La de Paula Daiana Dos Santos (26) y Adriana Dalio (37), es una responsabilidad muy grande, pero, a la vez, es una experiencia que le resulta reconfortante. Ambas son estudiantes del segundo año de magisterio de la Escuela Normal Mixta “Estados Unidos del Brasil”, carrera que continuaron después de pasar por el “aula” del comedor “Ellos no tienen la culpa”, que se levanta en la Chacra 159, en reconocimiento a Don Jorge Fedorischak “por su labor en defensa de la minoridad marginada”. En esa edificación, sobre las mismas mesas que se sirve la comida, dan clases de apoyo a una veintena de chicos de la zona.
Antes se juntaban los miércoles y sábados, y ahora se reúnen los jueves de 17.30 a 19.30, pero si los pequeños tienen alguna necesidad se acercan a las casas de las “maes”, piden colaboración y reciben ayuda. “Es una realidad diferente, justamente por el contexto en el que están. Nosotros les enseñamos matemáticas, lengua, naturales, pero también les inculcamos valores, los escuchamos”, apuntó Dalio, que, además de ser madre, trabaja en una serigrafía, y se acercó al comedor a través de Paula, hace unos cinco años.
Agregó que en los “estudiantes” se percibe “una necesidad, un abandono, no sólo en lo económico sino también en lo emocional. Los escuchamos, que muchas veces es lo que necesitan más que otra cosa. Les enseñamos compañerismo, que es un pilar fundamental para la vida social. Ellos nos reconocen como sus maestras, no sólo en el momento que estamos en este lugar, sino que también nos buscan en otros momentos cuando tienen alguna otra necesidad. Incluso, para contarte de alguna situación de falta de calzado, de abrigo, que nosotras tratamos de solucionar a través de Mario Fedorischak, que hace de nexo”.
Sostuvo que “están muy interesados en aprender, son muy participativos. Nos reconocen, dentro y fuera del comedor, somos las maestras, las profes. Donde nos ven, nos saludan. No nos molesta que vayan a buscarnos a la casa, siempre estamos a disposición. Si se puede colaborar, siempre estamos. Ellos golpean las manos. O gritan: ¡Paula!, ¡Adriana!, ya conocemos las vocecitas y salimos. Vivimos cerca, y estamos siempre para ellos”.
Ambas tienen la responsabilidad de acompañar a 15 chicos, de 8 y 9 años, al Programa “Vivamos fútbol” que se desarrolla en el Centro Recreativo del IPLyC SE. “Ellos tienen un equipo interdisciplinario maravilloso con quienes aprenden y experimentan. Los jueves están ahí, primeros. Nos golpean las manos y nos dicen: mae, mae, ya es la hora. Llueva o truene”.
Dos Santos empezó hace cinco años repartiendo la comida, después, preparando la leche. “Se me ocurrió darles clases de apoyo a los chicos que necesitaban, pero sin sueldo, sin nada, sólo venir a voluntad, y eso nos impulsó a anotarnos en la carrera y a poder seguir avanzando. Pero como dice mi compañera, acá las realidades son otras. A nosotras nos enseñan otras cosas en el instituto y venís acá y ves a estos quince a veinte chicos”, comparó. Lo primero que hacen al llegar es ver que todos estén sentados. Enseguida, “los saludamos y enseñamos a saludar cuando nos vamos. Siempre traemos para comer, y queremos implementar una merienda. A veces vienen descalzos, sin abrigo, por lo que Adriana trae alguno que a su hijo le queda chico. Y así es nuestra rutina”, manifestó la joven, que aprendió bastante cuando era chica y Graciela, su mamá, tenía un comedor llamado “La mojarrita” en el barrio “El Brete”, y ella la ayudaba.
La dupla está contenta porque “notamos un avance en los chicos, sobre todo en el comportamiento, porque al principio había chicos que eran muy agresivos, por el mismo contexto. Y, de a poco, fuimos mostrando que hay otra cosa, que hay otras maneras, otras formas, que se puede ser de otra manera. Que el compañerismo es fundamental, que podemos hablar sin agredirnos, y enseñarle valores del por favor, de las gracias, de preocuparme por el otro, y la verdad es que funcionó”. Entienden que “los chicos son maravillosos y en nosotras, sienten un apoyo. Siempre vienen, te cuentan cosas de la vida. Más que enseñarles algo educativo, necesitan que los escuches. Hacemos eso, vemos qué les pasa, tratamos de hablarles, algunos son más grandes. Las nenas en edades difíciles nos comentan sus cosas y tratamos de contenerlos”.
Dalio está convencida de que “todos merecemos las mismas oportunidades, y si bien a ellos les tocó estar en este contexto difícil, se merecen lo mejor. Todos los chicos merecen lo mejor. Lamentablemente no sucede siempre, pero si podemos dar una mano a alguien, a cualquier persona, pero sobre todo a los chicos, es nuestra obligación como personas”.
