Por: Emiliano Bruner (*)
La atención es la capacidad de mantener un proceso mental, en el tiempo y en el espacio, a pesar de estímulos distractores. Por proceso mental me refiero a cualquier tipo de actividad cognitiva, una entre las muchas tareas perceptivas, analíticas o mnemónicas que lleva a cabo nuestro cerebro, y que la psicología intenta identificar y clasificar en habilidades específicas.
Mantener en el tiempo quiere decir sostener esa actividad un lapso suficiente para que pueda dar un resultado útil, y mantener en el espacio se refiere a que, en general, este foco de atención tiene que centrarse en algo que esté localizado y definido (un espacio que puede ser físico o mental).
Los estímulos distractores pueden ser externos, cuando proceden del mundo sensorial, o internos, cuando se asocian a vagabundeo mental y rumiaciones.
Con estas premisas, tenemos que reconocer que la atención es una capacidad crucial de nuestra mente, porque, sencillamente, limita todas las otras capacidades. Es decir, uno puede tener una excelente habilidad de cálculo, lingüística, de visualización o de razonamiento, pero si no es capaz de mantenerla activa durante más de unos pocos segundos, no le va a servir de mucho.
Es decir, la atención es un factor limitante de nuestra capacidad cognitiva general. Un cuello de botella. Tener poca atención es como tener un grifo estrecho: solo puede salir poca agua cada vez.
La mayoría de los comportamientos clave de nuestra especie tan sapiente, dependen, de hecho, de la capacidad atencional, que es la base de los procesos de aprendizaje y enseñanza, producción y uso de herramientas, desarrollo social, o análisis y solución de problemas.
Por ende, tenemos que suponer que nuestra capacidad atencional ha sufrido importantes cambios a lo largo de la evolución humana, teniendo además una relación muy íntima con procesos más profundos que implican conciencia (darse cuenta) y consciencia (percepción de sí mismo).
A pesar de este rol crucial, la atención es también un factor complejo y complicado, con lo cual su biología y su definición siguen sufriendo bastantes incertidumbres y zonas de sombra.
William James, un pilar de la psicología moderna y un estudioso con una increíble capacidad de visión, dijo que todo el mundo sabe qué es la atención, y tenía razón. Otra cosa es dar una definición coherente y completa, y saber qué pasa en las entrañas del cerebro cuando activamos el foco atencional.
Sobre todo porque está claro que “atención” es un término muy general, que en realidad agrupa procesos y mecanismos muy distintos. De hecho, se supone que existen por lo menos tres redes atencionales, una para la alerta general del organismo, otra para filtrar las informaciones que recibe, y otra más para gestionar intencionalmente sus recursos mentales.
Sin contar con que todo ello a veces se aplica a las señales que entran desde fuera (procesos bottom-up: el ambiente llama la atención del cerebro), y a veces a los propósitos que diseñamos por dentro (procesos top-down: el cerebro escanea intencionadamente el ambiente).
En todos los casos, la atención es una parte fundamental de esa interfaz compleja que regula, equilibra e integra nuestro cerebro con el ambiente que nos rodea, cuerpo mediante. Así que ya tenemos dos roles cruciales para la atención: factor limitante de todas las otras habilidades mentales, e interfaz entre cerebro y ambiente. Suficiente para llegar a una conclusión tajante: hay que cuidarla.
La psicología ha otorgado desde siempre un papel central a la atención, pero el asunto se va haciendo cada vez más crítico. Por un lado, aumentan las evidencias científicas que destacan su importancia, y al mismo tiempo aumenta la evidencia de que nuestros modelos culturales están afectando seriamente nuestra capacidad atencional.
Como ocurre con la comida o con el medio ambiente, también en el caso de la atención nuestra economía se fundamenta en su degradación, en lugar de propiciar su desarrollo.
A nivel de divulgación, hace unos años Daniel Goleman publicó Focus, un libro sobre la importancia de la atención en el contexto individual y social, con ejemplos que incluyen aplicaciones en las escuelas, en los hospitales o en las cárceles.
Recientemente, Charo Rueda ha publicado Educar la atención, para subrayar el papel de la atención en el desarrollo infantil y escolar. Y, recientemente ha visto la luz El valor de la atención, de Johann Hari, un libro que representa, en mi opinión, una señal de cambio bastante interesante.
Johann Hari es un periodista de renombre, conocido por haberse metido en berenjenales bastante peliagudos, desde las guerras de las drogas hasta la depresión.
Y no es alguien que actúa ajeno al sistema: las críticas entusiastas de la contraportada del libro están firmadas por Oprah Winfrey o Hillary Clinton, que no son precisamente especialistas en ciencias cognitivas, pero son íconos del sistema estadounidense y que avalan la maniobra por parte del mainstream occidental.
Hari entrevista a científicos de campos muy distintos y localiza doce factores estructurales de nuestra cultura que están perjudicando profundamente nuestra capacidad de atención, y que incluyen la velocidad y filtrado del flujo de información, el cansancio físico y mental, el desplome de la lectura, el papel de las divagaciones mentales, las empresas tecnológicas, el estrés y el estado de alerta constante, la dieta, la contaminación, o los modelos de educación y protección de los niños.
