El terror político no es nuevo en Estados Unidos, pero se ha convertido en una amenaza mayor en las últimas décadas. De los 1.040 ataques terroristas ocurridos entre 1994 y 2021, compilados por el Center for Strategic and International Studies (CSIS), un think tank de Washington DC enfocado en análisis globales, más del 15% sucedieron en los dos primeros años de la presidencia de Joe Biden -o, dicho de otro modo, una vez que Donald Trump dejó la Casa Blanca denunciando un fraude electoral inexistente-.
La gran mayoría de esos asaltos fueron responsabilidad de grupos de la ultraderecha1, que solo desde 2015 planearon o ejecutaron 267 actos de terror, en los que murieron 91 personas.
La violencia de la ultraderecha blanca ha producido una respuesta en el otro extremo del arco político: el terror de la extrema izquierda, dice CSIS, creció también en los últimos años, pero aún representa una fracción de los asaltos de la ultraderecha.
Mientras unos atacan a civiles -sus víctimas representan a todas las minorías (negros, musulmanes, inmigrantes, asiáticos, LGTBIQ+)-, clínicas para abortar o iglesias, los otros intentan reventar oleoductos y cuarteles policiales.
¿Qué dice esto? No hay balanza con dos demonios: la extrema derecha es la responsable sustancial del clima de dientes apretados en Estados Unidos. Sus actos terroristas se dispararon tras la elección de Barack Obama, el primer presidente negro de la historia estadounidense.
Desde entonces, grupos como Proud Boys, Three Percenters -una organización parapolicial anti Gobierno federal-, los conspiranoicos de QAnon, los Oath Keepers -muchos de ellos expolicías y exmilitares-o los etnonacionalistas xenófobos de VDARE reclutaron nuevos miembros, movilizaron a la militancia e hicieron más visible su propaganda en las redes sociales.
La elección de Donald Trump catapultó a los orcos. Trump fue -es- un facilitador del autoritarismo y de la destrucción de la llamada institucionalidad democrática.
Trump se afanó mucho más allá de dejar que grupos fascistas y neonazis se ocupasen de la “seguridad” en sus mítines portando armas largas y vestidos con uniforme militar.
Su centralidad fue tal que, en el primer debate preelectoral con Biden, fue renuente a condenar la violencia neonazi. “Stand back and stand by”3, les dijo a los Proud Boys (“Retrocedan y esperen”). Como si fuera un anticipo, los Proud Boys y otros grupos ultras estuvieron en la primera línea de asalto de la insurrección que tomó el Capitolio en enero de 2021 para evitar la certificación de Biden.
El terror político es siempre hijo de una vanguardia más o menos iluminada ungida por un dios humano: un grupo se apropia de las angustias, ansiedades y miedos, de las expectativas irresueltas y de los prejuicios, y los emplea para obtener ganancias políticas con un alto impacto psicológico. Trump indujo a invadir el Capitolio -“If you don’t fight like hell you won’t have a country anymore”4- y, tras ello, no solo defendió a los criminales que gritaban “¡Cuelguen a Mike Pence!” -para él, es de “sentido común” que la gente quiera ahorcar al vicepresidente si no apoya sus quejas por un (inexistente) fraude electoral5- y ha seguido alentando el discurso destituyente para encender los ánimos de su electorado hacia las elecciones presidenciales de 2024.
La violencia infinita
El terror político no acaba en la retórica: necesita actuar. Atormentar a los demás hasta que renuncien a la convivencia y se sometan. Tampoco precisa ser mayoritario.
Anne Applebaum lo escribió en su libro Twilight of Democracy: la democracia debe justificarse a diario, tan joven e imperfecta; la violencia -partera de la historia, dijo uno- tiene seducción milenaria.
Resentimiento, miedo y revancha condimentan el caldo social y político. La teoría del gran reemplazo está en el corazón del etnonacionalismo, agrupado con y más allá de Trump.
Desde Estados Unidos a Hungría o Italia, gana tracción la noción de que los blancos están siendo desplazados por minorías gracias a supuestas políticas migratorias laxas de los gobiernos y a que esos indeseables tienen una tasa de reproducción mayor.
