Por: Enrique De Rosa Alabaster
Especialista en Psiquiatría y Psicología Médica, en Neurología y en Medicina Legal y Forense
Publicado en Diario Perfil
Era el año 1960 y Arturo Frondizi era el presidente de una Argentina hoy muy lejana. Una noticia conmovió a la sociedad, un vecino de Olivos que vivía en San Fernando, Ricardo Klement, había sido secuestrado por un comando Israelí. Al año siguiente sería llevado a juicio y ahorcado en 1962 en Tel Aviv.
Al juicio, que generó muchas controversias, asistieron corresponsales de todo el mundo, pero una enviada por el New Yorker se haría famosa ya que publicó un libro, quizás para canalizar algo que la perturbara en la audiencia de ese juicio.
El libro se llamó “Eichmann en Jerusalén” y su subtítulo fue y es: “Un informe sobre la banalidad del mal”. Klement era en realidad Eichmann, el criminal nazi de quien no es necesario ahondar las atrocidades que cometió.
Lo que asombró a Arendt como filósofa, como judía, era la trivialización, lo banal que era el relato de lo sucedido, como quien refiere las características de su trabajo, del cual inclusive puede llegar a disfrutar. Esperaba ver un monstruo y se encontró con un funcionario.
La pregunta es la de siempre ¿qué es lo que hace que alguien pueda vencer el tabú atávico de “No matarás”? Eso lleva a la necesidad de distanciarse de lo que supera la comprensión, imaginar que ese personaje debe estar “loco” (en otro lugar mental, locus), que no puede ser normal “como nosotros”. La pregunta de siempre “qué tiene en la cabeza”, es esperar que una palabra casi mágica nos proteja y que ese sujeto sea identificable.
Sin embargo lo más aterrador de los asesinos es que mientras que esperamos que sean personas extraordinarias en algo que nos permita reconocerlos, pueden ser personas comunes y en muchos casos seres banales, de allí el concepto de Arendt.
Varios autores se han dedicado a ese tema, Susan Sontag, se preguntaba en “Ante el dolor de los demás”, sobre la indiferencia ante ese dolor como efecto de la saturación de imágenes de matanzas, guerras etc. en los medios.
Pero es Albert Bandura, el psicólogo canadiense, que habiendo trabajado extensamente en estudios experimentales de comportamiento y aprendizaje social, como el famoso experimento hoy controversial en el que niños aprenden a golpear a un muñeco por imitación (Bobo doll/Experimento del muñeco Bobo), es decir la violencia era algo aprendido y quizás eso llevaría al concepto posterior que nos interesa y es el de “Moral disengagement”, traducido como desconexión moral.
El concepto y las experiencias que llevaron a esto son particularmente interesantes porque introducen la idea de la conciencia moral.
Otro autor, Robert Hare, autor de la escala que lleva su nombre, ya había referido a las personalidades psicopáticas como seres sin conciencia (Sin conciencia R. Hare), pero es interesante como Bandura se une a los autores clásicos que se referían en algunos casos a “Locura moral”, es decir sujetos en los cuales, los criterios morales, las normas, límites, acuerdos tácitos que regulan la vida, en particular en relación a los otros, son guiados por su propia concepción y no por la sociedad en la que habitan. Ellos son sus propios dioses.
Así el concepto de desconexión moral es aquel en el que el sujeto entiende que los criterios imperantes no se aplican a él, o a una situación dada, o que hay excusas, razones, y así inhibiendo los mecanismos inhibitorios que nos permiten la vida social.
Es un proceso de reestructuración cognitiva, en el cual esas atrocidades, volveríamos a Arendt y Sontag, se vuelven triviales, banales, usuales y sin consecuencias negativas para él.
De allí el asombro cuando son confrontados, la banalización al decir que no salió a matar, en lugar de entender que una consecuencia posible de los actos que se emprenden, como castigar ferozmente a otro desprotegido tienen consecuencias trágicas.
En ese proceso lo hace de alguna manera aceptable, a la propia conciencia. Es evidente que al no haber reproche moral no hay culpa, no hay arrepentimiento, ya que “se jugó un juego” que tuvo consecuencias pero de alguna manera eran parte de las reglas, las propias, ya que de las sociales están desconectados.
El enorme peligro que encierra esta concepción es que el sujeto no puede ver las inevitables consecuencias morales de sus actos, la moralidad puede ser imaginada como una presunción intelectual alejada del mundo concreto, pero tampoco las consecuencias concretas e irreversibles.
El correlato de esa imitación y banalización de la violencia es que estos son emergentes de una sociedad en la cual la violencia ha dejado de tener un correlato con la conciencia moral y así una lectura de las redes sociales en estos días mostraba publicaciones en las cuales básicamente se expresaba de varias maneras que era una consecuencia desgraciada, pero de alguna manera previsible y que la reacción pública era exagerada.
Este proceso se vive históricamente en las guerras en las cuales los individuos entienden que las reglas morales han cambiado, el marco es otro, pero también otras experiencias (Milgram) y lamentablemente en nuestra historia se vivió de manera concreta con la famosa “obediencia debida”.
Es por ello que el proceso de rehabilitación de nuestra sociedad debe ser encarado de manera seria y profunda, ya que una vez que los límites de la moral son difusos empiezan a ser imitados. Quizás así entendamos la epidemia de violencia bajo sus múltiples formas que vivimos en el país.