A Polonia Dominga Carossini (88) todos la conocen por “Pola”, que es un apodo que ella misma se puso, para abreviar su nombre que, inicialmente, derivaba de Apolonia Bonatto, su abuela materna. Nació en Colonia Mártires, a tres kilómetros de la ruta 103, en la chacra en la que sus padres cultivaban yerba mate, tabaco, mandioca y batata, entre otros productos, gracias a los cuales “nunca íbamos a pasar hambre”.
Junto a sus hermanos: Clara, Eugenia -la guardería que está por calle Junín lleva su nombre, porque ella fue la encargada de gestionarla-, Ángela, Zulema, Pedrito y Francisco -de la que ella es la única sobreviviente- asistía a la Escuela N° 113. Para llegar, “teníamos que caminar siete kilómetros, pero cuando había mal tiempo llorábamos porque no podíamos ir. Todo lo contrario, al comportamiento actual de los niños. Teníamos otra manera de pensar desde chicos y eso, a pesar que nuestros padres no tenían educación, porque cuando ellos vinieron se encargaron de levantar el pueblo, no había escuela. Estaban en las chacras, una muy lejos de otra”, comentó.
Cuando llegaron a la zona, su abuelo Francisco Sartori -casado con Apolonia Bonatto- se hizo de 116 hectáreas de tierra. “Mi mamá, Isabel Sartori, que era la mayor, no pudo ir a la escuela porque hasta los siete años estuvo en Brasil con la abuela porque el papá hasta que no armó una casa, no las trajo a la Argentina”.
En tanto que su papá, Pedro Carossini, vivía en Posadas y tenía un tío que era sacerdote en Encarnación, Paraguay, hasta donde “siempre iba con intenciones de estudiar, pero no aprendió mucho. Sólo a firmar y a escribir algunas palabras. Cuando ingresó a la policía y el comisario le preguntó qué sabía hacer, respondió que nada, que sólo podía dar órdenes. ‘Veo que sos bien gauchito, quédate a cargo de la comisaría de Mártires’, le dijo. Pero a mi entender, fue muy zonzo porque al casarse, renunció a la policía y empezó a trabajar en la chacra. Mamá, por su parte, aprendió a sumar, a restar y escribía bastante bien, con la ayuda de sus hijos”.
En ese contexto, Isabel quiso que todas sus hijas continuarán estudios. “Pola” se había anotado para seguir magisterio en la Escuela Normal, de Posadas, que estaba detrás del colegio Roque González. El día que debía ir a rendir, se encontraba en plena mudanza, ya que fue difícil la tarea de conseguir una casa de alquiler para todas, pero todo terminó de la mejor manera gracias a que Eugenia, su hermana mayor, con quien tenía un parecido muy particular, ya vivía en la capital provincial.
Recordó que cuando ingresó, había cuatro cursos, que estaban repletos y que para ella, “la Escuela Normal fue lo más lindo que tuve. Cuando construyeron el nuevo establecimiento, pasamos todos ahí, incluso chicas que estudiaban en el colegio Santa María, que tenían que rendir cuarto y quinto para poder recibirse y ejercer como maestras”.
Al recibir el título, Pola fue a trabajar a la Escuela N°200 que quedaba en Yerbal Viejo, a unos quince kilómetros de Oberá, monte adentro, para el lado del cementerio, hasta donde se llegaba en carro polaco. “Conmigo iba otra chica, de la que ya no recuerdo el nombre, que me dijo, vamos caminando. Bajamos temprano del colectivo, y nos fuimos. En el trayecto no ladraba un perro”, dijo, como para graficar el silencio.
“Le confié que me preocupaba si nos agarraba la noche. Pero al continuar la caminata, vimos una camioneta estacionada, golpeamos las manos y cuando el señor nos preguntó qué precisábamos, dijimos que queríamos saber adónde quedaba la escuela porque somos maestras designadas para la 200. Uh, no van a llegar ni mañana. Soy director de una escuela cercana y las voy a acercar”, relató.
Cuando llegaron a destino, se volteó hacia su compañera para “cuestionar adónde nos metimos, a la boca del lobo. Hablamos con la directora que nos contó que había una señora que podía dar albergue a una sola, a la otra la voy a ubicar con otro vecino, un poco más lejos”. Si bien ambas sabían que las iban a separar, la meta era aguantar. “Me tocó una alemana que me daba de tomar sopa de leche con ajo. Me ponía el guardapolvo y antes de salir, devolvía, porque era una cosa que no podía tolerar. Le dije que iba a volver a Posadas, que ya no aguantaba, no podía mantenerme en pie. Encima tenía a mi cargo a 61 alumnos de primer grado, entre los que había de todo, chicos, grandes, repetidores”, confió.
