El maestro Ervin (mi papá) nació en Almafuerte, provincia de Misiones, en el año 1946. Fue el segundo de seis hermanos: Margarita, Ervin (Nito), Rolando (Lalo), Milton, Albino y Silvia. De muy pequeño su familia se mudó a Aristóbulo del Valle, donde pasó su niñez y adolescencia.
La vida sacrificada de sus padres, Lidia Genske y Guillermo Reinhardt, trasladó sus efectos a temprana edad al resto de la familia. Eran agricultores y aunque tenían una chacra, los lujos no existían para ellos. Mientras mamá Lidia trabajaba la tierra a la par de su esposo, una “niñera” de tan solo seis años cuidaba al bebé Ervin y su hermana Margarita, 11 meses mayor, quien le puso de apodo “Nito”.
Con un mismo corte de tela, Lidia cosía la ropa para todos sus hijos. Hacía pantalones cortos para los niños, y con un solo un par de zapatos, que se rotaban entre hermanos, se las arreglaron un tiempo para no ir siempre descalzos a la escuela. Así es como el “pantalón cortito con un solo tirador” no solo fue la letra de “Chiquillada”, una canción que escucharía con nostalgia mi viejo en el futuro, sino también el uniforme de familia que vestía de niño al maestro Ervin.
Aprendió a hablar el castellano recién cuando fue a la escuela. Porque en su casa solo se hablaba el alemán. Eso fue razón de burla entre sus compañeros, cuando estuvo en primer grado inferior, según contaba mi viejo.
Su primer trabajo fue repartir leche. A los siete años, montando a su caballo “Bragado”, con las alforjas cargadas de varias botellas, salía por la colonia llevando el producto en envase retornable. A veces, también le tocaba cargar sobre la espalda pesados atados de tabaco que luego tenían que “ensartar” con un filoso alambre para el proceso de secado. Me contó que así un familiar suyo sufrió un día un accidente perdiendo la vista de un ojo para siempre.
A los 12 años estando cerca de un arroyo lo mordió una yarará. Corrió hasta su casa y su papá le practicó primeros auxilios. Lo subieron a un carro y lo llevaron a un hospital, donde llegó como “borracho”, nos contaba, vomitando y con la visión borrosa. Sobrevivió gracias a Dios, a que en el hospital tenían el antídoto y porque él supo distinguir qué especie de víbora lo había mordido.
A los 19 años, en contra de la voluntad de su padre, se fue a estudiar a un colegio con internado, en aquel tiempo Instituto “Juan Bautista Alberdi” (IJBA), hoy Instituto Superior Adventista de Misiones (ISAM), en Leandro N. Alem. Su mamá le preparó un riwwel kuchen (torta alemana) y con poquitas cosas en un bolso se fue sin que se entere su papá, buscando un camino diferente que le proporcione un porvenir más acorde con sus sueños y aspiraciones.
En ese colegio, gracias a amigos, compañeros y profesores, aprendió cuestiones de lo más básicas, como por ejemplo a usar desodorante, a lo más trascendente para el desarrollo de su carácter, como la disciplina por el estudio, el amor a la lectura, el aprendizaje de oficios.
En esa búsqueda encontró a la persona que sería su compañera de vida, fiel única e inseparable por los siguientes 52 años, y una profesión donde pudo encauzar su verdadera vocación de servicio a los demás. El 19 de mayo de 1971, a los 25 años, se casó con Yolanda Carmen Stecler. Mientras criaban a sus tres hijos se dedicó a múltiples actividades de subsistencia económica. Desde albañilería, plomería, mecánica, electricidad, panadería, fotografía social, apicultura, comercio, transporte, hasta la docencia.
A los 36 años comenzó su carrera docente cuando se inició el Profesorado de Educación Primaria en el IJBA, en 1982. Se recibió a los 40 años y ese tiempo que se dedicó a la docencia fueron los más fructíferos y significativos para él. Sin desmerecer a las otras profesiones, que tampoco las dejó de ejercer en forma paralela, esta última fue la que lo colmó de satisfacciones y crecimiento personal. Sus mejores recuerdos y sus emociones se centraron en esas experiencias vividas junto a sus alumnos, sus colegas y los padrinos de su escuela.
