Por
Verónica Stockmayer
Gustavo siempre había querido ir a la ceremonia de Bendición de Frutos con su propio canasto. Había asistido muchas veces con su mamá – “a mí déjenme en casa”, decía papá, que esquivaba las multitudes-. Le encantaba ver esa inmensa alfombra multicolor. El ingenio con que la gente presentaba sus productos: espigas de choclo y pororó, chauchas larguísimas que se anudaban en un lazo, verdes como bastoncitos, panzonas en cuya superficie se dibujaban los granos, pipones; porotos, pimientos, frutales donde se combinaban el amarillo limón, diversos tonos de naranja, pomelos abiertos en esa rueda perfecta, rosada y fresca; paltas de diferente tamaño, textura, color. ¡Si hasta granadas que parecían puñaditos de piedrecillas preciosas, había visto! Hogazas aromadas con su “crosta” ,-como decía su abu- brillante, roscas, masitas tentadoras, huevitos deliciosamente pintados, ingeniosas pesankas. Las señoras que cosían o tejían llevaban sus tesoros: muñecas, ositos, sapos, conejos y otros animalitos de tela o peluche, tiernísimos amigurumis al crochet…
No habían podido. Primero la pandemia, la sequía que se había abatido sobre la chacrita que papá laboraba los fines de semana o en las tardecitas después de la carpintería donde además de muebles había empezado a construir carritos, camiones y juegos de encastrar o apilar. Entonces enfermó el abuelo. La abuela no tuvo ánimos para sus prendas al crochet ni para sus grandes medias ni sus chalecos con dos agujas. A mamá el tiempo se le iba en cuidados. Casi estuvo solo cuando perdió a Covid, su compañero de los largos días de cuarentena interminable. Lo había mordido una víbora, una siesta en que iban al arroyito a dar miguitas a las mojarritas.
Así que estaba muy muy triste. Mamá y papá pensaron que esta festividad era la oportunidad. Que les iba a hacer bien. Que irían todos…papá vencería su aversión a los lugares muy concurridos y la abuela rescataría una tradición muy amada, porque Pascuas es una fiesta de preparación del espíritu, de sanación y resurrección. Irían, por fin a llevar el laboreo del hogar para que recibiera bendición, para que curaran las heridas que había dejado un ciclo de tantas desventuras -la pérdida del abuelo, la devastación anímica de la abuela, el tiempo oscuro en que mamá estuvo ocupada en sostener el funcionamiento de la casa, ese que dejó a Gustavo ovillado en el dolor por la muerte de su perrito sin que nadie se percatara del impacto tremendo de su angustia. Papá había tenido poca demanda de trabajo y no la pudo compensar con la chacrita, porque las lluvias fueron mezquinas, y cuando llegaron fue con la furia de vientos y granizadas. Solo SE tenían. Así que llegada la Semana Santa tomaron una decisión. Mamá amasó, junto a los panes de la semana, uno especial, enorme, que la abuela llevó al horno de barro.
Mientras vigilaba levado y cocción preparó un “streuselkuchen” que después partiría en porciones. Papá cosechó los últimos choclos, salvó tres o cuatro morrones que resistieron el azote del sol, un montoncito de tomatitos cherrys, tan chiquitos que parecían pitangas, algunos pomelos que ya se hinchaban en los gajos, mandarinas pintonas y nada más, porque recién empezaba a mover la tierra para renovar la huerta. Se le ocurrió que sería bueno presentar su magra cosecha en algo original: trajo de la carpintería un camión que alguien no había podido retirar.
En la carrocería la familia acomodó todo. Hubo lugar para frascos de mermelada de rosella, mamón y apepú. La abuela hizo un paquete con moño con la mantita que había terminado de tejer para la hija de Francisca, la señora que la ayudaba algunas tardes, que esperaba su primer bebé. A Gustavo le encantó el arreglo, por lo que papá propuso que él tirara del camioncito con una cuerda resistente, en cuanto llegaran a la calle de acceso al templo.
Así, con las ilusiones espantando un poco el desaliento de un año desgraciado, fueron los cuatro en la chatita. Cuando estuvieron en destino, el niño tomó el control. Una nubecita de pesar lo acompañó…¡cómo le hubiera gustado a Covid ese paseo! Lo imaginó al trotecito, moviendo la cola, las orejas como dos radares! No pudo evitar un vacío en el pecho. Pero fue, mientras los suyos lo miraban ¿se amedrentaría viendo la riqueza, variedad y hermosura de otras ofertas?…no habían hecho ningún trabajo estrictamente pascual, porque -como le habían explicado a Gus-, ese año era imposible. El nene condujo el camioncito al espacio que le indicaron y se retiró un poco sobrecogido. El abrazo comprensivo de la abuela le dio consuelo. Fue una ceremonia restauradora. Gus vio que el agua rociaba muy cuidadosamente su carro, con cautela, y que el sacerdote se inclinaba y sonreía. Después sería el momento de intercambio entre familias, así que se apresuró. Tenía permiso para dar todo, menos la mantita, que -bendita- tenía destino.
¡Ooohhh, cuando llegó!: entre la mantita y los frascos ¡¡¡un gatito!!! ¡no era de peluche! ¡estaba vivo y miró al chico con dos ojazos del color de las tardes de juego. Lo levantó emocionado y dio gracias a Jesús y un poquito a Covid. Mamá, papá y la abuela se encargaron de la tarea de saludos y entregas, y de poner manos y abrazos a las donaciones generosas de otros vecinos. Las de Gustavo estaban ocupadas en sostener y acariciar el ovillito tibio de color caramelo. Papá arrastró el camión cargado de obsequios de intercambio, mientras admiraban las hermosas pesankas expuestas. El niño no tenía ojos sino para ese pequeño milagro que latía junto a su pecho. “Es gatita”, aseguró mamá. “Pascua… Pascualita”, bautizó. Era su Sábado de Gloria. Le pareció que la colita de Covid le golpeaba las piernas, con alegría.
“Antonieta”