Organizar lo disperso en nuestro interior en torno a un centro es parte del aspecto creador de la vida. Es también una manera de sentir la posibilidad de vencer el caos.
Crear mandalas favorece el estar receptivos, aprender a escuchar, sentir o ver en lo cotidiano lo que más nos inspira y más felicidad nos da en la vida, como una guía hacia nuestros propósitos y potencial disponible.
A través de consignas preguntas la propuesta es observar como si fuera un juego y sin esfuerzo, si nuestro decir, nuestro pensar y nuestro hacer está junto con lo que realmente queremos, si aprendemos esto, la energía se dirige directamente a su concreción.
Profundizar nuestro ser nos da autonomía reflexiva y energética, discernimiento alineado con lo que necesitamos, orientándonos al propósito por el cual lo realizamos.
El mandala es una estructura circular que, en su construcción remite desde todos los lugares al punto central. Los científicos la calificarían de una estructura de rotación simétrica.
La concepción oriental (budismo) parte de la base que el mandala ha surgido del centro y contiene el todo en su punto central.
Para nosotros en nuestros orígenes, el sistema religioso indígena (Doctrina filosófica con base cultural andina, del altiplano, aimara y quechua) el círculo representa lo divino, los cuerpos celestes, la “rueda del tiempo”, la madre naturaleza en su latente poder de fecundidad. Las cosas de orden ontológico no siempre responden a los postulados lógicos .
Hay un “Puente” entre cielo y tierra (lo sagrado) lo que nos da la posibilidad de avanzar hacia un estado de diferentes conciencias, salir al encuentro de nuevas alternativas, con las que habremos de vincularnos, ordenandos las ideas, emociones, sentimientos junto con la paz interior.