El 19 de mayo de 1971, a los 25 años, se casó con Yolanda Carmen Stecler. Mientras criaban a sus tres hijos se dedicó a múltiples actividades como albañilería, plomería, mecánica, electricidad, panadería, fotografía social, apicultura, comercio, transporte, hasta la docencia.
Y aunque pasó por varios establecimientos de Santa Ana, Almafuerte, San Vicente, las escuelas que cautivaron su entusiasmo e hicieron mella en su corazón, fueron las escuelas rurales. Especialmente la Escuela Nº248 “Tratado de Paz”, de Almafuerte, y su aula satélite de Colonia Finlandesa, donde decidió quedarse hasta su retiro. Porque allí descubrió que podía DAR mucho más que clases.
Las paredes, el techo y los pisos de madera de la vieja escuela habían estado sin mantenimiento. Necesitaban ser reconstruidas, entonces trabajaba en eso mientras les enseñaba cosas prácticas a los chicos. En tanto reconstruían la escuela les enseñaba de manera muy básica, simple y acorde a su entendimiento lecciones sobre cálculo de áreas y volúmenes. Como, por ejemplo, calcular el volumen de un metro cúbico en una montaña de arena, por ejemplo, aplicando la fórmula del cálculo de volumen de un cono. Él me decía que quería enseñarles estrategias para que el día de mañana nadie los engañe cuando tengan que comprar o vender.
Instaló baños en vez de letrinas, y cocinas con agua corriente y gas en garrafa porque los niños comían en las escuelas y hasta algunos no recibían mucho más alimento que ese. Hizo huertas escolares y de la huerta no solo cosechaban las verduras, sino también múltiples conocimientos aplicados a la vida cotidiana: clases de botánica, formulas y cálculos matemáticos de superficies geométricas, proporciones fracciones. Clases de cocina, porque después cocinaban para la escuela o vendían los productos, aprendiendo a comprar y vender, manejar el dinero y, de paso, aprovechaba para integrar con el área de lengua, la lectura de recetas, introducción a los tipos de textos, instructivos, publicitarios para promover la venta de productos de la huerta o la elaboración de alimentos a partir de ellos.
Una vez mi papá me propuso ayudarle en la escuela de Colonia Finlandesa ya que su maestra de grado había renunciado por miedo a seguir yendo, porque en una escuela vecina habían asesinado a una colega. Tremenda situación me movió a decir que sí, pero fui con la simple expectativa de ayudar con las clases y poder volver de la escuela caminando los 15 kilómetros de distancia que había y así cumplir con mi hora de actividad física requerida, para lo cual calcé mis mejores zapatillas de “trecking” y al bajarme del auto llegando a la escuela fue que vi, a unos niños caminar descalzos y felices sobre la helada escarcha invernal, para llegar temprano a la escuela. Mi chato corazón se rompió en tantos pedazos como niños había. Y esa imagen trastornó mi conciencia. Y ya no volvía ser la misma persona.
Estaban descalzos, con frío, pero felices. Corrían al encuentro del maestro Ervin. Esos niños (aunque no era el caso de todos) aprendían, comían, cantaban, jugaban, reían en la escuela. Estaban felices porque la otra opción era, tal vez, ir a trabajar a la chacra con la panza vacía, sin abrir un libro, sin leer, sin saber. O tal vez peor, quedarse en la casa recibiendo el trato inapropiado de algún adulto irresponsable.
Esos niños que a simple vista estaban descalzos y desprovistos de todo, en su humilde ingenuidad sí sabían lo que era mejor para ellos y por eso podían ir descalzos y felices a la escuela. Y en mi mente apareció por un instante la imagen de muchos “Nitos”, en pantalón cortito de un solo tirador, y descalzos.
