La arquitecta urbanista posadeña Mary Edith González Triay trabajó como maestra en la Escuela Nº 101 del Establecimiento Yerbatero “La María Antonia”, de San Ignacio, en la que adquirió un gran conocimiento de las familias y los niños del lugar. Al compartir su experiencia, desarrollada en el año 1963, esta maestra bachiller comentó que el edificio era de material, tenía cuatro aulas, dirección, secretaría y sanitarios y que, el dueño del establecimiento y su hija, que era la directora, mantenían las instalaciones. Cada año, al comenzar el período escolar, se arreglaban puertas, ventanas y sanitarios, se pintaba todo el edificio, y se limpiaba el extenso patio sobre el cual avanzaba la maleza. Por más de 70 años fue la única escuela de la zona.
En primera persona
González Triay tenía a cargo 23 alumnos correspondientes a cuarto, quinto y sexto grados, anexados en un único turno, el de la mañana, práctica que era corriente en las escuelas rurales en las que la matrícula era escasa.
“Éramos tan solo tres maestras y vivíamos en la misma casa, por lo que podíamos ponernos de acuerdo para desarrollar un trabajo homogéneo. En su mayoría los alumnos, hijos de los trabajadores del establecimiento, manifestaban una preparación inferior al grado que cursaban y venían de varios kilómetros a la redonda, ya que las viviendas estaban dispersas en las 700 hectáreas del campo. Al personal docente nos era casi imposible faltar a clases porque, al ser tan pocas personas, no se podía atender a los alumnos de los grados que quedaban sin maestra.
La 101, albergó en su época a los hijos de los trabajadores, como así también a los vecinos de las zonas circundantes. En 1920 fue construido un edificio provisorio y en 1947 se construyó la escuela cuyas paredes permanecen de pie, sobreviviendo al tiempo y a los cambios de la historia.
Durante la clase no era fácil lograr la atención de todos ellos y, además, había que planificar muy bien la tarea para dar a la vez la misma materia con dificultades diferentes. Si enseñaba las matemáticas, trataba que lo que debían aprender los alumnos de cuarto sirviera de repaso para los de quinto y sexto. En ocasiones dentro de la enseñanza de la geometría, un curso armaba cuadrados, rectángulos, rombos, romboides, trapecios, trapezoides etc. como trabajo práctico. Si daba historia, relataba la vida de los héroes como si fuese un cuento o fábula de manera que no fuera muy difícil para los más pequeños, pero tampoco tan fácil para que los más grandes no se aburrieran. Cuando no podía obtener esto, dividía el trabajo y enviaba a los de quinto y sexto al patio a realizarlo.
Al hacerme cargo de las divisiones encontré mucho material didáctico en los cajones de las bibliotecas en pésimas condiciones, húmedos, deslucidos, pegados en papeles que habían cumplido su ciclo útil. Eran hermosas láminas de historia, ciencias naturales, ciencias sociales, sacadas de la revista ‘Billiken’ y de ‘La Obra’, una revista inestimable que enviaba el Consejo General de Educación. Con ayuda de los alumnos, en clase de manualidades, pegamos las láminas en nuevos soportes y confeccionamos una carpeta agrupándolas de acuerdo a los temas de desenvolvimiento, reforzadas con papel para evitar que la manipulación las deteriorase. Cambiamos el soporte de los cuadros viejos que mostraban el paso de las polillas y humedad dando lugar a otros que, aprovechando las mismas láminas, se modernizaron.
Conseguimos libros donados por las librerías con las que trabajábamos para formar la biblioteca del aula, y formamos la hemeroteca con revistas y diarios recolectados en las casas de alumnos y de amigos. Los niños llevaban libros y revistas a las casas en préstamo y nos enteramos que los padres también los leían, con lo que incrementaba el gusto por la lectura. En un rincón del aula formamos, con cajones de manzana forrados, un pequeño museo para guardar objetos que llamaban la atención de los niños. Se los analizaba, estudiaba y clasificaba, formando colecciones, y se les aclaraba constantemente que no debían matar a los insectos, solo recogerlos cuando los encontrasen muertos.
