Por
Myrtha Magdalena Moreno
No sabrán quién soy ni siquiera yo lo sé. Quizás más tarde lo averigüe.
¿Cómo llegué a este bar? Soy una mujer aparentemente joven y sana pues mi cuerpo está erguido, fuerte, con ansias de trabajar pero tampoco tan joven porque en el espejo del sanitario, hace unos minutos nomás, noté varias arrugas alrededor de los ojos y algunas pecas en las manos que indican años vividos. ¿Cuántos años serán? Quizás cuarenta, cuarenta y cinco. Veo mi reflejo en el cristal de la vidriera. El café humea mientras se va enfriando. No tengo idea del sabor ni si alcanzaré a beberlo.
Siento en la nuca la fuerza de una mirada. No hay muchos clientes en el lugar. Observo el vidrio que muestra mi imagen tratando de detectar, aunque más no sea una sombra detrás de mí. Sí, allí lo vislumbro, es un ser oscuro, vestido con un sobretodo negro. Extraño porque no hace frío, casi diría que hace calor. Las alas del sombrero le ocultan el rostro. Aunque disimule su actitud, sé que me está sondeando, experimento la sensación de que está escarbando mis cervicales, vértebra por vértebra, una daga de fuego. Pero no tengo miedo, no tengo miedo a nadie ni a la muerte. Presiento que ella, la muerte, está sentada a mi lado, sonriéndome.
En un momento, el ser siniestro corre la silla, y comienza a erguirse como en cámara lenta, sigo sus movimientos, bien mostrados como en una película. Simulo que me concentro en el pocillo pero no lo pierdo de vista con el rabillo del ojo izquierdo. Se acerca a mí, me recorre un escalofrío por toda la columna, creo detectar que aparta el sobretodo llevando la mano derecha a la parte de atrás de la cintura. Me negaba a mí misma que pudiera estar sacando un arma. ¿Por qué? ¿Para qué? Es un total desconocido. Claro, desconocido son todos, hasta yo soy una desconocida para mi consciente, para mis neuronas, para mi cuerpo. Unos pasos más y casi me roza con el caño oscuro, maléfico de su arma que ahora sí compruebo que es una pistola ¿o es un revólver? La verdad es que no sé nada sobre estas herramientas asesinas. Un pantallazo trae a parte de mi memoria la pistola 45, pesada, grande, negra, que portaba mi padre policía en una cartuchera sobre la cadera derecha. No me pongo nerviosa ni miedosa, no lucharé, ni huiré, será lo que tenga que ser… Todo eso pienso mientras él se acerca.
De repente, como una tromba, como un torbellino arrasador se abre la puerta de entrada y otra sombra salta sobre el oscuro ser. Se escucha un estampido y el hombre cae al piso. Una mancha roja va impregnando su ropa y extendiéndose sobre el parqué brillantemente encerado. Me acerco al segundo desconocido y el misterioso también lo hace, todavía con el arma humeando en sus manos. Nos agachamos los dos para escuchar lo que está tratando de decirnos en un susurro apenas audible.
— Rebeca, dame tu mano. Te pido perdón por el secreto que he guardado durante treinta años. Yo sabía, desde siempre que el patrón de la estancia donde nos criamos te maltrataba y abusaba de vos. Yo también sé que éste, que se llama Marcial del Valle es el hijo que nació de esa violencia y humillación reiterada.
— ¿Qué dice, señor? No entiendo. Yo no sé quién soy. No sé lo que me está diciendo.
— ¿Usted está diciendo que Argüello es mi padre? — intervino el siniestro.
— Sí, eso te estoy diciendo. Yo tuve miedo que me mandara matar por su sicario como él acostumbra cuando algo o alguien lo molesta o no quiere realizar lo que él desea. Y hoy lo escuché darte esa orden. No pude permitir que mataras a tu madre. Ahora que voy a morir quiero que los dos lo sepan.
Se escuchan las sirenas de la policía, de la ambulancia. El sicario, ahora, mi hijo, me toma de la mano y me hace correr hacia la puerta trasera del bar y nos vamos poniendo los pies en polvorosa.
Lentamente van haciendo sinapsis mis neuronas y voy recordando el dolor que la amnesia había ocultado, revivo los maltratos, las amenazas hasta el día en que me animé a escapar, no hace mucho.
Jadeando, tratando de recuperar el aliento me doy cuenta que llegamos a la tranquera tan conocida. Avanzamos, ahora caminando lentamente, dando pasos de felinos dispuestos a atrapar a su presa, hacia el casco de la estancia tan odiada. Hay luces, se escuchan voces. No nos importa nada. Entramos, en el medio del salón, con una copa de vino, está él, Argüello, riéndose con esa carcajada cínica de aquél que acostumbra a tener el poder sobre todas las personas que lo circundan. Los demás interrumpen sus conversaciones y se hace un silencio anunciador de desgracia.
Suena un solo disparo. En la frente de Argüello nace un tercer ojo rojo, expulsando hilillos de ríos púrpura mientras se desliza hacia el piso marmolado blanco. Mi hijo, ahora puedo decirlo, mi hijo al que recién conozco y ya lo pierdo, se sienta en el lujoso sofá de cuero, esperando que lleguen las sirenas.
(Inspirado en la trilogía “Delincuento 3” del escritor Mano Vogler que se leyó y trabajó en el Taller Literario Ñuvaití de Virasoro, Corrientes donde participo)