Por Sebastián Grandi (*)
En 1965, en la víspera del debut de The Rolling Stones en Canadá, el locutor de la CBC Larry Zolf entrevistó a la banda para indagar sobre las «screamies», como les decían a las chicas que gritaban al verlos, pero lanzó la pregunta que definió la estrategia de marketing de la banda: ¿Dejaría que su hija se case con un Rolling Stone? Jagger y compañía eran los chicos malos del rock que espantaban a los jóvenes del camino correcto, el reverso perfecto a The Beatles, que ya habían sido aceptados por su candidez y simpatía.
Si la pregunta la hiciese hoy ante la imagen de un hijo o hija fanatizado por la estrella pop global del momento, ¿dejaría que su hijo sea criado por Taylor Swift? Es tanta la cantidad de horas que alguien se expone a la música de ella, a su manera de pensar, a sus más mínimas acciones —pensadas como cuidadosas estrategias o surgidas de la más pura naturalidad— que la pregunta sigue siendo válida.
Su poder e influencia toca desde las relaciones humanas hasta la política, desde el mercado del entretenimiento hasta la exportación de los valores típicamente estadounidenses. La cantante de Nashville tiene tal llegada al corazón de millones de personas en todo el mundo que el poder que ejerce es descomunal. Casi como cuando The Beatles revolucionaron el mundo, somos testigos de cambios profundos que son liderados por una cantante de treinta y dos años que en apariencia solo escribe canciones de amor.
Hace casi diez años vi a Taylor Swift en un festival en Londres. Fue poco antes de Navidad, la ciudad estaba decorada para las fiestas y en la calle la temperatura no subía de los 2 grados, pero en el interior del O2 Arena el público —en su mayoría adolescentes, muchos acompañados por sus padres— ardía por ver una sucesión de figuras de lo último del pop que iban a tocar esa noche.
Ed Sheeran era entonces la estrella emergente y la excusa que me había llevado hasta allí, pero también estaban anunciados Sam Smith y Olly Murs. Taylor Swift estaba agendada para el cierre y venía de ponerle a su último disco el nombre del año en que nació: 1989.
Entonces pensaba que era casi una desfachatez exhibir esa fecha como quien pretende remontarse a una conexión con un pasado lejano, aunque el disco me pareció bastante bueno. Había conseguido una edición especial que venía con fotos tipo Polaroid que transmitían esta sensación de historia personal que contar.
Pero yo estaba aquella noche más ansioso por ver a las nuevas figuras que venían a copar los charts, acaso por esa tendencia que tenemos los periodistas de dejarnos sorprender por lo último. Uno a uno los artistas fueron pasando y en algún momento me compré una cerveza para ver sentado el show de Taylor Swift que remataba la noche.
En los festivales los sets de cada artista suelen ser cortos y precisos. Es poco el tiempo que se tiene para desplegar la música, el carisma y el espectáculo y aquel que no tenga la certeza de que no va a jugar al cine por cien debería optar por dar un concierto en solitario en alguna otra parte. Hay que salir a matar, como dicen entre bambalinas. Y hasta que ella subió, debo decir, nadie me había matado.
Pero cuando Taylor se plantó frente a la multitud, la gente gritaba como si allí estuviese ocurriendo un exorcismo. La banda empezó a sonar y los bailarines a moverse. Swift caminaba con su metro ochenta sobre unos zapatos con tacos altísimos con la sutileza de un puma y justo cuando la canción lo requería, se plegaba a su corte danzante para sumar un paso, flexionar las piernas o quebrar la espalda en un preciso y estudiado movimiento que hacía que todo pareciese casual.
Entonces sentí el flechazo y lo que algunos colegas me habían dicho cuando la vieron en diferentes conciertos de Estados Unidos: que su show es extraordinario y su presencia en el escenario, magnética.
Busco el video de ese show en YouTube. Hay cosas que no recordaba, como una plataforma que la eleva mientras ella canta y se mueve y miles de papeles de colores caen del techo sobre una audiencia en trance.
Begin again
En julio de 2014 y con veinticinco años publicó en The Wall Street Journal un célebre artículo en el que defendió el valor de sus canciones ante el entonces incierto panorama que ofrecía Spotify. Las ventas de los discos físicos venían en picada y la industria depositó entonces su esperanza en la plataforma sueca. Pero para Taylor Swift aquello era un experimento del mercado que jugaba con su música y que en todo caso no retribuía el esfuerzo como corresponde.
En una decisión audaz, retiró sus primeros cuatro discos de la plataforma y los privó del siguiente lanzamiento, 1989, aquel álbum con el que la vi cantar en Londres. La manera en la que plantó su juventud delante de nuestras narices y en la que reivindicó sus intereses pudo hacernos acordar a los más viejos a la rebeldía del punk o en algunas pinceladas a los efectos del rock de los sesenta frente a las costumbres más arraigadas. Es decir: hasta entonces nadie nos había hablado con tanta dulzura sobre cómo defender nuestros derechos frente a la ambición de las corporaciones.
