Por: Guillermo Baez
Casi inmediatamente después del shock que causó ver un arma a escasos centímetros de la cabeza de la vicepresidenta comenzó la andanada de mensajes. Quizás por este intento de ejercer una profesión que, al menos involuntariamente en mi caso, construye realidades y arma agendas de interés e impacto social, me transformé en un receptor de todo tipo de elucubraciones inmediatas acerca de la cuestión de fondo.
En menos de media hora ya había recibido por Whatsapp tres o cuatro teorías que explicaban casi al instante lo que había sucedido apenas minutos antes en aquella vereda, mientras los medios “porteños” ejercían con alta tensión y precisión eso que hacen todo el tiempo, el “periodismo de puertas”.
Tantas puertas enfocaron tantas cámaras durante tanto tiempo y por tantos temas que, finalmente, hubo algo que mostrar. Y el impacto fue tal que no hubo quien se quedara al margen sin arrojar al vacío de la inverosimilitud algún tipo de versión incontrastable en lo inmediato, pero con el peso específico que potencian las redes sociales.
En tiempo récord un diputado de la oposición en un canal de noticias que le queda cómodo y al que había sido convocado para hablar de economía, se acomodó a la situación e intentó instalar una impresión personal elevando el tono por sobre el insistente pedido de orden de la conductora. “Basta Martín! Por Dios”, le espetó la comunicadora buscando reordenar la agenda informativa que, a esas alturas, era ya una olla de presión de opiniones de todo tipo. Era evidentemente más importante para la mayoría hablar del porqué y del cómo, que establecer antes el qué.
Las sentencias ya estaban emitidas en menos de una hora. Cada quien tenía una leve o difusa impresión acerca de lo que había sucedido, pero una clara y contundente opinión sobre las causas.
La verdad, eso que todos reclaman y aseveran conocer y que permite la autoafirmación, termina siendo algorítmica y queda sometida entonces a la cantidad de likes que traccione. La intensidad del discurso atrae la atención y la posibilidad de lograr más aceptación y con ello capitalizar y plasmar una idea.
Esa noche tuve miedo. Me ganó la impresión de que estuvimos al borde de la nada misma. A nadie escapa que la figura de quien estuvo al otro lado del cañón de esa Bersa gatillada en dos oportunidades genera divisiones. Pero a los efectos de este artículo ello no gravita. Esto no se trata de discutir actos de corrupción, pedidos de condena o liderazgos sociales, sino de lo rápido que se licua un hecho que pone a un Estado al borde de no serlo.
Pensé entonces en Brasil, donde una puñalada durante un acto en el tramo final de una campaña puso en terapia intensiva a un candidato a presidente. En Paraguay, donde un recorrido cotidiano terminó con la muerte a balazos de un vicepresidente. En Haití, donde una banda de mercenarios irrumpió en la residencia presidencial y se llevó a tiros la vida de un mandatario.
Entre esos eventos y el nuestro sólo existe un tibio intento de chauvinismo. Al fin y al cabo, entendí esa noche que la institucionalidad que muchos políticos declaman en sus discursos y detestan al mismo tiempo en sus prácticas, depende en gran medida del grado de conocimiento que un joven tenga sobre el arma que empuña. Dos gatillazos a pocos centímetros y el resto son opiniones… y siempre prevalece la que tenga más seguidores.
La verdad, eso que todos reclaman y aseveran conocer y que permite la autoafirmación, termina siendo algorítmica y queda sometida entonces a la cantidad de likes que traccione. La intensidad del discurso atrae la atención y la posibilidad de lograr más aceptación y con ello capitalizar y plasmar una idea. Y no me refiero a la posibilidad de monetizar, sino de implantar en la mente de miles ese virus que no se puede borrar jamás: una idea.
