El estallido del reactor 4 de la planta nuclear de Chernobyl, en la entonces Ucrania soviética, en la madrugada del 26 de abril de 1986, marcó el peor accidente en su tipo que se vivió desde la primera explosión atómica en Alamogordo (Nueva México, EEUU) el 16 de julio de 1945.
Aunque a la luz de las investigaciones posteriores, la sucesión de imprevisiones e improvisaciones que llevaron a la incontrolada generación de vapor que destruyó la usina atómica soviética, el hecho difícilmente deba ser definido como accidente.
En el área afectada, a unos cien kilómetros al Sur de Kiev, vivían unos cinco millones de personas, viéndose involucradas directamente 1,11 millón de ellas que hizo necesario evacuar a alrededor de la mitad.
En un radio de 30 kilómetros al reactor incendiado, sus habitantes fueron definitivamente trasladados a otras regiones y se convirtió en tierra infértil y casi “fantasma”.
Alrededor de 200 mil personas que se vieron involucrados en la “limpieza” del reactor durante los dos años siguientes y otras 600 mil, denominados “liquidadores”, recibieron dosis radiactivas que sobrepasan las permitidas para quienes ocupacionalmente se exponen a ellas.
Aunque en principio sólo murieron 30 personas, a diez años de la explosión las víctimas fatales por contaminación ascendían a 20 mil y otras 300 padecían algún tipo de cáncer. Los costos económicos fueron considerablemente altos y afectaron a casi toda Europa.
Pero Chernobyl no fue el primero ni el único hecho de estas características que resultó de la producción nuclear de energía eléctrica. Además de éste, hubo otros tres accidentes atómicos de importancia: el de 1979, en Three Miles Island (Pensilvania, EEUU), el de 1999 en Monju (Japón) y el más reciente de Fukushima, también en el país nipón, en 2011 (hace pocas semanas se cumplió el décimo aniversario) tras el tsunami que devastó esa región.