El gran reemplazo no es una ocurrencia crecida en la marginalidad económica o en el activismo descerebrado. Muchos de quienes asaltaron el Capitolio ni eran rednecks ni eran hillbillies sin dientes: eran personas de clase media, hombres y mujeres de mediana edad sin vínculos llamativos con organizaciones de la ultraderecha. Mr. John y Mrs. Daisy, vecinos de la cuadra, son blancos atemorizados por el mestizaje o, de otro modo, el cambio.
Una infantería informal, enardecida por la vanguardia ultra: el terror vuelto acto social más o menos masivo, asimilado por cientos de miles o millones de personas como una normalidad. El miedo como catalizador.
Un trabajo del Chicago Project on Security & Threats (CPOST), un centro apartidario de la Universidad de Chicago dedicado al análisis político-económico, encontró una respuesta inquietante: la motivación racial es profunda en los activistas de ultraderecha.
Cuando analizó los casos de los 377 detenidos por el asalto al Capitolio encontró que esos hombres -casi todos blancos- provenían de 44 de los 50 estados del país. O sea, tanto de territorios republicanos como demócratas. Entonces ¿qué los unía? La mayoría vivía en condados donde la población blanca no latina se había reducido significativamente.
Lanzar la red
Los asaltos no son demasiados, pero sirven a la espectacularización. Los medios amplifican el suceso y las redes ensanchan las interpretaciones. Medios de propaganda de la ultraderecha -como Fox News o Breitbart y One American News- justifican o minimizan los actos bajo el presupuesto de que se trata de ciudadanos indignados.
La convivencia en las plataformas de internet copadas por la ultraderecha refuerza el sentido de pertenencia presentando a los criminales como héroes de la causa. Los intercambios en las redes contribuyen a alimentar el temor civil. El miedo es una conversación social de la que todos participamos.
El terror ha encontrado nuevas formas de propagación en las redes, un café para revolús abierto 24/7, multitudinario y transfronterizo.
Las cámaras de eco y las burbujas de filtración permiten crear universos a medida, encapsulan y segmentan, facilitando que cada quien crea lo que quiere creer y lo refuerce en el ida-y-vuelta con la tribu de semejantes.
Los algoritmos seleccionan información con base en los datos/rastros que deja nuestro comportamiento digital, de manera que quien desee vendernos algo -desde unos zapatos a una idea- pueda seguir esas preferencias.
Por elección propia o por efecto de los algoritmos, las redes crean cámaras de eco que nos sobreexponen a ideas afines y producen burbujas de conformidad eliminando la información que nos contraría, como si fuéramos bebés entre algodones, para no lastimarnos al caer.
La pérdida de certezas hace desastres con la psique humana. Al sostener la idea de una amenaza existencial a la cultura, religión, raza o nación que somos -una noción enarbolada por todos los populismos y todos los autoritarismos-, la narrativa de la securitización obliga a los patriotas a desplazar a Los Otros que no son parte de El Pueblo elegido a través de la confrontación. Y la confrontación incrementa el riesgo de la explosión violenta, social o institucional.
“Los académicos se cuidan de no producir comentarios ligeros que actúen como aceleradores de creencias demoníacas sobre las redes sociales y su vínculo posible, probable o real con la violencia -escribí hace no mucho-. Pero, en climas de polarización marcada, grietas y desestructuración del diálogo, personas radicalizadas pueden crear círculos cerrados de comunicación con otros fanáticos y dar el paso indeseado y convertirse en terroristas digitalizados”.
Claro, suponer que solo cámaras de eco y burbujas de filtración operan sobre nuestros consumos es igualmente determinista. El contexto importa y nuestros vínculos cara-a-cara son importantes para definir nuestra concepción de la vida o la política. Esto es, un enorme volumen de nuestras decisiones sobre qué creer o hacer sucede fuera del espacio virtual, en la relación dialógica con los otros.
El intento de golpe de Estado del Capitolio repuso que los blancos que temen perder la América anglosajona pueden darse la mano con extremistas y, potenciados por la tribalización y un líder populista autoritario, salir a la calle a destrozar la convivencia ordinaria.
Las redes solo son una herramienta, un escenario de intercambios, como los viejos cafés y bares, pero es la calle -metafóricamente, la movilización de masas- la que aún constituye un factor central de la acción política: alguien debe hacer después de decir.