Todos sabemos que estos factores son importantes, pero hay que decir que, leyendo este libro, descubrimos que tal vez no imaginábamos hasta qué punto es grave y preocupante la situación, incluso a corto plazo. Entre los doce factores, sorprenden las dinámicas del “capitalismo de vigilancia”, es decir, el mercado de internet y de las redes sociales.
Es un sistema económico que se basa en la degradación de tu atención: cuanto más se merma tu capacidad atencional, más dinero gana la empresa.
En este preciso momento hay hordas de psicólogos e informáticos que están diseñando métodos y aplicaciones más potentes para dañar cada vez más tu atención.
Los que lo logran ganarán más dinero, y los que no lo logran probablemente serán despedidos.
Los que se plantean cuestiones éticas acabarán despidiéndose, para no participar en el banquete caníbal que devora la capacidad mental de sus congéneres.
También impacta reflexionar sobre cómo los niños actuales viven una existencia con una agenda ya preparada y sobreprotectora, sin poder tener todas aquellas experiencias (el juego libre, los retos de la calle, las dinámicas jerárquicas, sacarse de apuros, inventar, explorar y descubrir) que, en un primate, son necesarias para desarrollar una oportuna estructura mental, perceptiva y emocional.
Estos niños son como los macacos de los laboratorios, que nacen en una jaula y viven su desarrollo en un ambiente constreñido y artificial, sometidos a tareas y pruebas constantes.
Sin su ambiente físico y social, el animal no puede recibir aquellos estímulos que, conforme un programa evolutivo de millones de años, son indispensables para activar y canalizar la formación de su capacidad mental.
¿Y cuál es la capacidad que regula todas las otras? La atención, que, cuando se merma, desconecta al individuo de su ambiente, y lo deja incapaz y pasivo, a la merced de cualquier manipulación ajena.
Y así se genera una la tormenta perfecta, una pescadilla que se muerde la cola: el sistema (económico y social) merma adrede la capacidad atencional, y la merma atencional promueve el sistema que se sustenta en el deterioro cognitivo.
El mercado genera adictos dependientes, que a su vez fomentan el incremento de ese mismo negocio. Todo ello a la luz de una falsa libertad democrática: avalado por el respaldo institucional, cultural y social, el adicto cree que es libre de decidir, y de una forma supuestamente consciente decide picar en todos los cebos que le ofrecen, empeorando su situación y volviéndose más enfermo y dependiente.
La atención es, hoy en día, un recurso natural más que las empresas saquean de forma despiadada e irresponsable.
Un bien tan personal que en las lenguas latinas, cuando se usa, habría que devolver (prestar atención), mientras que en las anglosajonas se puede, de hecho, comprar (to pay attention).
Al lado de estos factores intencionales (y, por tanto, criminales), no tranquiliza saber que hay otros (como una mala dieta y una contaminación cada vez más intrusiva) que, a pesar de no estar intencionadamente dirigidos a degradar nuestra atención, son igualmente peligrosos para su delicada integridad.
A raíz de todo ello, Hari llega a una conclusión subversiva: considerando que todos estos factores ya están profundamente integrados en nuestra cultura, que todos ellos están vinculados a ganancias económicas, y que muchos de ellos son intencionales, la única respuesta significativa es una respuesta masiva y social.
Es decir, intentar contener todo ello a nivel individual, cambiando nuestros hábitos y fortaleciendo nuestras defensas, puede aportar pero no resolver la cuestión.
Es un asedio continuo y potente, coordinado por multinacionales que cuentan con ejércitos de profesionales, con lo cual no hay defensa personal que pueda con ello. Tiene que reaccionar la sociedad misma, tal y como se hizo y se hace por las desigualdades y los derechos, el cambio climático, o los abusos de la política.
Hari apela a una “revolución de la atención”, donde la sociedad se hace cargo de una lucha contra los intereses todopoderosos que están estrechando el grifo de nuestra capacidad mental, antes de que lleguen a cerrarlo. Y se pregunta incluso si todos aquellos problemas sociales a los que estamos acostumbrados a enfrentarnos (sexismos y racismos, guerras, abusos laborales y dictaduras económicas y políticas) pueden ser, en cierta medida, el resultado de una incapacidad atencional.
Una mente atenta y despierta nunca apoyaría cierta clase de procesos o de dinámicas, y si estas ocurren es porque hay demasiadas mentes que están dormidas y distraídas.
Así como la atención es el factor limitante de la capacidad cognitiva de un individuo, es también el factor limitante de la capacidad cognitiva de una sociedad.
Ahora bien, reconociendo la importancia de una respuesta social, creo que tampoco hay que descartar o minusvalorar la respuesta individual.
El mismo Hari se cura en salud con meditación, yoga, y una larga serie de prácticas que aumentan la capacidad individual de defensa. De hecho, la respuesta social e individual no son excluyentes, se potencian la una a la otra, y desde luego ambas se necesitan mutuamente.
