Por: Paco del Pino
Odio: “Sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia. Aversión o repugnancia violenta hacia una cosa que provoca su rechazo”.
El odio se ha convertido en las últimas semanas -“gatillazo” contra CFK mediante- en uno de los caballitos de batalla en el ring de la política y, como todo lo que sucede en el ring de la política, ha multiplicado su eco en diversas esferas sociales, al punto de que el Poder Ejecutivo lo ha esgrimido como arma ideológica contra sus rivales y el Legislativo busca leyes para combatirlo a través de cierto control de ciertas voces.
Por eso no está de más hacer un breve acercamiento al concepto de odio, a su génesis clásica, sus contradicciones y a su versión siglo XXI, con las peculiaridades con las que lo barnizan las redes sociales y la posverdad.
El filósofo Carlos Thiebaut, en su ensayo titulado “Un odio que siempre nos acompañará”, parte del criterio de que los odios definen a los individuos, y los grupos en que éstos se incluyen, al reflejar las marcas de “pertenencia social, de establecimiento jerárquico de los mejores y de los peores por medio de los gustos y de los hábitos”.
Según la tradición escolástica, a la que adhiere el autor, odiar a personas concretas (desearles un mal) sería algo malo, mientras que podría considerarse aceptable odiar conceptos abstractos, como por ejemplo en el caso de nociones tales como la crueldad, el despotismo o la tiranía.
Así surge la paradoja de que, en ocasiones, expresamos los límites de nuestra identidad odiando determinados conceptos abstractos que consideramos detestables, pero ese ejercicio consiste precisamente en utilizar una negatividad en forma de odio, que era precisamente el origen de nuestra crítica inicial a esos conceptos.
En palabras de Thiebaut, “odiar cruelmente la crueldad, nos pone ante la paradoja de que nosotros mismos somos crueles cuanto más la rechazamos”. Al odiar algo odioso, en cierta forma, hacemos un ejercicio de negatividad que nos vincula precisamente con lo que criticamos: saltamos la barrera y nos ponemos del otro lado, al que decimos resistir.
También plantea la aparente contradicción de que los odios políticos suelen nacer de un desprecio al otro o a un grupo de otros, pero se consolidan porque lo odiado se percibe como amenaza, “como un peligro que, a su vez, nos odia”.
En su “Breve genealogía del odio”, Oscar Pérez de la Fuente, profesor de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en la Universidad Carlos III de Madrid, se hace eco de estas reflexiones y las de múltiples pensadores anteriores y profundiza el debate sobre si la ira (uno de los principales motores del odio) es buena como elemento para luchar para las injusticias -en la línea de Aristóteles y Thiebaut- o siempre es mala, como defienden por ejemplo Séneca y Descartes (para quien el odio es dañino incluso cuando está justificado, ya que va acompañado de tristeza y dolor para el que odia).
Entonces, concluye, “la cuestión reside en cuándo se dan los elementos para clamar por una injusticia”. Es decir, “parte del problema es una cuestión de adecuada percepción de la realidad”, frente al creciente sesgo con el que la afrontamos.
“En conclusión, el odio siempre nos acompañará, es la otra cara de nuestras convicciones y de nuestras decisiones”, alerta. Y sentencia que “aunque el Derecho puede intervenir en los casos extremos de lenguaje del odio, la educación en derechos humanos es la clave para que las identidades y las alteridades tengan una relación armoniosa más allá del odio”.
Y es precisamente esto último, la “relación armoniosa más allá del odio”, es el ideal del que cada vez nos alejamos más en esta era de la posverdad, donde en palabras del profesor de periodismo Javier Serrano-Puche (Universidad de Navarra), “la polarización es uno de los rasgos distintivos de las sociedades occidentales contemporáneas, donde abundan las circunstancias en las que las personas responden más a sentimientos y creencias que a hechos”.
Es lo que el director y fundador de la web informativa el Diario.es, Ignacio Escolar, llama el “síndrome del espejo de Blancanieves”: lectores que son incapaces de procesar información que desafía su visión del mundo y que sólo quieren que los periodistas confirmen y respalden sus posiciones.
O como refrenda la periodista y escritora Elvira Lindo: “La opinión ha sustituido muchas veces a la información”, porque “es más barato opinar que investigar” y además “hemos acostumbrado a los lectores a no informarse, sino a buscar la opinión que corrobore lo que ellos piensan”.
“Los medios han dejado de ser, para gran parte de la sociedad, la autoridad que ayudaba a los ciudadanos a tomar mejores decisiones, a entender mejor el mundo que les rodea y a participar de manera más plena en la discusión pública. En este nuevo ecosistema, con audiencias cada vez más atomizadas, proliferan iniciativas seudoperiodísticas donde las fronteras entre información, opinión e ideología están difuminadas y se busca ante todo la viralidad, activando las emociones y la identificación partidista”, resume Serrano-Puche en su artículo “¿Nosotros contra ellos? Apuntes para superar la polarización”.
