El universo de las ciencias de la información tiene un antes y un después del 30 de noviembre de 2022, cuando la empresa tecnológica OpenAI lanzó, para toda la comunidad un nuevo modelo de lenguaje de inteligencia artificial: el GPT-4.
Desde entonces, en las sociedades donde se introdujo esta nueva herramienta informática, han comenzado a mutar en un proceso que abre innumerables posibilidades de cambios en los sectores del trabajo, el ocio, la cultura, la ciencia y la política, y se posiciona como uno de los pilares de la cuarta revolución industrial a la que asiste la Humanidad, que le permitirá generar un boom de productividad y bienestar económico donde se aplique.
Si bien la Inteligencia Artificial es una de las vigas en las que se sostiene el andamiaje de esta nueva etapa superior del capitalismo, no es la única: la digitalización de los servicios, la robotización de las (hasta ahora) manufacturas industriales y el avance de la “Internet de las Cosas” están provocando, de manera sigilosa, un cambio de statu quo en todo el mundo, sin distinción de regímenes políticos, credos o niveles de vida de las sociedades.
En ese contexto, y a un año de la creación del ChatGPT, el debate pasa por dilucidar si no se está dando vida a un nuevo “monstruo” similar al creado por el doctor Víctor Frankenstein en la novela de Mary Shelley.
Las alarmas se acaban de disparar luego del despido (y posterior reincorporación) a la empresa OpenAI de su alma mater, Sam Altman, por un presunto sistema llamado Q star (Q*), que -aseguran- superaría el desempeño de los humanos en cualquier tarea económicamente importante.
En ese contexto, la polémica por los riesgos de la Inteligencia Artificial llega al punto de que su pionero Geoffrey Hinton está arrepentido de su creación.
No cabe duda de que el GPT-4 es un poderoso motor para la creatividad, la producción científica, cultural y educativa, pero también implica peligros. Y, como siempre, lo que más se teme es a lo desconocido.















