Inmerso el país todo en las consecuencias de las internas partidarias del oficialismo y la oposición, sólo resta seguir esperando que la inercia de la crisis detenga su marcha colosal en algún momento de la gestión. Los principales dirigentes argentinos decidieron enmascarar sus ambiciones particulares en el interés de la Nación y debaten a diario formas, tiempos y composiciones como si con ello se llevara alivio a la sociedad.
Y en ese proceso de internas rociadas de intereses personales y no colectivos, es que comienza a ser preocupante lo que ocurre en el Poder Ejecutivo… más precisamente en torno al presidente Alberto Fernández. Y no porque se trate de un gobernante sobresaliente, sino porque lo que ocurra en su órbita termina por impactar de lleno en la sociedad.
La aceleración del proceso de deterioro de poder que viene sufriendo el mandatario compromete seriamente el futuro a corto y mediano plazo del país.
Cuando lo que domina el contexto es la debilidad presidencial, se torna difícil incluso ordenar las estructuras hacia adentro y lograr la obediencia que, por ejemplo, requeriría un plan. Así las cosas, cada funcionario hace lo que le parece y todo se vuelve caótico. Alguien anuncia algo por la mañana que otro desmiente por la tarde. Las desautorizaciones se vuelven permanentes. El marcado pierde confianza. La gente se llena de tensiones… los precios escalan.
Ese es el proceso que vienen sufriendo los argentinos. Un Presidente débil al que desautorizan permanentemente. Al que sus aliados abandonan minando el terreno. Ya sea por su magro desempeño, por su estilo visceral o porque todos perciben una crisis aún mayor por delante, el deterioro de poder que viene padeciendo Alberto Fernández no termina en algo más positivo que lo actual, aunque cueste ver algo positivo hoy.