La jugada le valió a Swift integrar la lista de la revista Forbes de las personas más poderosas del mundo. Apenas superada por Tim Cook, el CEO de Apple, en 2015 compartió ranking con Xi Jinping o el papa Francisco. Su fuerza, indicaba la publicación, radica en la honestidad como artista que compone y participa en cada detalle del proceso de producción y que conoce a la perfección la monumental capacidad de acción de su público.
Con esos argumentos le discutió al propio Cook cuando criticó las intenciones de la multinacional de la manzanita de probar su plataforma Apple Music con sus temas sin recibir nada a cambio. Pero no solo para ella, que ya era millonaria y llenaba estadios, sino que los acusó de promover sus negocios sin pagarle a los creadores independientes o emergentes que veían cómo sus canciones sonaban sin recibir un centavo. Apple tuvo que cambiar la estrategia y pagarle a los creadores de contenido.
Sin embargo la movida más riesgosa desde lo económico y lo personal fue el ambicioso plan de regrabar sus seis primeros discos porque los masters fueron comprados en 2019 por el mánager de artistas y productor Scooter Brown al sello original de Swift, Big Machine. Taylor consideró esta movida una traición, porque su mentor Scott Borchetta sabía de la mala relación entre la cantante y el productor.
Aunque se rumoreó que Taylor y su padre estaban al tanto de las negociaciones, ella lo desmintió y dijo en un posteo en Tumblr que Brown la había despojado del trabajo de toda una vida. La resolución entonces fue volver a grabar los discos, recuperar material olvidado de aquellas épocas y asumir el riesgo de que los fans alrededor del mundo siguieran escuchando las versiones originales. Pero esto no pasó: la primera «Taylor’s Version» sobre el disco Fearless debutó en el primer puesto del ranking de Billboard.
I knew you were in trouble
En el libro Ayer soñé con Taylor, que la editorial Planeta publicó a propósito de la primera visita de Taylor Swift a América Latina este año, la escritora Tamara Tenembaum sostiene que la principal diferencia respecto a los grandes íconos pop de la actualidad es que su carrera está basada en valores del siglo XX.
No es en las redes sociales o en videos de 15 segundos donde se ganó su fama o desde donde conquista al público. No es Youtuber, Tiktoker, estrella de Twitter ni ningún efecto del derrame de la virtualidad.
Es una mujer de una belleza de términos hegemónicos para los estándares de hoy, pero no es esa su cualidad más distintiva. Construye, sostiene Tenembaum, desde el esfuerzo y la dedicación. Se le ha señalado la innata capacidad de componer rimas inteligentes y precisas que conectan directamente con millones de oyentes en todo el planeta, hablen su idioma o no.
Su música es versátil y genuina y su inteligencia le permite construir sonidos amables y puentes corales envolventes que construyen un sonido afable al oído. En el documental Miss Americana estrenado en 2020 en Netflix, se ve mucho de ese empeño personal por superarse a sí misma y creer con una convicción anacrónica que los grandes premios los ganan los grandes discos y no los departamentos de marketing.
En otras palabras: su éxito está sostenido por el poder de la música, de la misma manera en que lo han sostenido artistas globales y perdurables como Louis Amstrong o Frank Sinatra. Y los ejemplos no son azarosos.
Ambos músicos, que representan la más pura de las tradiciones americanas, fueron ejemplos del soft power con intervenciones puntuales en diversas áreas de la vida cultural y política de su país. Ese espíritu de superación, que atraviesa la música popular desde hace décadas, sobrevive en Taylor en una era en donde la personalidad suele construirse en el universo virtual y el don de la creación artística parece ser minimizado.
Se sabe que tiene cientos de millones de seguidores en las redes sociales, y en las últimas semanas, Taylor Swift les está enseñando una nueva lección a los analistas del marketing y de la publicidad.
Su reciente relación con el jugador de fútbol americano Travis Kelce de los Kansas City disparó no solo los seguidores de este, sino que además las publicidades que el deportista hizo para las sopas Campbell y la farmacéutica Pfizer tuvieron una penetración de casi el 30 % más que otras campañas. Música pop y fútbol americano: la pareja dispara al centro de la cultura popular de los Estados Unidos y todo el mundo se pregunta hasta dónde puede llegar esta sociedad tan poderosa.
Look What You Made Me Do
El gobernador de California Gavin Newsom dijo hace poco más de un mes que Taylor Swift va a ser un jugador clave en las elecciones presidenciales de 2024. Esta realidad esta vez no va a tomar a la cantante por sorpresa después de que intentara en 2018 bajar el perfil y evitar pronunciarse cuando a la Casa Blanca la disputaban Hilary Clinton y Donald Trump.
