La situación con la violencia “narco” en la provincia de Santa Fe, y más precisamente en Rosario, se ha vuelto insostenible. Tanto que el gobernador Maximiliano Pullaro no tuvo más remedio que salir a pedir ayuda al Gobierno nacional y éste no dudó en adoptar medidas contundentes y enviar no solo a funcionarios de primera línea (que desembarcarán hoy en la ciudad litoraleña) sino a las fuerzas federales y al Ejército.
Está claro que las drogas y las redes de narcotráfico no requieren de mucha “mecha” para prender el terror y la violencia, pero tampoco cabe duda de que el actual contexto económico, social e incluso político también contribuye a propagar las llamas o, al menos, el combustible del que éstas se nutren.
El malestar creciente de muchos que no logran llegar a fin de mes, y que vislumbran que las cosas aún pueden ir a peor, suele ser caldo de cultivo para la violencia; pero también lo son los cada vez más encendidos discursos políticos e ideológicos, desde tribunas físicas o a través de redes sociales, de gobernantes, la última “moda” entre los políticos para desviar la atención de sus fracasos, en el caso de los gobernantes, o para esmerilar la imagen de éstos, en el caso de la oposición.
En este contexto, de un aparente “vale todo” (por más que no lo sea en realidad), los que se sienten más fuertes son los que se suelen imponer. Y a nadie escapa que el narcotráfico es muy poderoso desde hace décadas en Rosario y alrededores.
Las autoridades están obligadas a cortar de raíz esta escalada, si no quieren que esto se convierta en la Medellín de Pablo Escobar; pero también a tratar de llevar un poco de paz a una sociedad donde hoy todo es enojo, desesperanza y frustración. Primero mejorando la situación de la gente, que es al fin y al cabo la que les paga y les vota; y segundo, bajando el tono de sus disputas palaciegas que, por más estratégicas y chicaneras que sean, siempre contribuyen al malestar general.