Al trascender su estado, “me ofrecieron que comiera en el comedor, que quedaba detrás de la escuela, por lo que yo no veía la edificación. Ahí estuve un poco más de un año. Al verme así, me sugirieron que diga que iba a seguir otra carrera y que necesitaba irme de ese lugar. Me decían que por estudio me iban a dar una licencia, que haga un pedido. Vine a Posadas y me preparé con un docente destacado pero el me planteó que no dejara de ser docente, vos tenés un don especial. Sugirió que pidiera otra escuela, y fue ahí cuando me mandaron a Campo Viera, a una hecha durante el Plan Quinquenal, donde estuve seis años”.
Cuando le dieron el traslado, “Rattier preguntó ¿usted sabe adónde va? No, le respondí. Usted va a la “tigre” de Campo Viera, en alusión al carácter de la directora. Era una correntina brava, que te observaba constantemente. Si el guardapolvo estaba arrugado, era porque estabas sentada en el aula, y eso era algo que a ella no le gustaba. Había que dar clases parada”.
Después la trasladaron a la 98, de Cerro Azul. “Era una escuela linda, grande, en el pueblito incipiente, donde éramos unidas”.
Más tarde, fue el turno de la 356, de Posadas. “No había colectivos para trasladarnos, uno nos dejaba en La Rotonda, y para llegar a destino había que recorrer dos kilómetros de a pie, por caminos de tierra. Más adelante, fui a la Escuela N° 159, cerca de la exestación de trenes, ahora desaparecida. Aguanté unos años, y después que falleció mamá, empecé a estudiar asistencia social en el Instituto de Servicio Social, que después pasó a ser facultad”.
En una ocasión, la directora del establecimiento le cuestionó: “¿Por qué no te buscas un novio?, estás todos los días con los alumnos, ¿cuándo vas a vivir? Te traje todos los papeles, solamente tenés que firmar. Y ahí me di cuenta que estaban hechos los trámites para trasladarme a Garuhapé o a Eldorado. Si elegís Garuhapé, te podés encontrar con un japonés con dinero. No lo vayas a rechazar”, la aconsejó.
El comienzo de una nueva vida
Cuando empezó a trabajar en la Escuela N° 372, de Garuhapé, vivía en Puerto Rico y viajaba todos los días hasta su nuevo espacio.
“Viajando y viajando en colectivo, había un asiento desocupado. Me senté al lado de un colega, profesor de dibujo de la Escuela Normal. Pasó el tiempo, y me nombraron preceptora en ese establecimiento. Dije yo ¡¿qué voy a hacer con esos hombres?!, porque me tocaba el quinto año. Vos tenes carácter para dominarlos”, le habían adelantado. Y ahí se encontró con Adolfo Castillo, quien luego, y contra todo pronóstico se convertiría su esposo.
“No se me pasó por la cabeza que entre nosotros podría pasar algo, por el contrario, le hacía el gancho con mi compañera. Le decía, se viene el Día del Profesor, a ver si te arreglas con Castillo. Yo tenía un Citroën 3CV de color verde y fui a buscarla, para concurrir a la fiesta. Al final, salimos a bailar y no me dejó más. Después desaparecí porque llegaban las fiestas de fin de año, y me vine a Posadas. Venía con Nelly, que era profesora de actividades prácticas de la primaria, y le pedí a él que nos acompañara para no venir solas, porque era la época de las guerrillas. Y me gustó, porque era como yo me imaginé que tenía que ser mi candidato”, expresó.
Agregó, emocionada, que su comportamiento “fue acorde a lo que yo esperaba. Me dijo que quería conocer a mis padres, y pidió la mano. La reacción de papá fue decir que ya éramos grandes, pero a mí me recalcó: lo único que te voy a decir, mi hija, es que vos perdés tu libertad. Le respondí, 40 años libre ¿no fueron suficientes?”. A los dos meses, en el año 1973, se casaron.
Se llamaba Adolfo Castillo, y era profesor de artes (cerámica, dibujo, escultura) recibido en el Instituto Montoya. “Era compañero y fuimos felices durante 26 años. Yo no pensaba que podíamos durar porque tengo un carácter fuerte”, aclaró.
Vivieron un tiempo en Puerto Rico, hasta que un día Castillo renunció a todas sus horas cátedra en la Escuela Normal, y quiso volver a Posadas.
