A pesar que está complicado de salud, Hugo “Tito” Barraza (79) no ve la hora de volver a trabajar. Quizás ya no como lo hacía antes, montado sobre su bicicleta y haciendo sonar su flauta a los cuatro vientos, sino en su domicilio, bajo la sombra del árbol que atesora el patio de su casa del barrio Sol Naciente.
Por los 49 años de permanencia en la tierra colorada, de a ratos se siente “más misionero que tucumano”. Siempre con el mismo oficio, recorrió casi toda la Argentina -un poco de cada provincia-. Y en ese peregrinar laboral “Misiones era la última provincia que me faltaba conocer. Me gustó y me quedé, hace casi ya medio siglo”.
Aprendió el arte de afilar al observar el minucioso trabajo que hacía su abuelo, Juan Rito Barraza, llegado desde Ourense, España, una ciudad considerada como la cuna de los afiladores. Cuando intentó llevar a la práctica esa enseñanza, reconoció que “primero hacía desastres, hasta que aprendí”. A los 14, comenzó a ganarse la vida de esta manera. “Soy el único afilador de Misiones, aunque a veces llega alguno de afuera, pero la gente prefiere a uno malo conocido que a un bueno por conocer”, dijo en tono de broma, quien está atravesando por un problema de salud y pide a sus clientes “que me den una mano” a fin de poder recuperarse pronto para poder volver al ruedo. Es que, como siempre dice a su hija Lorena, “la calle es su felicidad. Hablo, respiro y soy libre”.
Hugo “Tito” Barraza nació en San Miguel de Tucumán, el 15 de mayo de 1944. Es hijo de Rosa Ledesma y de Ramón Rosa Barraza, y aprendió el oficio de su abuelo, Juan Rito Barraza, llegado desde Ourense, España, una ciudad considerada como la cuna de los afiladores.
Llegó a Misiones en 1974 porque era la única provincia “que me faltaba conocer para completar el periplo por el país, del que me siento orgulloso. Aquí ejercí la mayor parte de mi oficio” pedaleando las calles de los barrios más recónditos. Aquí se enamoró de una misionera hija de correntinos, que es la madre de sus siete hijos que, “junto a los nietos, me dan fuerza para salir adelante”.
Otras oportunidades
El rostro de Barraza deja traslucir una vida sacrificada. Nació en San Miguel de Tucumán, el 15 de mayo de 1944. Es hijo de Rosa Ledesma y de Ramón Rosa Barraza, y aprendió el oficio de su abuelo, Juan Rito Barraza. Cuando vino a trabajar aquí, trajo la bicicleta de su abuelo y después adapto una a su manera. Montado sobre ella está dispuesto a devolver el filo a cualquier cuchillo, machete o hacha. Pero, además, supo aprovechar todas las oportunidades que se le presentaron para ganar algo de dinero. Fue lustrabotas, vendedor ambulante, canillita y hasta animador de eventos, entre otras cosas. A pesar de eso, elogia el oficio de afilador porque “me dio muchas satisfacciones”.
En algún momento le ofrecieron otros trabajos, pero consideró a este oficio “una forma de vivir”. Es que “aprendí a trabajar con esta actividad y mi familia hizo lo mismo desde que tengo memoria, es algo que me conecta con mis orígenes, con el pasado, y lo que me permite mirar al frente”, se justificó, quien es padre de siete hijos misioneros: Lorena, Diego, Marcelo, Cintia, Ricardo, Dora y Brenda, y de tres tucumanos: Sergio, Daniel y Luis Alberto.
Con la ayuda de una bicicleta que armó con sus propias manos, pone en funcionamiento un sistema de cinta giratorio que, impulsado por el pedaleo, hace girar una piedra esmeril para realizar su tarea. Con paciencia, pasa la hoja de metal sobre la piedra y entre pequeños chispazos se detiene y observa el estado de la pieza para asegurarse que el trabajo salga correcto. Siempre fue minucioso y detallista. Siempre opinó que “el de afilar, es un arte de pocos. Para hacerlo bien hay que saber. No se puede improvisar porque nunca queda bien hecho el trabajo”, manifestó, al tiempo que señaló que “la experiencia de la calle es lo que más te enseña, y nunca se termina de aprender. Se sigue aprendiendo. Alguna cosa te enseña bien, y agarras por el camino que te conviene”.