Y esto sin considerar un elemento fundamental: la respuesta social es algo que, si funciona, da resultados a medio o largo plazo, que a veces se traduce en años, décadas, o siglos.
Nosotros, los individuos, aunque tenemos que comprometernos con ella, no tenemos tanto tiempo para esperar, y no nos queda otra que, a la vez, intentar aplicar una estrategia personal en nuestra propia vida cotidiana. Mientras que diseñamos la respuesta social, es necesario protegernos, fortalecernos, y crear nuestro propio refugio, en nombre de nuestro bienestar y del éxito de nuestras acciones colectivas.
La meditación es, en este sentido, la práctica por antonomasia que, en toda época histórica y en casi todas las culturas humanas, se ha desarrollado, en formas distintas, precisamente para entrenar nuestra capacidad atencional, y ponernos en una posición de conciencia y consciencia suficientemente equilibrada como para no caer bajo el ataque continuo de los vaivenes externos (las dificultades de la vida) e internos (las infinitas rumiaciones de nuestra mente indómita).
Y no es una casualidad que la principal práctica meditativa, que en occidente llamamos mindfulness, se traduzca como práctica de la atención plena. Cincuenta años de evidencias científicas respaldan su eficacia, analizando y describiendo sus efectos a nivel de capacidad atencional, de resistencia y resiliencia física y mental, y de estabilidad emocional y psicológica.
Todo ello quiere decir, sencillamente, bienestar. Además, es una práctica dichosamente gratuita, que requiere solo el propio cuerpo y la propia voluntad, con lo cual parece, de entrada, algo interesante de tantear para quien quiera mejorar su condición personal, sea cual sea.
En su insistente incitación a una respuesta social, Hari llega incluso a plantear algunas críticas a la respuesta individual, y a la meditación en particular, avalando una posición que a menudo ostentan periodistas escépticos y complotistas de salón, y que merece la pena considerar aquí.
La versión ligera de la crítica es que la meditación vale solo para los que están bien acomodados en sus casas de burgueses privilegiados, comiéndose el tarro con problemas finos y profundos que no atañen a la supervivencia básica.
Es decir, el entrenamiento cognitivo sirve más bien a quien tiene el pan asegurado, y no tiene que enfrentarse a los desastres de la vida. Evidentemente la crítica es estéril en sí misma, porque una mejoría de tu propia capacidad atencional viene bien a quien sea, independientemente del grado de problemas que pueda tener.
Esto no quiere decir que un entrenamiento atencional resuelva todos los problemas, pero siempre será un complemento útil, cuando no crucial, para enfrentarse a las dificultades del momento y para mantener una visión despierta que evite (o limite) las dificultades del futuro.
La versión más pesada añade un complot: siendo la aceptación un elemento base de muchas prácticas meditativas, hay quien propone que la están promocionando los sistemas capitalistas para aturdir a los trabajadores y llevarlos a aceptar su explotación y sus condiciones laborales injustas y deshumanas.
Evidentemente, esta crítica se alimenta de una información burda y muy superficial sobre el concepto de “aceptación”, que no tiene que ver nada con dejarse explotar descaradamente.
Aceptar la realidad no es resignarse, sino solo reconocer que en cada momento las cosas son como son, no perderse en rumiaciones y sufrimientos sobre cómo deberían ser, actuar con lo que uno tiene, y tomar las riendas de tus propias decisiones.
Es decir, la aceptación del presente es la clave para poder tomar conciencia de nuestra situación, y obrar a favor del cambio. No es una casualidad que una de las terapias que se proponen en psicología a partir de los principios del mindfulness se llama Terapia de Aceptación y Compromiso, y tiene como acrónimo ACT, “actuar”, porque cada camino que aumenta la propia capacidad de conciencia tiene que llevar, finalmente, a una acción, para propiciar el cambio.
Así que la aceptación practicada gracias a la atención plena es precisamente lo contrario de lo que critican algunos tertulianos en salones y revistas: aceptar es tomar conciencia para activar un proceso de cambio que acabe (o limite) los problemas, tanto individuales como sociales.
Presentar la meditación como una maniobra de domesticación capitalista es un fallo bastante gordo por parte de cierta prensa de renombre, que despierta sospechas sobre un descuido tan superficial.
De hecho, puestos a conspirar, yo me decantaría más bien por otro tipo de trama, bastante más sensato: considerando el tamaño descomunal del mercado farmacológico actual asociado a estrés, ansiedad, depresión y trastornos de la atención, proponer algo que puede redimensionar el problema de forma totalmente gratuita puede realmente asustar a los que se forran, económica o políticamente, a costa de un estado crónico de insuficiencia cognitiva.
Nada nuevo, solo que a día de hoy resulta cada vez más complicado de encubrir, y más prioritario reconocerlo.
Si ya lo decía Gandhi: la libertad exterior que podemos alcanzar depende, sobre todo, del grado de libertad interior que podemos adquirir.
(*) Artículo publicado en jotdown.es