Esos años de escuela no fueron tantos, pero fueron “hondos”. Fueron unos 15 años de profunda labor para Ervin. Quince años de reconstruir, ampliar, refaccionar, FUTUROS. Limpiar, vestir, abrigar, alimentar, ESPERANZAS. Mirar, escuchar, visitar, entender, comprender, NECESIDADES. Descubrir, enseñar, mostrar, desarrollar, HABILIDADES. Cocinar, proyectar, buscar, cultivar, SOLUCIONES. Abrazar, consolar, recibir y soltar CORAZONES. También, por qué no decirlo, luchar, insistir, discutir, rechazar y aceptar, DESACUERDOS. Y hasta padecer, resignar, llorar, sufrir, INJUSTICIAS.
Esos años calaron en su alma bien fuerte y lo marcaron, a él, a mí, a sus alumnos, a sus colegas, y a los padrinos de la escuela que venían de Buenos Aires. Un grupo de jóvenes de pensamiento altruista. Que dieron tanto por la escuela. Tanto que daría para escribir un libro entero. Pero hoy se trata del maestro Ervin que dejó este mundo hace poco menos de un mes luego de transitar varios años de enfermedad, siempre al cuidado de su fiel esposa Yoly. La ausencia de salud le fue quitando de a poco la energía, el entusiasmo y esa sonrisa tan propia.
El día más frío del año, acá, en Buenos Aires, el 18 de julio de 2023, rodeamos la cama de un hospital: Yoly, sus tres hijos: René, Nancy y Gastón; su nuera Rocío y yerno Lisandro, sus nietos: Axel, Liz, Julieta, Ivo, León y Gio. Y también a la distancia, pero con el corazón muy cerca, Kevin y Paula, dos nietos más, con Marcela, su otra nuera. Estuvimos ahí, con él, hasta que vimos exhalar su último aliento. No queríamos dejarlo morir solo. Pero llegó su hora y lo dejamos partir con la certeza de que seguirá presente para siempre en nosotros y, en tantos, por ser un hombre que logró trascender. Ocuparse y abrirse a los demás, entregarse a los otros, buscando a través de su creencia en Dios un desarrollo espiritual más allá de lo cotidiano. Logró dejar un legado. Una huella a seguir.
Por Nancy Reinhardt
EL MAESTRO RURAL
(al Maestro Ervin, a todos los Maestros Rurales)
Acabo de recibir una triste noticia: Falleció el Maestro ERVIN. Fue una persona que, con su ejemplo, me marcó el camino de la docencia rural. Va, con este poema escrito hace tiempo, un fuerte abrazo a todas las personas que lo quisimos y lo queremos.
Día a día deja un jirón
de su propio ser
enseñando a vivir,
en los lugares más remotos,
a esos niños que son su vida.
Vestido con un delantal blanco,
el único,
digno en sus zurcidas.
Armado de cuadernos
y tizas… y caricias.
Busca llevar un poco de esperanza,
un poco de comida,
no sólo la que prepara todos los días para que coman los alumnos,
sus alumnos, sus chicos,
sino esa que quizás sea más importante:g
la del alma… cocida con amor
y palabras simples
que muestran cosas nuevas,
que enseñan sencillamente
para que puedan ser aprendidas y aprehendidas.
Soñador
que enseña a soñar
que da alas y abre jaulas
para permitir un vuelo libre, de cóndor.
Abecedarios y tablas no le alcanzan
para lo que él quisiera.
Campesino
siembra las semillas
para cosechar un mañana mejor
en el cual los chicos no vayan a la escuela en busca de un plato de comida
sino en busca de un futuro.
Busca que busca encuentra
injusticia, pobreza, desesperanza
y sufre… y sueña
y como soñar no alcanza
continua en la cotidianidad de su escuela luchando
-como un grito continúa allí-
buscando abrir conciencias
despertar a los dormidos
enseñando a ser libres a aquellos que en un futuro
van a ser los encargados de terminar con tantas injusticias.
Por Martín Cornell
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