“Llegué a Misiones en 1974 porque era la única provincia que me faltaba conocer para completar el periplo por el país, del que me siento orgulloso. Aquí ejercí la mayor parte de mi oficio”.
Contó que su abuelo y el hermano de éste, vinieron desde Ourence, donde casi todos eran paragüeros y afiladores. En ese lugar se hacía la fiesta del afilador, que duraba tres días. Se congregaban cientos de carritos y bicicletas afiladoras. Se elegía al que mejor afilaba y se lo llamaba el Rey de los Afiladores. “Yo era muy pegado a mi abuelo y me gustaba mucho su afiladora, que heredé a los 12 años, cuando él falleció. Mi tío abuelo tenía un taller de afilados, y con él estuve hasta los 13. Después me fui a Buenos Aires con la afiladora a cuestas y anduve por varias partes. Luego me alejé el oficio y, cuando retomé, me puse a recorrer la Argentina. Estuve un poco en cada provincia hasta que llegué a ésta, que es hermosa. Tuve mucha suerte, la hice mía y me quedé en ella”, comentó emocionado, quien viene de una época en la que “la palabra tenía valor y los padres eran respetados y el trabajo era sinónimo de honradez y de responsabilidad”.
Debido al prestigio adquirido, no solo los particulares solicitaban sus servicios, también lo hicieron importantes instituciones del medio, como varios sanatorios privados. Pudo afilar cuchillas, tijeras de modistas, tijeras de podar e instrumental quirúrgico en los sanatorios. En Misiones, se hizo de muchos clientes que, con los años, se fueron convirtiendo en amigos. “Gracias a Dios hice mucha clientela y ahora es lo que estoy extrañando por los vaivenes de la salud. A ellos les pido que se acerquen a darme una mano, porque sé que son solidarios y me aprecian. Si bien es un ingreso seguro, por los tiempos que corren, hay que adaptase a la realidad de la gente. Todavía se estila afilar. Hay gente que lo hace, aunque con el precio de la carne ya casi no se come asado, pero alguno todavía corta algo. Tengo clientes mensuales, quincenales, a quienes siempre hago los trabajos. En los buenos tiempos, recorría absolutamente toda la ciudad. En los últimos tiempos dejé de hacer recorridos largos, aunque de tanto andar en bici me fortaleció la salud durante todos estos años”, expresó quien, al llegar a Posadas, se instaló en inmediaciones del hospital central.
“Mi papá, mi ídolo”
Sentada sobre una silla, a una prudente distancia, Lorena, la hija mayor de Don Tito, lo observa con ternura y asiente sus dichos. Sostuvo que su papá “fue un busca vidas más que un afilador” pero que “siempre inspiraba respeto. Hacía de todo, lo que se le presentaba. Fue uno de los primeros que incursionó en la venta del pororó en las fiestas. Mi mamá lo preparaba en una olla grande y con mi hermano, Diego, cargábamos en bolsitas, además de meter un poco en la boca. Ese era el boom del momento y él lo puso en práctica”. En ocasiones, requerían de sus servicios, clientes en otras localidades, entonces, “no sé cómo hacía, pero cargaba su bicicleta en las bodegas de los micros y se iba a las localidades correntinas de Gobernador Virasoro, Ituzaingó, Santo Tomé”. Y cuando había alguna “emergencia” en la casa, “nos poníamos debajo de la mesa y mamá decía: bueno, llámenle a papá y nosotros empezábamos: ¡papá vení!, ¡papá vení!. Era una especie de simpatía, pero, de la nada, papá aparecía para solucionar el problema. Era como mágico porque en aquellos momentos no había manera de comunicarse”, graficó la mujer, que vivió en “El Jardín de la República” durante quince años y regresó a Posadas junto a sus dos hijos –que se identifican como misioneros- y acordaron vivir junto a Don “Tito”. Es que “para mí, papá siempre fue mi ídolo entonces siempre quise vivir donde transcurrió su infancia. Él me contaba sus hazañas y yo me hacía la película. Papa es mi todo porque nunca me abandonó, siempre estuvo a la par mía”.
