En las últimas semanas, las fuerzas aéreas estadounidenses han derribado tres globos espías de alta tecnología. Hubo rumores de extraterrestres, afirmaciones de que eran simplemente globos meteorológicos desviados de su curso, y más tarde los chinos contraatacaron afirmando que docenas de tales infracciones de su propio espacio aéreo se producen cada año.
Como en muchos grandes choques de civilizaciones, en estos momentos existe una especie de guerra armamentista tecnológica entre Estados Unidos y China. A diferencia de las guerras intensas del pasado, que se resolvían con combates directos, o de la guerra fría de la segunda mitad del siglo pasado, en la que se utilizaban las carreras armamentistas como elemento disuasorio, esta vez se trata de algo completamente distinto.
Es cierto que ambos países invertirán miles de millones de dólares en lo último en armas, pero también hay una creciente necesidad de competir en un ámbito tecnológico más amplio: los datos, y no los misiles, son ahora el arma que define la era digital, y su importancia aumentará en los próximos años. El internet de las cosas, la conectividad constante y el paso de prácticamente todas las grandes economías a una base bancaria digital son factores que sitúan a los datos en el centro de la lucha por la superioridad y el dominio.
Lo interesante de todo esto es que, a medida que se avanza en la recopilación y el uso de los datos, aparece una nueva forma de daños colaterales. En el pasado, las consecuencias imprevistas de una incursión en territorio enemigo eran la pérdida de vidas inocentes. Con la carrera armamentista de los datos, las consecuencias imprevistas pueden ser en algunos casos notables muy beneficiosas para el mundo en general, como cuando los físicos del CERN inventaron internet mientras buscaban una forma más rápida para compartir sus propios datos y no sabían que su invención permitiría a millones de personas trabajar desde casa, hacer que ir al cine pareciera anticuado y que más personas prefirieran apostar en casinos en línea que ir a un casino físico.
Todo esto surgió de la necesidad y el deseo de hacer ciencia a una escala sin precedentes, y aunque no se trataba de una carrera armamentista tecnológica entre dos potencias como la actual, sí era una especie de carrera, pues la necesidad de ser el primero y el más rápido impulsó la innovación y el ritmo acelerado con el que se desarrollaron las nuevas ideas.
Hoy podemos ver cómo la competencia a nivel estatal alentará estos procesos, y aunque es difícil predecir la dirección que tomarán las nuevas tecnologías, podemos afirmar con seguridad que el nivel de complejidad, el ritmo de entrega y la velocidad de ejecución experimentarán un cambio radical a lo largo de la próxima década.
Si los dos países implicados ven una ventaja real en ser los primeros en familiarizarse con el metaverso, por ejemplo, ¿les permitirán sus recursos eclipsar el trabajo de Mark Zuckerberg? Las dos mayores economías mundiales tendrán una influencia y una infraestructura que ni siquiera las mayores empresas privadas del mundo podrán igualar.
Lo más interesante de todo esto es que en el caso de los países, a diferencia de las empresas, la producción no tiene por qué ser “útil” o tener ánimo de lucro. El simple deseo de ser el primero y dominar, de modo que el rival tenga que luchar siempre por mantener el más mínimo punto de apoyo, es motivación suficiente para intentar controlar toda un área de la tecnología. Lo que esto hace por el mundo en general es dar un mayor ímpetu a las ideas extravagantes e innovadoras que pueden tener dificultades para ser escuchadas en entornos corporativos.
Si bien no podemos determinar con certeza cómo será la nueva tecnología y la creciente competencia entre Estados Unidos y China, sí podemos esperar que se acelere el ritmo del cambio. Esto significa que probablemente presenciaremos grandes saltos y evoluciones en la forma en que el mundo se conecta y se comunica a través de internet.