El silencio le valió fuertes críticas, pero fue recién para las parlamentarias de 2018 cuando Swift se inclinó por los demócratas atendiendo el reclamo de muchas comunidades de fans que se sentían perjudicadas por las decisiones políticas de Trump, en especial lo que sucedía con la comunidad LGTBIQ+, que se sintió muy vulnerable durante la administración del republicano.
En una entrevista a la revista Vanity Fair, Taylor dijo que como cantante de country, que es el género desde donde saltó a la fama, se le había dicho que siempre había que estar alejada de la política. Rompió con esa inercia primero en las redes y después en la música.
En 2019 escribió «Miss Americana & The Heartbreak Prince» para el disco Lover, en donde reflexiona no sin cierta pesadumbre sobre el destino político de los Estados Unidos. Algo de eso retoma en el single «Only the Young» de 2020, cuando escribe sobre los tiroteos que son noticia regular en las escuelas de su país.
Ambas fueron trabajadas junto al productor Joel Little porque fueron gestadas en una misma época de profundas reflexiones personales sobre el mundo en el que vivía.
Swift estuvo cerca de los movimientos de Black Lives Matter y contra la libre portación de armas en su país, sumándose a los debates que atraviesan la opinión pública.
Todo esto siempre le trajo críticas desde los sectores más conservadores y algún que otro disgusto en público, pero en ella sus declaraciones son leídas como una posición genuina sobre las ideas en las que cree.
You Need to Calm Down
En internet se multiplican las notas sobre los efectos de las decisiones de Taylor Swift hasta en los más mínimos detalles.
Que si usa un lápiz labial muy rojo para resaltar sus facciones y empodera a las mujeres, que la manera en la que encara sus asuntos deja enseñanzas que los gurúes el marketing después enseñan en las escuelas de negocios, que el lanzamiento por tiempo muy limitado de ciertos productos de su merchandising oficial (ropa, ediciones especiales de sus discos, etc.) nos dice algo de la impulsividad de las personas.
La venta de sus entradas produce tal fenómeno que altera la rutina normal de una familia que debe hacer colas virtuales o ampliar los márgenes de la tarjeta de crédito para poder comprar los tickets (lo sé porque en casa mis hijas me han reclamado un compromiso militante por un par de entradas a sus shows).
Hasta la neurociencia se ha ocupado de analizar los efectos de las acciones de Swift cuando se detiene en observar cómo en sus fans crece la necesidad de identificarse entre sí y consumir casi todo lo que proponga como forma de ser parte de algo.
Pero hay más: un estudio de la Universidad Estatal de Nueva York en Albany demostró que es tal el grado de excitación que experimenta un fan de Taylor Swift durante un concierto que luego de este padece un período de amnesia, ya que el exceso de emoción y estrés dificulta la creación de recuerdos.
Si verla en vivo provoca efectos en el cerebro, qué decir de las ciudades en donde se presenta. Se calcula que la gira en curso, The Eras Tour dejará ganancias extraordinarias en las ciudades en donde se presentó con números muy por encima de lo que se movía hasta antes de la pandemia.
De hecho la Reserva Federal de los Estados Unidos hace un apartado para los casi 4000 millones de dólares que facturará la gira de Swift solo por ese país, mientras que en otras latitudes se ha debatido si los conciertos —que no ahorran en espectacularidad, sea donde sea que se presenten— provocan una subida muy veloz de los precios de hotelería y gastronomía con efectos directos en los índices de inflación de las ciudades.
Un estudio de Oxford Economics revela que por cada 100 dólares que gasta un asistente a un concierto de Taylor Swift, hay otros 333 que se van en pasajes, comidas, hoteles o gastos en merchandising.
¿Qué hay hoy de esa chica que vi en vivo hace casi diez años en un festival en Londres mientras tomaba una cerveza? Taylor Swift es una maquinaria extraordinaria envuelta en el cuerpo de una mujer hermosa, tal vez algo fría y distante, profundamente expuesta a la presión mediática y virtual.
Es muy probable que detrás de muchas de sus decisiones como empresaria haya un equipo de ejecutivos que saben cómo y cuándo actuar para extraer ganancias extraordinarias de sus swifties, como se le dice al público que la sigue.
Sin embargo, incluso las medidas más estratégicas llevan la pincelada de una marca muy personal, humana, que la revela a ella detrás y que la hace creíble. Es que el motor de esta revolución es una chica que pone todo su empeño físico y emocional en un solo objetivo: hacer canciones. Y en que la próxima que escriba sea mejor que la anterior.
(*) Artículo publicado en www.jotdown.es