Hace más de dos años, mientras el COVID-19 sometía a todo el planeta a una situación tan dramática y compleja como muy pocos seres vivos habían experimentado jamás, nos prometíamos que de esa pandemia -aún vigente oficialmente, aunque en retroceso- íbamos a salir mejores. Estábamos convencidos de que aprenderíamos de los errores y a partir de entonces nos dedicaríamos nada más ni nada menos que a vivir.
Poco tiempo hizo falta para convertir esa ilusión en una mera utopía. Los talibanes retomaron el poder con mano de hierro en Afganistán, Rusia terminó por cumplir sus amenazas e invadir Ucrania, y conflictos de “baja o media intensidad” (como se los suele llamar de manera un tanto complaciente) volvieron a recrudecer por todas partes.
Por eso no debe pasar desapercibida una fecha como la de ayer, el Día Internacional de la No Violencia, instituido por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) hace 15 años para “asegurar una cultura de paz, tolerancia, comprensión”.
“La no violencia es la mayor fuerza a disposición de la humanidad. Es más poderosa que el arma de destrucción más poderosa concebida por el ingenio del hombre”, aseguraba el Mahatma Gandhi, cuya fecha de nacimiento se recuerda con esta efeméride cada 2 de octubre. Sin embargo, la humanidad sigue eligiendo preferentemente la otra vía: el conflicto (armado o no), la agresión, la muerte.
Sin ir más lejos, ayer mismo -mientras muchos grandes líderes aprovechaban para propugnar la cultura de la paz y la resolución pacífica de conflictos- se contabilizó un nuevo avance ruso en Ucrania, un golpe de Estado en Burkina Faso, Bosnia celebraba elecciones democráticas pero enturbiadas por enfrentamientos étnicos y se alcanzaban las -al menos- 92 muertes en Irán durante las manifestaciones que estallaron hace dos semanas tras el fallecimiento de una joven que se negaba a usar el velo islámico.
Demasiadas malas noticias globales para un día que debería ser exactamente lo opuesto.