Organizamos una huerta para cultivar alimentos frescos, incontaminados y económicos, lo que nos permitía conectarnos con la naturaleza. Plantamos cebollita de verdeo, perejil, zanahoria, lechuga, maíz, mandioca. Los niños hicieron el abono con la misma tierra, restos de la cocina, ramas y hojas secas. Para ello abrieron un pozo de un metro por un metro, dejando la tierra extraída alrededor y fueron llenando con restos de comida, cáscaras, el producto de la limpieza del patio, etc. A medida que se iban arrojando los restos orgánicos se apisonaba y tapaba para evitar la irrupción de insectos. También, se colocó un caño con codo inferior para que salieran los gases. En cuanto el pozo estuvo lleno lo taparon con la tierra de alrededor. El compost obtenido a partir del pozo servía para abonar la huerta.
El exgobernador de Misiones, César Napoleón Ayrault, lo había considerado como Patrimonio Cultural de Misiones, pero el proyecto quedó sin efecto tras la muerte del mandatario.
Los alumnos traían las herramientas, palas, picos, azadas, elementos que sus padres usaban en el campo y las que no, al igual que las semillas, se conseguían en la administración del establecimiento. El terreno se trabajaba luego de una lluvia, porque la tierra laterítica contenía hierro y se volvía dura como piedra. Entonces, se formaban los andenes separándolos con tacuaras, se colocaban palos con horquetas para colocar la sombra para paliar el intenso calor porque los rayos del sol atentaban contra el crecimiento de las verduras. De los techos de zinc se juntaba el agua de lluvia para regar la huerta.
Conseguimos un calentador Primus en el que cocinábamos con verduras sacadas de la huerta. Los alumnos traían huevos de sus casas para realizar las comidas. La enseñanza de la gastronomía era muy importante para ayudar a las familias a ampliar sus conocimientos culinarios, ya que uno de los mayores problemas que se presentaba en las casas era que las madres no sabían cocinar y compraban enlatados, y de esta forma el dinero ganado por el padre rendía menos. También enseñábamos a los niños a no quemar los desechos para salvaguardar el ambiente, por lo que el producto recogido en la limpieza de las aulas y el patio era enterrado en el pozo. La basura, formada principalmente por papeles, se llevaba a la administración, en la que había una estufa que se utilizaba para calentar el agua y quemaba toda clase de basura. El trabajo era simultáneo, y rotativo para que todos adquirieran las mismas destrezas, y se realizaban en las dos últimas horas, así, al preparar la comida, podían llevarla a sus casas para compartirla con sus hermanos.
La María Antonia era el más importante establecimiento de San Ignacio y el segundo de la provincia. Era como un pueblo aparte, ya que en el lugar existía una iglesia, escuela, viviendas para los obreros, un almacén y hasta un club deportivo.
En las clases de educación física se ejercitó la formación y marcha, ubicando a los alumnos de mayor a menor, de modo que permitiera el lucimiento de la escuela cuando fue invitada a San Ignacio para la fiesta del 25 de Mayo. Se realizaron prácticas para una exhibición gimnástica con música, juegos diversos, y ejercicios varios que contribuían a reforzar la disciplina. Se practicaba ‘pelota al cesto’ cuyos aros fueron construidos por los obreros del establecimiento y se logró un buen equipo que animaba las fiestas que se desarrollaban en la escuela. A todas ellas eran invitados los padres, y nuestro mayor logro fue hacer que los hombres concurrieran a la escuela.