Una vez aquí, “me llamó el inspector de escuelas, de apellido Rattier, y me dijo que quería que fuera a manejar la Escuela N° 219 porque ‘el director no puede con las maestras y yo necesito una persona de carácter’. A esa altura yo ya me consideraba un parche porque a cada escuela que me mandaban era para que arregle la situación”, manifestó, sin poder contener la risa.
Pero siempre teniendo en cuenta que “cuando empecé a trabajar como docente, me dijo mi directora, del portón para afuera somos amigas, del portón para adentro, somos colegas y la amistad se termina. Eso es lo que siempre empleaba al momento de actuar, y me fue bastante bien”.
En otra ocasión, la volvió a convocar Rattier para solicitar otra mediación. En esa oportunidad le recordó que “si saliste por tu padre, saliste buena, así que andá y arreglá el asunto con la ‘tucumana’, en la 229, que era un edificio pequeño, que antes funcionó como casa de familia. Después de eso, me jubilé en 1986, tras 33 años de docencia”.
A partir de ese momento, comenzó el disfrute. “Me prendí en todos los viajes de jubilados y conocí toda la Argentina, mientras mi marido daba clases todavía. Entre los dos hicimos un tratado que después de recorrer todo nuestro país, íbamos a seguir por los limítrofes como Brasil, Uruguay, y Chile. Ese momento fue para mi emocionante al cruzar la Cordillera de los Andes, donde parecía que estábamos tocando el cielo. Después fuimos a Israel donde tenía una amiga que me reclamaba constantemente, y estuvimos un mes y medio”. También llegó el turno para España, Francia, Alemania, Suiza, Bélgica, Holanda, Italia. Grecia, con crucero desde Turquía. Siguieron las ruinas del Machu Pichu, en Perú, y Acapulco, en México.
Tras la muerte de su esposo, “quedé muy mal durante dos años, pero Margarita Valenti me levantó el ánimo al convencerme que debía concretar la visita a las ciudades italianas de Sicilia y Calabria, porque quería conocer donde vivía el abuelo Sartori”.
Y así, viajó hasta que cumplió los 80, cuando comenzaron a manifestarse algunos problemas de movilidad y “entendí que en esas condiciones ya no era conveniente. Justo me había quedado dinero para un viaje, pero ya dije que era suficiente”. Hasta ese momento, también supo participar de las actividades que realizaban los docentes jubilados de Misiones organizados en la Asociación “Marea Blanca”-donde estuvo desde sus inicios-, en la plaza 9 de Julio.
Por estos días, “Pola” admitió que “me ocupo de disfrutar de mi familia, soy de conectarme con los sobrinos, para preguntarles como están. Me siento bien, me siento acompañada”.
La tesis sobre los pobladores de “El Chaquito”
Cuando fue designada a la Escuela N° 372 de Garuhapé, tenía que rendir la tesis, que quedó pendiente, y cuando volvió a Posadas para cumplimentar el trámite, el director le puso una falta injustificada, por lo que el clima que se generó, no fue el de los mejores.
“Pola” había investigado sobre la situación del barrio El Chaquito, que estaba cerca del actual puente internacional. “Era una villa pasible de desalojo. Trabajaba y sabía lo que estaba pasando, que los estaban por sacar de su hábitat porque vivían de la caza y de la pesca. Pasaban muy mal pero no robaban. Vendían sus pescados”, señaló.
Pero lamentó que “las mujeres eran haraganas y vivían del sexo. Como consecuencia de eso mandaban los chicos sucios a la escuela. Entonces un día fui y caminé en medio de las casillas. Al tanto del panorama, la directora me decía, ´un día te van a dar una zamarrada´. Y yo le contestaba: no me hacen nada, se quedan calladitas cuando les reto”.
Con el paso de los días “descubrí que entre que hacían sus cosas y tomaban el mate, no le alcanzaba el tiempo para lavarle la cabeza a la criatura que iba con la cara sucia. Les dije que le iba a mandar una citación, y que a la que no asistiera al establecimiento, no se permitiría que su hijo ingresara, porque les voy a lavar la cabeza y les voy a cortar ese pelo lleno de piojos”.
Le pidieron que no lo hiciera y le prometieron que “mañana van a ir todos arregladitos. Al otro día los mandaron peinados y limpios, y las nenas tenían moños en sus cabezas. Al verlas les recriminé: ¿no podían haberlo hecho antes? ¿Tenían que llegar a este punto de hacerme enojar? Cuando se fueron, la directora me preguntó: ¿cómo lo lograste? Y ¿cómo no lo iba a lograr?, si estoy estudiando asistencia social”, evocó esta mujer de carácter fuerte, que hacía ver y valer sus puntos de vista.