“Hay gente que tiene visiones extremas y consume cosas extremas, y, si le das eso, es extremadamente probable que dispare reacciones -me dijo Karsten Müller, un especialista en políticas públicas de Princeton University que investigó la relación entre Facebook y la violencia racial en Alemania-. No necesitas muchas personas que crean deep fakes o fake news (para que suceda la reacción): solo una con un arma”.
Pet friendly? Gun friendly!
En un solo mes de 2020 -marzo-, el FBI registró casi cuatro millones de verificaciones de antecedentes para comprar armas en todo Estados Unidos.
Más de un millón de esas verificaciones ocurrieron en solo siete días: cuando la Casa Blanca ordenó los primeros confinamientos por COVID. Los especialistas creen que detrás de esa prisa nerviosa hay millones de personas temerosas de un Armagedón social.
Las teorías conspiranoicas suelen dibujar este escenario: ante una crisis mayor, cuando reinen el pánico y la anarquía, las fuerzas de seguridad serán incapaces de mantener el orden si el Gobierno federal decide restringir los derechos individuales -como fueron los confinamientos de la pandemia- y, en un avance colectivista, crea una tiranía.
No es una idea absurda. El protagonista de buena parte de los crímenes masivos perpetrados en Estados Unidos es un individuo que decide corregir las cosas porque, sostiene, nadie hace lo correcto. Detrás de cada acto terrorista reside una filosofía identitariamente libertaria: la sociedad debe armarse para enfrentar los cambios del statu quo. Y Estados Unidos es el único país del mundo donde los civiles amasan un poder de fuego capaz de competir con el de las Policías locales: 120,5 armas por cada 100 personas10.
Merced a las leyes de portación de armas, los actos políticos de la derecha han sido un escenario de exhibición de AR-15 y otros fusiles semiautomáticos capaces de masacrar decenas de personas en minutos. De hecho, el arsenal disponible ha facilitado que la mayoría de los recientes actos terroristas sean cometidos con armas.
Hay una vinculación directa entre la extrema derecha, el terror civil y político y el apoyo a la segunda enmienda de la Constitución estadounidense, que en el siglo XIX permitió la formación de milicias civiles de autodefensa en caso de un colapso del Gobierno federal.
Mientras un 73% de los votantes demócratas cree que la violencia armada es un problema mayor, apenas piensa igual el 18 % de los electores republicanos y conservadores.
Y esto es parte del problema, porque la solución al terror político requiere, claro, de una institucionalidad alineada.
En 2021, la Casa Blanca actualizó su estrategia de contraterrorismo doméstico. La idea es que, además del FBI y el Departamento de Seguridad Nacional, que cumplen roles centrales en diseño y prevención, las policías locales y estatales refuercen su capacidad para detectar sospechosos.
El problema es que le estarían pidiendo al enemigo que se cuide solo: “en cada región del país”, supremacistas blancos y neonazis se han infiltrado en las policías.
No son inusuales las fotografías de agentes y oficiales posando con milicianos de ultraderecha y, en al menos dos estados grandes -California y Pensilvania-, las fuerzas de seguridad han colaborado con grupos neonazis para perseguir a activistas o no intervinieron y se dedicaron a contemplar cómo los extremistas atacaban a periodistas y manifestantes.
Si las policías son un inconveniente, un número significativo de jueces federales nominados por Trump y una Corte Suprema inclinada a la derecha son otro dolor de cabeza mayor. Los latinoamericanos lo conocemos largamente: una justicia politizada y partidista abona el cambio de régimen y la consolidación de una hegemonía.
Según estudios de quinientas decisiones judiciales en los cincuenta estados del país, los jueces suelen favorecer a litigantes de su misma ideología o pertenecientes al partido que los nominó.
Y esto es especialmente severo, pues, si en algún lugar se realiza la procuración de justicia, es en las cortes estatales, la Corte Suprema revisa cien fallos al año, mientras que los jueces de menor instancia resuelven cien millones de casos en el mismo tiempo.
La revolución conservadora
En buena medida, este tipo de justicia y de policía tiene cabida en la sociedad americana por el decidido trabajo de transformación política ejecutado desde los años ochenta por el Partido Republicano. El GOP (Grand Old Party) es el ejecutor del desmoronamiento de la democracia liberal en los Estados Unidos.