Para leer el discurso en las fiestas patrias, se entrenaba a los alumnos con facilidad para la lectura y, con la participación de todos los niños, armábamos el discurso que era leído por uno de ellos y utilizábamos así los conocimientos adquiridos en las clases de historia. También, los de la clase de lenguaje. De allí eran elegidos los que recitarían una poesía o tomarían parte en una representación acorde a la fecha que se conmemoraba. Los alumnos confeccionaron títeres en base a una obra escrita por ellos, las niñas hicieron los trajes que imaginaban que debían llevar. Invitados por la Escuela Nº 74 de San Ignacio, organizadora de una muestra sobre lenguaje, presentamos una maqueta para la enseñanza del sustantivo, que podía hacerse extensiva a otras materias de la currícula escolar. En la misma estaban representados edificios, calles, jardines, una granja, con sus respectivos nombres y las diversas clases de sustantivos, propios, comunes, colectivos, etc.
El Día del Niño recolectamos retazos de lana, de paño, etc. y se confeccionaron juguetes con moldes sacados de la revista ‘Billiken’. Ayudados por las maestras, los alumnos cocinaron tortas cuyas recetas se habían copiado en clases teóricas de cocina y exprimieron naranjas para brindar un refrigerio. El Día de la Madre, en la clase de labores, las niñas realizaron ajuares para los bebés, pañales con retazos de tela y tejidos con lanas conseguidas en negocios del ramo, mientras que los niños armaron y tejieron canastitas con los juncos que crecían alrededor de la escuela. Las cajas de cartón eran aprovechadas para confeccionar costureros forrados con papeles de colores. En la fiesta se presentaron dos equipos para disputar un partido de ‘pelota al cesto’. A las madres asistentes se les ofreció un refrigerio con tortas y jugos, de los que también disfrutaron los padres que las acompañaron.
En la exposición de labores de fin de año, las niñas realizaron todos los adornos para el árbol con restos de huevos a lo que pintaron de varios colores. Utilizaron papel brillante para hacer muñecos y estrellas, y para forrar elementos geométricos. En cambio, los niños confeccionaron un árbol para Navidad: consiguieron un palo de escoba, le practicaron numerosos agujeros al tresbolillo y colocaron las ramas hechas con papel crepé de color verde. La fiesta de fin de curso resultó un gran logro porque la capacidad del enorme patio estuvo colmada por todos los familiares de los alumnos. En ella los alumnos presentaron un teatro de sombras; detrás de la sábana blanca colocaron focos dirigidos hacia una pareja que bailaba ‘El Mensú’ de Ramón Ayala. Los alumnos que generalmente eran reacios a tomar parte se sintieron seguros detrás de la sábana y desplegaron toda su gracia. Luego se entregaron diplomas a los que tenían asistencia perfecta, a los ganadores de las justas de lectura, a los mejores atletas y a los mejores alumnos de cada curso. Un niño de séptimo despidió a los compañeros. Al final se sirvió un refrigerio a todos los presentes. Fue un acto muy emotivo”.
“La María Antonia” comenzó a principios de siglo XX cuando la familia Herrera Vega compró las tierras y puso la administración en manos de sus primos, la familia Palacios, que llegó desde Venezuela y entre otras acciones, inició la construcción de su casco de estancia que es réplica de la casa de su pariente lejano Simón Bolívar, cuya construcción se terminó en 1925, en pleno auge de la yerba mate. Al lugar lo llamaron de esa manera en honor a la esposa de Rafael Herrera Vega, María Antonia.
Andrés Haddad, comerciante de origen libanés, compró la estancia en 1955. En 1996, cuando se produjo la gran crisis de la yerba, se inició el éxodo de los trabajadores y tres generaciones de la misma familia se fueron a los pueblos aledaños. En ese contexto de crisis, la Escuela 101, dejó de funcionar porque se quedó sin alumnos. Antes de cerrarse fue aula satélite de la Escuela 132, porque el Consejo de Educación tenía que pagar el alquiler, dos docentes, el cargo directivo y ya había pocos chicos.
A pesar de la insistencia y de las reformas institucionales que se llevaron a cabo, el establecimiento funcionó como aula satélite solo por algunos años. En el año 2005, la escuela dejó de funcionar definitivamente ya que se quedó sin estudiantes.