese 1º zarpa hasta la orilla del 1º de octubre, y en marmitas y cacerolas borbotean generosos el maíz pisado, los porotos y las verduras que se pudieron preservar para el Yopará, la miseria nunca tocará nuestras puertas, ni dormirá en nuestros solares, ni arruinará nuestros surcos.
Dos familias tradicionales tomaron en nombre de la comunidad la responsabilidad de atender las demandas del malhumorado y exigente Kara’í para que el desgano, las tribulaciones, las necesidades no se instalaran en los hogares del vecindario.
Cultores del yopará
Desde su afincamiento en 1947, el matrimonio conformado por don Juan Pablo Sosa, peluquero también, y doña Nicolasa Fariña -ama de casa y probada cocinera-, se procuraron cobijo en tanto criaban una gran familia de doce vástagos.
A medida que llegaban al mundo y aprendían rasgos, hábitos de la cultura de los padres –paraguayos- y costumbres de otras etnias que conformaron el pueblo, Mercedes, Silvana, Nilda, Margarita, Victorina, Virginia, Delia, Eva, Juan Esteban, Leonardo, Norberto y Ricardo acompañaron cada 1º de octubre la elaboración del yopará en la enorme cacerola donde borbotaron un año y otro porotos, maíz locro, mandioca, zapallos, verduras preservadas para afrontar la pobreza de octubre, el mes donde no se siembra porque nada brota de la tierra, razón por la cual se recurre a lo que se pudo conservar de la cosecha del ciclo anterior.
En octubre el suelo descansa y se prepara para la prodigalidad del verano. Hay que resguardar semillas, ramas, esquejes y no dejarse estar, porque Kara-í Octubre castiga con hambre y miseria el relaje. La costumbre ordena obsequiar, servir la porción al buen vecino, al amigo, para proteger a las familias de la carencia, para convidarla a agradecer por las bendiciones de la salud, el bienestar y las buenas cosechas, para animarla a una nueva ronda de labores.
Los hermanos Sosa delegaron en Eva -quien también aprendió tanto el oficio de papá como la buena mano para la cocina, sobre todo para los platos de sus ancestros- la continuidad de la tradición del yopará colectivo del 1º de octubre. Cuando año a año recibe hasta treinta comensales, siente que sus padres la acompañan del mejor de los modos cuando entrega la porción de la buenaventura.
La figura achaparrada, de duros rasgos y gran sombrero de paja, habrá acechado sin suerte muchos años las barriadas de Retiro, Juan Domingo Perón, Bischoff y San Cayetano, porque las manos laboriosas y el gran corazón de “Beba” Ledesma remojaron porotos y maíz locro, pelaron mandiocas y picaron verduras que procuraban su familia y los vecinos para el jubiloso yopará que ahuyentaría abulia y miseria. El duende maligno no se atrevería con esa mujer que ya había lidiado con cada locro del 25 para celebrar a la patria, con cientos de docenas de empanadas para festividades que fueron para aglutinarse, para tener motivos. Seguramente las fogatas que se encienden para la comida solidaria crepitan recordando el espíritu organizador, la entrega y la alegría de esa vecina que aprendió temprano el gozo de dar, recibir, darse de su padre, el proverbial Eraclio “Irigoyen” Ledesma, el portero de “la 132 y la Escuela de Frontera”, el padre de familia, el pescador, el hombre de la mirada transparente y el trato afable que todos recordamos.
Pero es bueno no confiar solo en la caña, en la ruda, ni en el plato caliente tendido por la mano pródiga que lo preparó. Hay que ayudar con iniciativa, trabajos, y devolver gratitud a la tierra y al prójimo con voluntad despierta, por el bien común.
Ya llega agosto
Don Ernesto prepara
caña con ruda
El transeúnte
Ingresa por su copa…
¡solo un traguito!
Es día de yopará
maíz, porotos, verduras,
y la olla que efervece
sobre el fuego
¡qué hermosura!
El duende de la leyenda,
el querido Cara-í Octubre
espera su yopará
para llenar las alforjas
para hacer brotar semillas
y que a todas las vaquitas
Se les carguen bien las ubres
Yopará bien sustancioso
bulle contento en el fuego
la panzona bien cargada
maíz, porotos, verduras
¡servite un plato chamigo
porque nunca falte nada!
En lo de Sosa
-peluquero de hombres-
Yopará de reparo
Su compañera
-la buena Nicolasa-
preside el rito
Se tienden platos
la porción calentita
para el vecino
Se hermanan pueblos
y preciosas costumbres
en simple acto
Eva es la hija
destinataria plena
de ese legado
Más lejos, Beba
con manos hacendosas
de “los Ledesma”
Alma de duende
conduciendo labores
fuego y enseres
Morena y ágil
revolviendo el potaje
hasta su punto
Brillan sus ojos
cuando prodiga el plato
con alegría
Caña con ruda en agosto
para espantar a la muerte
que no haya camino angosto
y que acompañe la suerte
Yopará cuando octubre
apenas se despereza
porque no falte trabajo
y haya pan sobre las mesas.
Por Verónica Stockmayer