El “ganador” (el que celebra) no se determina por sus argumentos, sino por el volumen de coincidencias con sus posiciones subjetivas. Entonces ya no sólo la verdad, sino que el debate también es algorítmico. Los reduccionismos se vuelven peligrosos, aparecen los memes y la banalización acerca de lo que se discute es brutal. No hay perspectiva posible.
Intuyo, sin estar del todo seguro, que se trata de una dinámica de esta época. La construcción de los relatos, las realidades y los conceptos se ven condicionados por los contextos y las ideologías que le son contemporáneas. En la era de la posverdad, las redes sociales cambiaron la velocidad para conseguir apoyos y eso cuenta, determina y, lo más grave, sentencia.
Era un intento de magnicidio en medio de un contexto político, social y económico caótico que sigue ahí. De hecho empeora. Pero se transformó en un juicio de valor acerca de si era justo o no que la corredera de la Bersa no se accionara correctamente.
Recuerdo también al día siguiente una editorial que pedía correctamente a todos que “bajaran un cambio”, que admitieran que, antes que cualquier otra cosa, se estuvo a nada del colapso estatal y social. Pero también recuerdo los cientos de mensajes de respuesta, ninguno llamando a la calma, todos criticando la intención y denostando al contrario. “Vamos a bajar cuando devuelvan lo que se robaron”, “que se calmen esos que están llenos de odio”, etcétera. Otros incluso protestaron por lo “tibio” que resulta pedir paz… estar en el medio. Ni un solo mensaje en el sentido de la editorial. En las redes no hay likes por estar en el medio. Se reclama extremismo. Lo que importa es el presente inmediato y no reestablecer la temporalidad que reordene y equilibre.
Los miedos entonces se fortalecieron. Entendí que si la Bersa hubiera soltado los dos disparos, hoy en la calle habría gente dispuesta a reivindicar sus opiniones con hechos. Digo, si nadie adhiere a la paz, entonces es que están todos listos para reventarse a palos. Y la concreción del asesinato de una figura como la que estuvo al otro lado del cañón seguramente hubiera provocado movilizaciones a favor y en contra.
Cuál es la diferencia entre los que desde sus perfiles alientan a la acción y los que se potencian y la llevan a cabo.
Intuyo también, sin estar del todo seguro, que nos hicieron tanto la cabeza que lo lograron. Construimos nuestra percepción en fuerte oposición al otro y lo trasladamos a cada cosa mientras estamos despiertos. Economía, política, fútbol, educación, salud. Confrontamos fuerte por todo. De eso a pensar que el país es solamente de los que ganan no hay nada de distancia. No hay chances para la convivencia. No es posible encontrar acuerdos en ningún ámbito. Es más, ya ni siquiera es factible confrontar acerca de qué. Sólo cabe “ir a las manos” por el cómo y el por qué.
Y el “ganador” (el que celebra) no se determina por sus argumentos, sino por la cantidad de apoyos que traccione, por el volumen de coincidencias con sus posiciones subjetivas. Entonces ya no sólo la verdad, sino que el debate también es algorítmico. Los reduccionismos se vuelven peligrosos, aparecen los memes y la banalización acerca de lo que se discute, en este caso el valor de una vida (se trate de quien se trate), es brutal. No hay perspectiva posible.
Sin embargo, esa dinámica es coherente para la producción de sentidos, re-significa a los que participan. Permite que las cosas sean lo que son y explican en buena medida el estado de las cosas.
Cuando Louis Althusser escribió acerca de la ideología y los aparatos ideológicos de estado, sopesó que las evidencias por las cuales una palabra “designa una cosa” o “posee una significación” se ubicaban, junto con la evidencia de ser sujetos, al nivel de los efectos ideológicos fundamentales. A los efectos de este artículo se puede decir que el debate fue mutando de acuerdo al grado de hartazgo… antes se discutía sobre el mejor camino posible, después sobre lo menos peor, después se desafiaron a armar algo y ganar. Hoy abunda en las redes la invitación a eliminar al adversario en todos los sentidos posibles. Ahí estamos.