Por: Verónica Stockmayer
Miro la escena en blanco, negro y grises, que es como veo, y desde mi altura, que no es mucha. El hogar está apagado, porque ya hace calor. Son mañanas de tenderme de panza al sol después de darme una vueltecita completa por el patio. Por las tardes prefiero mi cuchita en este rincón fresco desde donde puedo ver todos los movimientos de la casa…La veo.
Trajo una parva de pastitos de afuera e hizo un colchoncito donde antes ardieron los leños, y un sinfín de cajas de diferentes colores y diseños. Las fue distribuyendo en la salita, ya medida que las abría, se sorprendía.
“Uh, el cerquito está perfecto”. De palitos, atados con hilos. Los colocados al fondo ya los costados. “¡Acá están mis lindos camellos…ya llegaron!”. Los puso a descansar acá y allá en el suelo de pastitos. Tres. “Doña vaca, el burro” ¡gracioso el burro!. “¡Ajá, dos pastores y dos pastorcitos…arrodillados acá…¡muy bien!”.
“Una pastora con un manto horrible, que la noche viene fresca…¡Oh, Baltasar, qué bien luce tu diadema en el turbante!¡qué linda sonrisa en el rostro lampiño, casi la había olvidado!”. “Gaspar, detrás del rey negro…¡qué buen gesto de respeto, Melchor!”. Los fue ubicando.
Debió moverlos un poco para que todos miraran un centro. Un corderito, un cachorro, ambos juntos a los pastores. ¿Qué veo? ¡una tortuga igualita a la del arroyo que corría al pie del montecito en que vivió esa horrible semana en que estuve solo en el barrio después de que me abandonaran, ya no dónde recuerdo.
¿No era que estábamos en el Oriente Medio? ¿Qué hacen un tatucito, un coatí, un tamanduá, una paca? ¡Qué raro!…ella sabrá. Conozco todos esos bichos.
Vi algunos en el espacio verde que atravesé con miedo para llegar a mi refugio. Esa comadreja es parecida a la que me miraba, con sus bebés a la espalda, desde el cedro, cuando encontré el montoncito de ramas donde dormí los días en que estuve solo y asustado (ahora puedo admitirlo).
Siguen apareciendo figuras, todas de barro, de agradable color terracota. ¡Qué lindos sus pies y sus manos, grandes! Los reyes llevan sandalias, preciosos atuendos con fajas y pliegues. Ahora, canastitos, de barro, de arpillera, trenzados con sisal, chiquititos. Mi mamá –no quiere que le digan “dueña”- los va cargando con trigo, sésamo, girasol, maíz. Melchor tiene una piedritas –“mirra –aclara- la trajo la abuela, no sé de dónde”, y Gaspar trigo en espigas.
Hayitos cantar que deberían tener agua y miel. Los animalitos que no hallaron lugar se montaron sobre los camellos y el burro, que no se molestaron. Todos siguen esperando algo.
“¡Acá están! Hola, María, ya llegás al pesebre…tranquila” . Algo parecido me dijo aquella tarde tan fría de junio en que después de correr toda la cuadra me metí en el patio de su casa, ya sin fuerzas ni esperanza, ella detrás, cargada de cosas. “¿Por qué te negaste toda la semana, si te invitamos tantas veces?”.
Entonces la estufa estaba encendida y fue lo mejor que me pasó en mucho tiempo. La familia, reunida. Me dieron bizcochitos mientras ella –no sospeché que la amaría tanto- me preparaba un baño calentito, por el que no protesté, que me devolvió el aliento. “Bueno, José, estamos en casa”.
A mí me había dicho lo mismo mientras me secaba, revisaba mis heridas, me daba un cuenco de comidita y un tazón de leche. Cuando al fin supe qué iban a mirar todos con tanta adoración, en el centro de la escena, recordé que me había preparado una canasta parecida a la del bebé que dormía en la cunita de paja…un bebé patudo y gracioso. Me miró observando y dijo “es el niñito Jesús.
Es la primera vez que lo ves porque el año pasado y el anterior no tuve ánimos para armarlo. Es el pesebre. Lo modelé por etapas, en dos largos años. Cuenta una historia maravillosa de salvación, de redención”.
Seguramente, porque ahí, al bordecito del hogar encendido, también me había dicho “te estaba esperando, te trajo Lala, que te dejó su camita…donde está, ya no la necesita”. Ahí viví mis primeros días. Alguien se encargaba de mantener la fogata también en las noches, hasta que me animé a recorrer la casita, mi casita.
Me agrada mucho sentarme ahí y ver brillar las llamas, pero así, con todos narrando esa fabulosa historia, con esa lucecita que le pusieron por encima, con una estrella pequeña que carga el angelito que fue el último en aparecer, está tan acogedor como cuando me recibió, cuando yo tampoco tenía pesebre, ni comida, ni nadie que me quisiera.
Era como la familia de este José, a quienes nadie daba cobijo… bueno, ella sí: me insistió una semana entera. Pero yo no podía confiar, si tenía el cuerpo lacerado, una orejita rebanada, algunos dientes rotos. Me gusta, definitivamente, así que inclino la cabeza para observar mejor.
Ella conoce mi gesto “ves, Rumbo – Rumbo es el nombre que me regaló, a mí, que anduve tantas calles del pueblo mientras escapaba, y buscaba- lo armé para que el niñito nos traiga alegría. Sabés que perdimos al abuelo, mi papá, pero ganamos vínculos con algunos de sus otros hijos, que ahora son mis hermanos… solo faltan las luces de enfrente, y que elegimos lugar para la Estrella de Olivia”.
Eso sí recuerdo de las dos Navidades que pasé acá… la inmensa estrella señalando el lugar de la casita acostada en medio de este parque tan arbolado, entre laureles canela, lapachos, cañafístolas, marmeleros, samoúes que nievan en otoño y ese precioso aguaribay que llueve sus ramas, cerca.
¿Estará en la Nochebuena florecido todavía el seibo que saluda a la entrada del caminito a casa?
Voy a saber cuándo, porque mi mamá va a preparar el sendero de velitas, y las va a encender a la hora de la cena.
Con suerte, después de los llamados desde muy lejos que la ponen un poco tristona, habrá visitas, si es que “las nenas” –así les dice a sus sobrinas, que miden 1,80 metros cada una- no van al Chaco, con su abuela. ¡Ah! Mi comidita también será especial, aunque no me dejen comer masitas ni pan dulce, que me caen fatal… de pensarlo, la colita me baila sola…