Agregó que Barraza, “siempre llegaba con regalos, con cosas ricas, y nosotros éramos felices. Esa era nuestra infancia. Cuando se iba a trabajar y volvía con bolsas era como que regresaba del shopping. Yo fui feliz en mi infancia, con nuestras carencias, así nos crio a los siete. Él es feliz en la calle, conversando con la gente. Nunca quiso tener patrón, esa fue y es su vida”.
Comentó que todos sus hermanos terminaron sus estudios secundarios “gracias a que él siempre se sacrificó. A veces queríamos tener alguna cosa, como todo niño, y no nos podía complacer, pero nos enseñó el trabajo, a ser honrados, a tener valores. Y no seguimos estudiando porque empezamos a trabajar”.
Consideró como “una pena” que ninguno de sus hermanos pudiera aprender el oficio. “Estoy intentando que lo hagan mis hijos o mis sobrinos, de lo contrario, la bicicleta deberá ir a parar a algún museo”, acotó.
En Tucumán, donde todavía reside su hermana Lucía, “Tito” fue animador de eventos, y su Lorena heredó esa pasión. “De chica quise ser locutora. En una época le pedía por favor que me dejara ir a rezar el rosario en Radio Tupá Mbaé, a fin de poder estar cerca de la radio. Ahora despunto el vicio cuando tengo algún auspicio”, confió quien, además, es peluquera, cuida a niños y a personas enfermas, y es emprendedora.
A resguardo
Barraza se tomó el tiempo para documentar, en un sencillo álbum hecho en hojas de carpeta, todos los recortes de las notas periodísticas que le realizaron a lo largo de su vida. Cada una cuenta un poco de su sacrificada historia y alguna agrega algún detalle de color, con sus respectivas fotografías, muchas de ellas ya decoloradas por el paso del tiempo.
Uno de los extractos, señala: “Por el sonido de la flauta, la gente sabía que Don Tito se iba acercando al barrio. Sin ese instrumento no se puede trabajar porque, de lo contrario, debía descender del rodado para golpear las puertas o aplaudir en cada casa. La persona sale y yo afilo el elemento en ese preciso instante”.
Otro agrega: “Esta es la historia de Tito Barraza, que hace más de 40 años se radicó en Posadas y es reconocido por el sonido inconfundible que practica con su flauta para avisar a los clientes que está por la zona. Un verdadero ejemplo del trabajo y de los buenos valores”.
Más adelante, describe: “Tito Barraza es una de esas personalidades más carismáticas y reconocidas en toda la ciudad de Posadas. Se destaca por ser el único afilador en toda la provincia y el sonido de la flauta que emite al pasar, lo caracteriza como uno de los personajes más icónicos de la tierra colorada. “El Tucumano”, como lo conocen muchos, nació efectivamente en la provincia de Tucumán, y es un hombre con alma bohemia que recorrió todo el país hasta que en julio de 1974 se instaló en Misiones para no irse más”.
En una de las tantas entrevistas, había señalado que “voy a seguir recorriendo todos los lugares del interior mientras la salud me permita. La vida es un camino que se forma a medida que uno avanza, las cosas no vienen solas, hay que salir a buscarlas, luchar por lo que se quiere, por los sueños, por las personas que queremos, los límites solo podemos ponernos nosotros mismos y depende de cada uno lograr superarlos”.
Sobre Misiones, observó que “tiene mucho para dar, mucho que mostrar, debemos valorarla, cuidarla, respetarla desde la naturaleza y desde la cultura, porque si se aprende a unir esos dos elementos, podemos lograr grandes cambios. La gente debería volver a los viejos tiempos y confiar en el otro, aunque sea algo difícil de hacer. Se debe empezar de a poco, alguien tiene que dar el primer paso para que se forme una gran cadena en la que todos se respeten, se respete lo ajeno, las opiniones, las personalidades”.