Cuando hablamos de la presencia de mujeres en el mundo del trabajo, de la política y de las empresas, no podemos dejar de analizar las desigualdades que aún hoy seguimos enfrentando.
Nos enfrentamos, primero, a la idea de trascender lo doméstico, aquel espacio que históricamente habitamos y al que nos siguen enviando nuestros jefes, parejas, padres, compañeros de trabajo cada vez que creen “necesario” reforzar “nuestro lugar”, la casa, el cuidado, la familia. Reforzar los roles estereotipados que siguen asignándonos.
Lo segundo con lo que nos encontramos, una vez que pudimos acceder a ese mundo público, es la hostilidad simbólica que allí existe hacia las mujeres, ni hablar para las identidades no hegemónicas, que a pesar de estar ya avanzado el siglo XXI, sigue significando un lugar peligroso, poco amigable, más aun cuando aspiramos a los lugares jerárquicos, de prestigio, de toma de decisiones. Esto se refleja en que todavía en este universo empresarial y profesional, son menos las mujeres que acceden a esos espacios de poder o llegan a esto con desmedido esfuerzo y más tarde que los varones que se encuentran en igualdad de condiciones materiales.
En nuestra sociedad actual -aun claramente- patriarcal, capitalista, son consideradas exitosas aquellas que han triunfado en sus carreras, las que han tenido matrimonio e hijos, las que se mantienen bellas y jóvenes, o las que han podido obtener todo ello y conservarlo. No son tantas sin embargo, las exigencias para definir a un varón exitoso. Cuando una mujer llega a puestos o lugares de poder nos solemos preguntar con total naturalidad ¿cómo lo hizo? ¿A cuánto ha debido renunciar? ¿Cuántos obstáculos ha debido superar?
Para avanzar en la caracterización de nuestro transitar en el mundo del trabajo es necesario problematizarlo y visibilizar lo que conocemos como división sexual del trabajo. “Esta forma de organización que asigna tareas productivas a los varones (vinculadas con la esfera de lo público) y las reproductivas a las mujeres (relegadas al ámbito doméstico, a la esfera de lo privado).
Sumar además conceptos propios de los movimientos feministas que explican metafóricamente lo que vivimos en esos espacios: el techo de cristal y el suelo pegajoso y su relación con las dificultades y costos que debemos pagar las mujeres para llegar al éxito, particularmente en el mundo empresarial.
Surgen así conceptos tales como techo de cristal o suelo pegajoso, la primera metáfora de los límites y obstáculos invisibles a la que nos enfrentamos las mujeres fuera del espacio privado o doméstico, aquella “limitación oculta del ascenso de las mujeres dentro de las organizaciones sociales dominadas frecuentemente por hombres”, al decir de Marilyn Loden, quien lo introduce en un histórico discurso feminista de 1978.
Estas barreras son de género y subsisten aun hoy, el techo se describe como invisible porque estos límites y reglas no los encontraremos en ninguna institución ni empresa en forma escrita, sin embargo sabemos que ahí están.
La segunda, el de piso o suelo pegajoso, metáfora de aquellas circunstancias, obstáculos, mandatos, que dentro del mundo laboral, empresarial y el social en general, nos retienen a las mujeres en espacios precarios, minorizados, inferiores, sujetándonos a ese piso simbólico que nos imposibilita despegar o tan solo a aspirar a ocupar espacios jerárquicos, protagónicos, nos mantiene ahí, en la seguridad de lo conocido aunque sea menos de lo que merecemos, porque lo contrario implica mover estructuras, quebrantar los órdenes establecidos generando inseguridades que no todas estamos dispuestas a transitar, es el espacio en el que podemos permanecer sin dejar de hacer aquellas cosas “propias de nuestro género” cuidar, conservar, apoyar, acompañar.
Es importante entender que ambos conceptos representan violencias de género a las que nos enfrentamos las mujeres todo el tiempo, violencias psicológicas, simbólicas y económicas, aplicables a todos los espacios donde nos movemos.
Un ejemplo concreto, complejo y sumamente interesante son las empresas familiares, de las que poco se habla y en las que sigue siendo una realidad la distribución patriarcal de los cargos entre los hijos que se hace en base a estos roles y estereotipos de género sin considerar demasiado el “mérito”, ni la formación, o las expectativas de las mujeres. Está naturalizado el lugar de privilegio de los varones para la distribución de los cargos y los recursos. Aun hoy se piensa en “ellos” también como forma simbólica de continuar el legado o apellido.
El techo de cristal y el suelo pegajoso acá se sienten más fuertemente, las opresiones de las estructuras familiares se refuerzan y potencian en las estructuras empresariales.
Basta ver las luchas de mujeres tales como Esmeralda Mitre o de Dolores Etchevehere herederas de grandes empresas familiares que para acceder a sus derechos en igualdad de condiciones que los sucesores varones han debido realizar grandes proezas judiciales, siendo subestimadas y hasta ridiculizadas por el solo hecho de disputar los espacios de control y administración de sus empresas familiares y no resignarse al rol de cobradoras de rentas o dividendos que es mayoritariamente asignada a las mujeres en dichas empresas.
En este sentido es interesante lo expresado por Lilian Ferro investigadora feminista que trabaja intensamente en generar modelos de medición de las inequidades de la estructura agraria con perspectiva histórica y de género, ella afirma que la desigualdad familiar no es una leyenda, es un modus operandi bastante habitual. A las hijas y hermanas mujeres se les paga un arriendo mucho menor al valor real, o les pagan estudios y consideran entonces amortizada su parte en la propiedad o se ven presionadas y obligadas a vender su parte a sus hermanos varones, estas presiones suelen ser doblemente violentas pues no solo afectan los derechos económicos o patrimoniales dentro de las empresas sino también la afectividad de estas mujeres que viven esta discriminación por parte de su entorno más íntimo, la familia.
Utilizar como ejemplo a las empresas familiares nos sirve para pensar el sistema patriarcal en el que vivimos y todos sus componentes porque la subsistencia del mismo aun en este siglo, a pesar de las luchas y conquistas de derechos de nuestros géneros es porque los mecanismos e instituciones que contribuyen a perpetuarlo y reproducirlo siguen sin deconstruirse, la familia es una las principales, los mayores riesgos e inseguridades seguimos viviéndolos, las mujeres, dentro de nuestras familias.
La tarea reflexiva es necesaria y hacerlo nos llevará a pensar nuestros propios vínculos. ¿Por qué no estamos despegando? ¿Por qué nos estamos estancando? ¿Por qué nos están excluyendo?