En casa de Paula están todos contentos, “cuento mis experiencias a mi mamá, y ella me acompaña, porque como tengo una nena, se queda con la pequeña, y yo puedo venir a cumplir con mi deber”. Es el mismo apoyo que Adriana recibe de su gente porque para que “pueda venir a realizar esta actividad, necesitas a alguien. También tengo un hijo, al que cuida mi mamá, Florencia. Las madres nos apuntalan, siempre les contamos nuestras experiencias y ellas también, desde su punto de vista, y al ser más grandes, nos dan consejos que siempre sirven y que una aplica siempre, y siempre ayudan”.
Un equipo de primera
Hay ocasiones que en “clase” el panorama se torna un poco complicado. Es que no es lo mismo un grado, por ejemplo, un tercero, en el que se da el mismo contenido para todos, y acá, “donde estás al frente de 20 chicos, y tres son de primero, cuatro son de segundo, y es necesario atender a todos, y todos tienen necesidades diferentes. El tiempo a veces es tirano y no alcanza para todo lo que uno quisiera, pero vamos viendo, nos vamos acomodando para poder ayudar al conjunto. Al no estar en un contexto institucional las formas son diferentes, se comportan de otra manera, y también es nuestro menester enseñarles que, aunque no estemos en una escuela, hay ciertas maneras, ciertas formas que debemos usar con los otros”.
Pero, afortunadamente, hacen un buen equipo. “Paula es muy didáctica, muy del juego, y yo, por ahí soy más estructurada, organizada, quizás por ser más grande. Cuando una situación supera, ella sabe cómo salir del paso a través del juego, y ellos se enganchan enseguida, les encanta. Entendemos que la mejor manera de enseñar es a través del juego”, indicó Adriana.
Días atrás, dos chicos que harán la promesa a la bandera “vinieron a plantearnos que necesitaban calzados. Estamos con ese tema, buscando, porque ellos quieren estar lindos ese día. Mario ya les consiguió los guardapolvos”.
Admitió que ser maestra es una posibilidad que estuvo latente desde siempre. Además, “me gusta mucho leer, creo que tengo un poco de maestra ciruela. Lo mejor que el país puede hacer es educar. Muchos de los problemas que tenemos se resuelven de esa manera, y creo que deberíamos invertir en educación, que debería haber más respeto para los docentes, es una tarea que no es tan fácil como parece de afuera. Las personas con las que estás tratando son la semilla y hay que tener mucho cuidado con lo que se dice, con lo que se hace, cómo se dice, entonces es una tarea ardua, difícil, y hay que tener mucho respeto por lo que se enseña”.
Consideró que también, sería aconsejable, “reverte todo el tiempo para ver cómo estás haciendo tu tarea, pero no es fácil, estás tratando con pequeños seres humanos que necesitan de todo, tan distintos y en una realidad tan compleja. Hacemos lo mejor que podemos, o intentamos”.
Paula, que trabaja de niñera y limpia una casa, contó que desde chica era la que enseñaba a sus hermanos.
“Somos diez, pero yo soy la del medio. Como los mayores se fueron yendo, me quedé en casa ayudando a mamá, y a mis hermanitas en sus quehaceres. Y creo que desde ahí nació mi vocación, mis ganas de ser y de enseñar”, confió. Y contó que en una ocasión “estaban todos alterados y como que automáticamente me nació hacer un juego, y ellos bajan los decibeles. A través del juego aprenden y, a la vez, gastan energías. Busco la vuelta para resolver la situación”.
Para ambas, ésta es una entrega, una elección de vida. “No recibimos nada a cambio, sólo la satisfacción de saber que ayudamos a alguien más. Sentimos que es nuestra obligación hacer algo por el prójimo”, coincidieron.
Añadieron que “venir acá y estar con ellos durante esas horas, nos hace la semana. Si no venimos un día, están preguntando. El jueves vino un nenito y le dijo a Paula, sabés qué, gracias a vos me saqué un diez porque me enseñaste a dividir. ¡Qué emoción nos dio a las dos!”.
“Nos entendemos. Ella sabe mucho y me va guiando”, dijo Paula.
Adriana acotó: “siento que ella tiene frescura, una forma de ser, cosas que no puedo resolver, las resuelve ella. Somos un equipo. Funcionamos así. Siempre generando ideas, vemos cómo solucionar, tenemos una manera de pensar similar, que es solucionar, ayudar, y compartimos eso. Es fácil para nosotras trabajar juntas. No termina acá, estamos todo el tiempo juntas. Somos par pedagógico, horas leyendo, haciendo cosas” porque aún restan dos años para recibir el título.
También a los grandes
Como si fuera poco, también empezaron a dar clases de apoyo a los adultos, que no saben leer ni escribir. “Algunos nos pidieron y fue un reto, porque enseñar a los adultos no es lo mismo que a los chicos. Pero aceptamos y fue una experiencia interesante. No tenemos todos los recursos que uno pudiera tener para enseñar a un adulto, pero dentro de nuestras posibilidades les enseñamos, fue una linda experiencia y salió bien”.
Fue de esta manera que Ofelia (51), una ama de casa que vive en el barrio, “estudiaba con nosotras, aprendió a leer y a escribir, y eso la incentivó a ir a la escuela. Ahora concurre a la escuela nocturna de adultos para completar la primaria. El hecho de aprender a leer la incentivó a seguir la escuela y eso es maravilloso, y se demuestra que nunca es tarde”.