A lo largo del tiempo las costas de nuestro Paraná de selvas y cascadas fueron el escenario de historias escritas por personajes que desde tiempos inmemoriales surcaron sus aguas para ir afincándose en lo profundo del monte, aunque algunos de ellos se instalaron en las costas del majestuoso río. Y ello trajo aparejado que, de esos habitantes ribereños, algunos encontraron en sus aguas alimento para los suyos y otros, el sustento para sus familias a través de la pesca comercial.
Varias de estas familias de pescadores comerciales fueron transmitiendo con orgullo el oficio, de generación en generación, como, por ejemplo la familia Feisan, cuyos integrantes se desplegaban entre el Pozo Negro, en la zona de San Juan, hasta la Corredera Café, al norte de San Ignacio; o como los Mijangos, o los Balbuena, por citar algunos nombres.
Hoy les quiero contar la historia de un Santo que encontró su paraíso a pesar de las adversidades… Santo Caballero, aquel pescador que siempre tenía algo en su jaula instalada en las costas del arroyo Zaimán, frente a lo que otrora fuera el club náutico Rowing. Había construido su casa y junto a Gladys, su esposa, constituyó su familia convencido de que había encontrado su lugar en el mundo.
Transcurrían los años hasta que a fines de los 80 llegó el momento en el que el desarraigo fue el gran protagonista al ser inminente el llenado del vaso de la represa Yacyretá: muchos de los habitantes ribereños fueron relocalizados en la chacra 102 (barrio Yohasá) y, particularmente, el personaje de esta historia, fue destinado a una vivienda desde la cual ya no se veía el río.
Con el destierro a flor de piel y consciente de que la olla no espera, volvió a botar su canoa en la zona de la boca del arroyo Mártires para buscar un lugar donde pudiera volver a instalar el campamento que le diera la posibilidad de seguir haciendo lo que sabía. Y así fue que se instaló en la zona del mangal, frente a la isla Tataindy.
Pasó poco tiempo hasta que, a principios de 2000, el avance del lago sobre las costas lo hizo migrar nuevamente.
Pero Santo, siempre a sabiendas de que la olla no espera, entró a recorrer las nuevas márgenes, primero del río donde vio que el destacamento de Nemesio Parma con sus eucaliptos gigantes había sucumbido bajo el agua. Y después se adentró en el arroyo Mártires, el cual se había ensanchado enormemente y había cobrado mayor profundidad, por lo que pensó que en poco tiempo se convertiría en un buen lugar para practicar la pesca.
Empezó a recorrer la zona más propicia para instalar su campamento y así fue que, aproximadamente a 1.500 metros aguas adentro de la desembocadura del arroyo, encontró un pequeño mogote de monte que sobresalía de la superficie del tremendo lago formado en la zona, y ahí nomás echó raíces hasta el día de hoy.
Primero, armando una ranchada con unos pocos metros de plástico negro, pero al poco tiempo con unos postes de urunday comenzó a plantar los primeros horcones de lo que sería su casa en la isla. Desde entonces ha pasado buenas y malas temporadas… En las malas, siempre apareció el Diosito de los pescadores que lo acompañaba para poder lograr el sustento diario y seguir sosteniendo la economía familiar.
Transcurrieron ya una veintena de años en la vida de Santo Caballero, alternando sus días entre su morada en la isla y la casa de su familia en el barrio, tiempo en que crió junto a su esposa a sus 12 hijos, gracias al esfuerzo diario de su vida de pescador comercial.
Hoy día, metros agua abajo de la isla de Santo, pasa un puente que conduce al aeropuerto de Posadas. En la margen derecha del arroyo y a unos 200 metros de la isla se encuentra uno de los orgullos tecnológicos de nuestra provincia, el mayor parque fotovoltaico de la región, instalado hace poco tiempo.
Por ello se me ocurrió preguntarle a Santo qué sentía al estar tan cerca del progreso, pero a su vez tan lejos, en una isla en la cual no existía ni la luz ni el agua de red ni el videocable. Él, con esa serenidad que lo caracteriza, me contestó que la independencia que tiene en su reino no tiene precio. Luego se incorporó, tomó una posta de sábalo que estaba sobre la mesa y la arrojó a la costa del río… me pidió que haga silencio.
Tras un par de minutos de entre los camalotes y juncos apareció un lobito de río, que entre muchas vueltas se acercó y devoró tal posta. Con una sabia sonrisa, me preguntó si lo que había visto respondía mi pregunta… Ahí entendí que Santo, con su simpleza y su sapiencia para encontrar el equilibrio justo con la naturaleza, era feliz en su lugar en el mundo.
Walter Goncálves