También coincide con Lindo y Escolar en que hoy “emplear una retórica agresiva da rédito, ya sea en términos de audiencia y publicidad como de recompensas simbólicas en las plataformas digitales, cuyos algoritmos otorgan más visibilidad a los contenidos polémicos, por ser vectores de contagio emocional”.
“Es una espiral de odio: quienes están más polarizados consumen noticias partidistas, y la exposición a ese contenido los vuelve aún más radicales”, sentencia.
“La polarización es una amenaza en tanto que dificulta la búsqueda del bien común, refuerza prejuicios contra otros y socava el prestigio y la confianza en las instituciones, que se perciben como partidarias de uno u otro bando. Las diferencias ideológicas cada vez más se reducen a una sola variable, y la política se percibe y define desde una lógica del enfrentamiento, como un conflicto nosotros contra ellos”, plantea también Serrano-Puche. Y en ese clima emerge una “sociedad de la intolerancia”, como la define Fernando Vallespin.
Por su parte, y a raíz de su último ensayo “Racionalidad”, el filósofo de Harvard Steve Pinker reflexiona en una entrevista de Moisés Naím publicada por ethic.es acerca del éxito de las teorías de la conspiración, que claramente contrasta con un entorno social que ha alcanzado las máximas cotas de comprensión científica y bienestar social de la historia pero que, según él, muchas veces renuncia a su capacidad de razonar.
Pinker atribuye en parte este fenómeno al concepto de “el sesgo de mi lado” es decir, la propensión que tenemos a adoptar las opiniones del grupo que nos apoya incluso cuando no nos genera ningún beneficio personal.
O como irónicamente plasma Enrique García-Máiquez en un artículo publicado por la revista Nuestro Tiempo: “Si todas las opiniones valen lo mismo, ya me quedo yo con la mía, que vale tanto como la que más, y me pilla más cerca”.
Alerta este autor que “si las opiniones no se ordenan por un criterio de verdad o de belleza, termina imponiéndose la opinión más impositiva. Ya se imponga por el número, por el prestigio o por el relato”.
“De los doscientos sesgos que los psicólogos cognitivos y sociales han enumerado, este es probablemente el más resistente y poderoso, porque se manifiesta independientemente de la inteligencia de la persona, y lo vemos tanto en la izquierda como en la derecha. Si, por ejemplo, tienes una propuesta política y le dices a la gente que fue propuesta por un político conservador, los de la derecha tienden a decir ‘genial’, mientras que los de la izquierda dicen que ‘nunca va a funcionar’, y viceversa. Así que es importante no etiquetar problemáticas sociales como de izquierda o de derecha. Por ejemplo, fue un desastre que el cambio climático se identificara como un tema de izquierdas, ya que es un bien moral. En definitiva, deberíamos basar nuestras opiniones en la persuasión y no en la identidad o la lealtad”, aconseja Pinker.
Paralelamente, sostiene que las personas pueden tener dos sistemas de creencia al mismo tiempo: una mentalidad realista y una mentalidad “mitológica”. Así, “incluso los chiflados que apoyan las teorías de conspiración, que creen en el poder de la curación a través de piedras, visten y alimentan a sus hijos y los llevan a la escuela. Esas personas no están alucinando ni están fuera de contacto con la realidad. Sin embargo, la cosa cambia cuando son cuestiones que no les afectan directamente”: ahí “la gente suele conformarse con creencias estimulantes, entretenidas; que sean verdaderas o falsas se considera como algo pedante y quisquilloso”.
Siguiendo la línea de Serrano-Puche, “a medida que lo identitario ha ganado peso, tendemos a personalizar más nuestras opiniones y a sentirnos agredidos si se cuestionan; pero también despersonalizamos al otro, al que solo vemos como miembro de un grupo contrario”.
“Una visión politizada de los demás empobrece las relaciones sociales, pues se guía más por estereotipos y por respuestas automatizadas de adhesión o repulsa que por virtudes cívicas como el respeto mutuo, la integridad o la presunción de la racionalidad y sinceridad del otro”, como advertían ya en 1996 Amy Gutmann y Dennis Thompson en “Democracy and Disagreement” (“Democracia y desacuerdo”).
Así las cosas, y aunque resulte totalmente contra intuitivo e incluso antibíblico (el Eclesiastés asegura en su versículo 3:8 que “hay un tiempo para amar y un tiempo para odiar”), parecería que lo que se contrapone al odio no es el amor, sino la verdad. Una verdadera lección para los “antiodiadores” de cabotaje.
“El hombre de conocimiento debe ser capaz no sólo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos”. (Friedrich Nietzsche)