Por: Eduardo Boichuk
En todas y cada una de las noches en que Wallace contempló el cielo, sendas lágrimas corrieron por sus mejillas como río tormentoso, apretando los labios para atragantar el llanto, rolando en sus cauces sollozos.
A oscuras, espiaba el cielo a través de un hueco y contemplaba estrellas, constelaciones, raros fenómenos y cuerpos que emanaban extraños rastros de luz. Perdido en algún punto del vasto océano y abrumado por la pequeñez de su existencia, sentíase poco menos que insignificante.
Y cada una de esas noches y a costas de que en ello le fuera la vida, juró que dedicaría el resto de su existencia en fugarse y vivir en libertad. Como respuesta a sus súplicas, el crujir de la madera le recordaba que se encontraba en las entrañas de un barco negrero.
Negro y congoleño, a Wallace lo capturaron junto a decenas de hombres más. “Es el infierno mismo” – dijo en una oportunidad.
No le gusta referirse a este tema, pero algunas cosas me contaron. Los tenían hacinados y encadenados. La piel se les desprendía en retazos de carne viva a causa de los grilletes y latigazos. Pestes, disentería y escorbuto.
Desnutridos, deshidratados y destrozados. Envueltos en una atmósfera de muerte y podredumbre, el bamboleo del barco los sacudía de un lado a otro refregando sus cuerpos y miserias, piel a piel, unos con otros. Los que no aguantaban reventaban y terminaban en el fondo del mar.
La noche que escapó, consiguió zafar del perno que lo mantenía encadenado aprovechando el descuido y la borrachera de la tripulación. Durante el día habían avistado tierra firme y relajados celebraban. Lóbregas nubes avanzaron, corriendo un velo de sombras y hundiéndolos en una negrura absoluta.
Sabía que tenía una oportunidad. Subió las escaleras y se escabulló en las penumbras. Ninguno de los prisioneros lo siguió. La tripulación se encontraba en la proa bebiendo y cantando; Wallace encaró hacia el lado opuesto. En su camino tropezó con un tambor de madera y pensó que lo ayudaría para mantenerse a flote.
Lo cargó asiéndolo de la correa. Sabía de su existencia porque era habitual que lo tocaran en cubierta. Con ágiles brincos alcanzó la popa y se lanzó al agua. Emergió y las olas lo tuvieron a mal traer durante un rato. Pero valiéndose de serenidad consiguió mantenerse a flote sin soltar el instrumento.
Buscó el navío y se sorprendió al verlo tan lejos. ¿Cuánto tiempo llevaba en el agua? ¿Habían notado su huida? Le pareció que no.
Por unos instantes pensó en los demás prisioneros; nunca entendió porque nadie lo acompañó. Alcanzó la orilla al límite de sus fuerzas. Es allí donde empieza su alocada huida bajando por el continente. Y donde, siempre según el mismo Wallace, comienza su verdadera historia y desde cuando hay que juzgarlo. No antes.
Atravesó montes, serpenteó ríos y pantanos. Escaló montañas, sobrevivió a los desiertos y mientras pudo evitó a la civilización. Correr, huir, evadirse a como diera lugar. Sin parar, sin claudicar. ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo? Confiaba en la providencia y que las estrellas lo guiarían.
Wallace nunca se detuvo avanzando obstinado a como diera lugar. Se arrastró, trepó y gateó. Aguantó, luchó y nunca abandonó. No importaba si estaba herido, enfermo o descalzo. Sólo escapar, aferrado a la vida y su tambor.
En un salar creyó enloquecer a causa del sol que rebotaba en el suelo salitre devolviéndole raros espejismos. Navegó ríos con criaturas nunca antes vistas, algunas de formas tan extrañas que parecían mágicas, dentro y fuera del agua. Conoció montañas de cumbres nevadas y entendió que para sobrevivirlas, primero debía respetarlas.
En las llanuras aprendió a domar el viento y que los gritos desesperados podían viajar con él. Se alimentó de alimañas, insectos, plantas y roedores. Y también con frutas de sabores tan increíbles que le recordaban seguía estando vivo.
En una plantación de algodón le enseñaron a tocar el tambor. Y descubrió que con ayuda del aguardiente los ritmos sonaban más alegres.
Y fue en una aldea que encontró, perdida en unas montañas rocosas y solitaria como el viento que circula allí, donde por primera vez escuchó el nombre de nuestra comunidad: Cangó. Le dijeron que para convertirse en hombre libre aquí debía venir.
El brujo del lugar le explicó que caminos debía seguir, no exento de consejos y precauciones. Primero tendría que navegar a través de un intrincado laberinto de ríos y afluentes sin perder el rumbo. Y en determinado momento continuar a pie, siguiendo lo que se conoce como “la ruta del jaguar”.
Sabría cuando abandonar el río por la proximidad a unos enormes saltos de agua, envueltas en brumas de arco iris y bandadas de vencejos.
El brujo le advirtió que debía apresurarse. Percibía una fuerza oscura y mal intencionada que en sus visiones convertía todo en un gran espejo de agua, desapareciendo sus cascadas y el acceso al sendero que debía tomar.
Allí se internaría en la más densa vegetación, en la más honda espesura, y en caso de sobrevivir que no esperara seguir siendo la misma persona. Y justamente lo que él describe como los sucesos más extraordinarios, acontecieron en la jungla, siempre según su versión.
Pero dadas nuestras sospechas y a la luz de los hechos, es muy probable que haya sido así. Si en el barco pensaba que era insignificante e intrascendente, en la selva seguía sintiéndose un ser minúsculo pero envuelto en un halo que emanaba vida y misterios.
Era uno más en millares de seres y criaturas, muchas de ellas invisibles. Se volvió más perceptivo. Decía que los sonidos se intensifican y cobran relevancia hasta las criaturas más diminutas. Y todo se mezcla: ruidos y bichos raros, ramas que crujen y bestias que cantan, aullidos y el sonido efervescente de un salto de agua. Con olor a húmedo, a mojado.
A tierra con el suelo empapado, de agua y de vida. Vida en el suelo y en las alturas, latiendo y respirando en cada rincón. Vida en las plantas y en sus aromas, en sus flores y sus colores. Vida de día, vida de noche. Vida que premia y que castiga.
Y lo que Wallace ofrece como prueba de su testimonio y larga travesía, son los cambios físicos que sufrió.
Sus pies se volvieron más grandes, quedando ligeramente desproporcionados en su contextura; tal vez por haber caminado tanto. Sus manos, por el contrario, tomaron formas más finas y estilizadas, atribuibles a la percusión diaria, permitiéndole tocar virtuosos y encantadores ritmos. ¿Habrán sido estas las advertencias del hechicero?
Es por ello señores, que ante la acusación que enfrenta de haberse defendido recién llegado del intento de robo de su instrumento, a los golpes y provocándole la muerte al agresor, desconocido por él, pero estimado por nuestra comunidad y no siendo un acto premeditado: en el caso que se dictamine su absolución, permitirle vivir aquí entre nosotros en libertad.
O si se resolviera su culpabilidad, a sabiendas que debiera recibir la pena capital pagando con su vida; miembros del jurado ¿qué deciden? ¿Culpable o inocente?