Destruir una nación necesita de un plan y el proceso puede ser asumido por sus ejecutores como una causa justa.
Desde Richard Nixon, los republicanos viven un proceso de degradación intelectual que pone bajo sospecha su compromiso democrático. Ronald Reagan fue la cara visible de la revolución conservadora cuando el partido instauró reformas estructurales en el Estado y en la economía mientras el movimiento conocido como la Mayoría Moral -de la derecha cristiana- llevaba su credo a las instituciones y a las legislaturas.
Hoy tiene sentido que el ultraconservadurismo resista el cambio demográfico, cultural y político apretando los dientes. Al cabo, no hay revolución sin violencia y el conservadurismo se ha preocupado por la elección de un presidente negro, el voto mayoritario a una candidata mujer como Hillary Clinton y las crecientes demandas de ampliación de derechos para minorías.
Por eso, el GOP es una máquina de destrucción de la coexistencia civil. Como el votante conservador se ha desplazado a la derecha, la dirección republicana se ha empleado en justificar o suavizar las amenazas de los ultras.
Su entrega al clericalismo y antisecularismo en apariencia incombustibles para rediseñar el futuro de los Estados Unidos necesita de las cowboy politics: la violencia no puede estar ajena a una transformación que debe hacer crujir los cimientos de la democracia liberal estadounidense.
En ese plano, el GOP no solo se negó a considerar como golpistas a los insurrectos del Capitolio sino que ha minado los esfuerzos de la Comisión investigadora del asalto, ha levantado sospechas sobre la probidad de los agentes del FBI que acorralaron a Trump por robar documentos secretos y disputa la calidad de las investigaciones por violencia encaradas por el Departamento de Justicia.
Y sin olvidar un pequeño detalle: 147 miembros del Congreso -todos republicanos- votaron contra la certificación de Biden apenas horas después del intento de golpe fogoneado por Trump.
“Un partidismo feroz, racializado y a veces violento nos ha consumido -escribe Dana Milbank en The Destructionists: The Twenty-Five Years Crack-Up of the Republican Party-. La violencia nacionalista blanca y antigubernamental se está extendiendo, y una parte importante del país vive en un universo paralelo de hechos alternativos y teorías de la conspiración”.
Mientras el Partido Republicano insista en dar cobertura ideológica a los extremistas y mantenga su insinceridad democrática, el terror político mantendrá su presencia visible o subterránea.
El asalto al Capitolio fue apenas un episodio. La ultraderecha estadounidense ha seguido organizándose tras la salida de Trump de la Casa Blanca y el populismo incendiario del expresidente representa tal peligro que en 2021 el FBI investigaba a varios grupos violentos que lo apoyaban.
El extremismo ultra se fortalecerá para 2024, cuando -con Trump o un émulo- el republicanismo intente un asalto -¿final?- a la liberalidad política de Estados Unidos con un proyecto neofascista.
Todo en nombre de la patria, esa sinrazón de emotividad exaltada. Y tiene lógica: que no exista una razón populista sino una emocionalidad populista -pues la búsqueda permanente es la reacción subjetiva de las masas- facilita que los ciudadanos internalicen la presunta amenaza a la seguridad del grupo y reaccionen sin demasiada provocación.
Los asaltantes al Capitolio asumieron como real la fantasía de un modus vivendi amenazado.
Un líder siempre se beneficia con el terror de las masas. Como un profeta apocalíptico, ese jefazo demandará que El Pueblo se inmole para alcanzar su destino manifiesto de grandeza. Los devotos protagonizarán un martirio por la causa y se enfrentarán a la ley para combatir a sus enemigos.
El terrorista, como todo fanático, sirve a un fin superior, incomprensible para los mortales comunes.
Su ídolo -de barro- es la idealización de un dios o el endiosamiento de una idea. Todos reclaman por la libertad y desafían a las autoridades y a Los Otros por el daño que producen sobre sus derechos personalísimos.
En su lógica, si las instituciones no hacen su trabajo, ellos lo harán. Es el deber de los patriotas salvar a la nación. No hace falta más que creer, escribí por allí, para que el miedo apriete un gatillo, asalte un Gobierno, linche personas.
(*) Artículo publicado en jotdown.es